relato por
Adán Echeverría

E

xiste un sitio exacto en que el recuerdo se atora en nuestro cuerpo. El dolor se extiende entre el estómago, las muelas y el rostro. Pero aun con esa sensación que no permite el sueño, uno no debería sentirse amargo sino hasta que el atardecer nos descubre pensativos.

Detenido a un lado del mueble, de frente a la ventana, el hombre va pasando la vista por cada uno de los frascos que han quedado ahora sin uso y se da cuenta que ella siempre tuvo un momento personal para el espejo. Sentada en el banco de su tocador con las toallas húmedas se quitaba con lentitud las sombras de los ojos…

Hoy, en cambio, la luna del espejo está empañada, y él nada hace por borrar esos rastros de memoria mientras se ajusta la corbata.

—No tienes más corbatas y hoy será un día especial —su mujer le acomoda el nudo de aquella prenda única mientras con sus dedos va ordenando sus cabellos detrás de las orejas. Minutos atrás el nuevo día los descubrió despiertos, abrazados y en silencio. Sin mucho apuro salieron de la cama; ella pone agua para el café, mientras él se deja caer encima el chorro de la regadera, para espantarse la mala noche.

—Tendremos que robarnos una a la primera oportunidad, ¿te parece?… Una que combine mejor con tus camisas —terminó de acomodarle la corbata, luego intercambiaron espacios dentro del cuarto. Ella a la regadera, él sentado ante la mesita, que hacía de cocineta, para beberse el café.

Quizá la ocasión ameritara algo de elegancia porque, luego de meses de intentarlo, al fin la editorial aceptó publicar su primer novela, y ella le dijo que quizá era cierto aquello de «la primera impresión cuenta». Nada se perdía con estar presentable para la cita con los editores.

—La verdad es que quisiera acompañarte al médico; debería postergar la reunión —comentó taciturno, mientras soplaba tenue sobre la taza; el aroma del café le calmaba los pensamientos. Se apagó el sonido del agua corriendo en el baño. Ella salió desnuda, su piel, como una bóveda celeste, brillaba por las gotas de agua. Se detuvo un instante a mirarlo, cogió el cepillo, e inclinándose frente a él, dejó caer hacia delante su larga cabellera. Comenzó a cepillarlo y le habló decidida:

—Para qué perder esta oportunidad. Si te apuras, y la entrevista es rápida, me alcanzas en lo del doctor.

Él se levantó, dejando la taza de café en la mesita. Le acercó a ella un vaso con yogurt y se puso con lentitud la gabardina. Ella se sentó en la cama y mientras lamía un poco del yogurt que aún quedaba en la cucharita, le insistió en que estuviera tranquilo. Mordió la cuchara, se puso de pie, dio unos pasos alrededor de su compañero para aprobar su vestimenta, jalando un poco de tela por el frente, alisando un poco en las solapas:

—Verás que no pasa nada —se dejó besar la nariz y lo despidió en la puerta del cuarto.

Desde aquella mañana él no había notado lo empañado que había quedado el espejo con la ausencia de su mujer. Ni siquiera se percataba del paso de las horas. Hoy, al sentarse frente al tocador, la recuerda y se detiene a contemplar lo que ella miraba cuando se quitaba el maquillaje. Solía pasar mucho rato frente al espejo, y de reojo mirar frente a la ventana el edificio en construcción.

Hoy sólo queda la soledad del cuarto. En su mutismo, observa los carros desde la ventana mientras asimila su ausencia. Pasa los dedos de la mano izquierda por la luna del espejo, y se observa pálido. Baja la vista y apoya sus manos en el tocador para no caer. Levanta el rostro para observar cómo el edificio, que construyen frente a su apartamento, camina para arriba, y los constructores, en su jornada acuosa, no se inmutan por la lluvia o el sol que les calcina las espaldas.

Apenas hasta ahora se ha dado cuenta de ese paisaje gris que ella quiso compartirle, y qué él había obviado. Los días pasan y hay que continuar la construcción del edificio, y él tiene que continuar su vida.

—Allá siguen y tú… —se dice al tiempo que los albañiles van pasándose las cubetas con la mezcla de cemento uno al otro, y suben por los andamios como lo hacen las hormigas una detrás de la otra. Cualquier equivocación y el asfalto podría comérselos. Cargan, aprietan, cubren, tapan, mezclan, mientras corren los minutos y él, de nuevo, ignora la corbata, bebe una taza de café insípido, se pone con lentitud la gabardina, cierra los ojos al espejo y sale del apartamento.

Hay que lanzarse a la calle, pasar las avenidas, detenerse a hojear las revistas en los puestos de periódicos, insultar a algún taxista que le pringa un charco en los pantalones, empujarse uno al otro para hacerse camino. Piensa en la novela y busca una opción que le dicte la manera de hablar sobre la distancia de los cuerpos, como la de los planetas.

Llega al café donde se verá con su editora. Mientras se rasca la barbilla, raya en su original algunas frases que no terminan de agradarle. Sorbe un moka aderezado con cajeta en espera de abandonarse a esa nueva relación con su editora, sabe que hay algo más en la mirada de esta nueva mujer; se siente descubierto por ella y reconoce que quiere escalar con dedos puntiagudos sus pechos y su espalda. Piensa que quizá pueda ir exorcizando el recuerdo del amor a pesar de los nubarrones.

Meses atrás todo era intentar reconciliarse con el tiempo. Luego de las primeras semanas de conocerse e irse a vivir juntos, con un tronar de dedos la felicidad se fue desdibujando en los rostros y todo fue precipitándose hasta acabar por consumirlos. Él tenía que pasarse todo el día sin desvestirse, de la casa al hospital y del hospital al trabajo. Estar detenido junto a la cama hospitalaria donde aquel delicado cuerpo, que días antes estuvo cabalgando con él entre cobertores, iba desapareciendo a este mundo, consumiéndose en la enfermedad que apareció como los murciélagos desde las cuevas a la noche.

Tenía que apretar los dientes al mirar los ojos somnolientos de la mujer detrás de la máscara de oxígeno, conectada a tubos y mangueras, cerrándose en silencio. Tenía que hacerse el fuerte frente a ella. Sólo fue flaco de alma por momentos. Ocurrió durante el tiempo que duró la agonía; al ducharse, el agua caliente caía sobre su cuerpo doblándolo, haciéndolo hincarse y levantar los hombros entre sollozos.

—Te ves… tan débil…

Decidió vivir con ella cuando supo que al tenerla cerca estaba completo, y juntos quisieron habitar la felicidad; atreverse a las mordidas en la nuca, traspasar el cuerpo de ella recostada sobre su espalda, el calor de los senos, los pequeños pies fríos caminando pantorrillas.

—Ya deja de escribir que tengo frío en los pies y necesito un poquito de ti…

Él pasaba horas frente a la hoja en blanco, y se robaba las noches para olvidarse de todo en los brazos de su mujer.

—De día muerdo, y de noche leo, lo sabes.

—Yo espero tus dientes, aquí merito.

Pero la noche los maldijo y quedó el café colgado en las paredes, las sonrisas de la penetración debajo de la cama, las manchas de la ausencia ensuciando el espejo. Todo aquello de atragantarse con estrellas y recuperarse con el beso en la barbilla fue desecho de golpe cuando les dieron la noticia. Ocurrió de repente, como un río al desbordarse, sin aviso para ponerse a salvo. Y desde aquel día, al abrir la puerta del apartamento supo que ella no habitaría más los rincones. Con los ojos a punto de estallar mira el edificio en construcción, y la ventana le inactiva la sonrisa.

Ahora, en el café espera que su editora llegue y, girando la cucharita dentro de la taza, recuerda que junto con su novia fueron deshaciendo los mitos sociales tal como lo habían planeado. Dibujaron con sus pies los círculos de humedad que aparecían en el techo cada vez que abrían el agua caliente, al condensarse el vapor. Se abarcaban en el abrazo: musgoso abrazo de pertenecerse a pesar de los disparos callejeros, los temblores, las pocas horas de comida y el pago de tanta mala suerte.

—No podrán durar las vacas flacas. Verás que vuelves con la noticia de que les interesa la novela, y hasta te firmarán un contrato por otra, y entonces brindaremos —había dicho ella antes de despedirlo. Él corriendo a la reunión con los editores para luego alcanzarla en lo del médico. Los dolores de cabeza no la dejaban descansar.

Permanece en el café listo para las últimas correcciones, antes que la novela entre a la imprenta. Vuelve a sentir el orgullo al redescubrir su nombre en la tapa.

—¿Te agrada la portada?

—Se ve bien.

—¿Bien? Pienso que es excelente —sonríe su editora acariciando la impresión que poco antes le mostrara.

Tiene una sonrisa macabra. En verdad te hubiera gustado conocerla. No es como tú, es algo así como tu inversa.

—Una buena portada para una buena novela.

—Exageras.

—Si le apuesto a tu obra es porque creo en ella. Ya verás.

Y vuelve de nuevo esa necesidad de hablar con ella:

—Me gusta su manera de pedir que quite esta frase o dé más fuerza a las escenas que siente que se caen. Antes de ella sólo tú habías leído el texto —está sentado junto a la tumba. El calor de su mano va marchitando las flores que le ha llevado. El montoncito de hierba, que poco a poco juntó sin darse cuenta, se deshace; el viento le tira al rostro el cabello que ha crecido, y tiene que limpiarse en el abrigo las manos enlodadas —siempre se viste de blanco. Es como una manía que tiene— juega con el ramo de flores que sostiene.

—Sé que no te gustan las flores, pero estaba necio por contarte, y me han servido de pretexto para venir. (¿Necesitas pretextos?) —la rama de un árbol cae de repente, haciéndole levantar la vista. El cielo cerrado de nubes se traga el tráfico y su imposible humo. Frente a su apartamento los constructores no cesan: acá una nueva pared, ahí una estructura de metal que la última vez que miró no estaba. Ya han colocado las paredes del lado oriente. Aquel chaparro, que siempre grita, no ha venido esta mañana. Piso por piso meten cables, amarran acá, destruyen ahí, rehaciéndolo todo como desde antes que ella se fuera.

No hay nadie a su alrededor en este cementerio y él habla sin contenerse. Era la ventana, el edificio o el hospital con sus camas silenciosas y la luz blanca, con sus olores de amoniaco, que lo retenían: Hoy fue la última reunión. Acabamos rápido. No puse peros y accedí a quitar esa escena que me gustaba, porque confío en su experiencia. Al final, será mi primer novela y, tuviste razón, ella me ha dado la oportunidad de firmar un adelanto por la próxima. Nos faltó aquel brindis que propusiste.

Si todo fuera tomarse las manos al bajar del metro, si fuera como antes.

—¿Señorita López?

—Un momento. Estoy esperando que llegue mi novio. Si es usted tan amable, quisiera que él estuviera acá para escuchar el resultado. Ha estado muy preocupado ¿sabe?… —ella quiere mantener la calma.

Cada trecho de camino andado, cada reunión de conocidos, los tragos repletos de historia no cesan de darle vueltas: aquel paraguas roto que ella cargaba, esos sus lentes que siempre se le caían con todo y los alambres que les iba amarrando…

—¿Qué? Son muy mis lentes ¿o no?

—No he dicho nada.

—Pero me ves como bicho raro —y le untaba, con un dedo, la espuma del café moka en la nariz. Ahora es la editora quien lo observa y le sonríe del otro lado de la mesa, él tiene un bigote formado con la espuma del café frapé. A él se le ha escapado una sonrisa sin darse cuenta, y se siente incómodo por ello. Revolviendo la cuchara en la taza del café.

Esa mañana despertó y ella no estaba junto a él en la cama. La llamó y ella respondió desde la azotea: Sube, quiero recordarte así, con poca luz. (se abre un espacio de silencio). Se asoma, y la ve recargada en la baranda, fumando. —Hace frío, deberías entrar(¡Ese largo abrazo!) Por un momento sintió que temblaba—. Mira cuántas luces. No hacen falta estrellas en esta ciudad —ella dice conteniendo la tristeza de sus ojos. Se lleva el cigarrillo a los labios. Él se acerca y la conduce al hueco de su pecho. A veces tu mirada me asusta.

Junto a la tumba el viento arrecia. Enormes gotas caen sobre su abrigo inundándolo con el sonido que desprenden al chocar con la tela. Tiene que hablar más fuerte: cada frase tuya… la tengo aquí… atorada entre los dientes…

La lluvia rompía aquel silencio claro, como el que se produjo después de escuchar el diagnóstico. Ella calladita y quieta, con la respiración constante, las manos le sudaban al apretar las de él.

—No quiero estar sola —dijo quedito y por unos segundos evitaron mirarse, hasta que ella se levantó y salieron a la calle.

—Quiero que me compres algodón de azúcar —lo soltó y corrió por el parque, poniendo la cara al sol, agitando los brazos como queriendo volar.

La noche iba creciendo cada vez más sobre su apartamento y ella va limpiándolo todo meticulosamente. Se detiene ante el espejo y sonríe levantándose la cabellera, modelando. Él desanuda la corbata y la tira con desgano hacia el colchón: ¡Me va a gustar verme calva! Sonríe por complacerla, levantando los hombros.

—Si te pones triste no podré soportarlo. Tienes que hacerme feliz —le dice mientras le besa las manos, lo atrae hacia sí y continúa—. Párate acá. Junto a la ventana. Mira los albañiles de enfrente. Así como ellos, me las ingeniaré para construir un puente que me traiga a ti todo el tiempo, ya verás. Luego abrazarse todo el día, desnudos entre los cobertores: Voy a exprimirte día y noche. ¿Y las medicinas? No. ¿Y los tratamientos? Solo quiero tenerte a mi lado…

—Sé que voy a revolcarme de dolor, pero cuando más mal me sienta, tendrás que hacerme el amor —sonríe.

—No sé si pueda.

—Tienes…

Y fue la ventana el sitio exacto para extirparse el recuerdo. El edificio alguna vez tendrá que terminarse. Despertar y mirar cada pedazo de acero, el concreto que va llenándole la vista. Los albañiles siempre se renuevan, como las células de un cuerpo.

¿Y cuándo esté listo? ¿Qué piensas que puedo hacer cuando terminen?

Las manchas del techo ¿dónde han quedado?, el recuerdo de esos pies pequeñitos haciendo círculos en el aire, ¿qué es de ellos? Van girando sin detenerse y él sigue en el espejo, sin corbata, la camisa arremangada, y el golpe de los martillos entran por la ventana hasta sus oídos.

—¡Me gusta verme calva! ¿Y a tí? —a veces tu mirada me asusta.

—¡Ya basta! No puedes tomar las cosas a la ligera —la regaña y ella guarda silencio—. Lo que nos pasa no es cosa de risa, tienes que entenderlo, tienes que entenderme —ella deja todo y sube de nuevo a la azotea.

Va tras ella:

—Perdona… no debí… ser tan egoísta —la mira recargada en la baranda, fumando.

Hoy ha clausurado la ventana con unos pedazos de madera, cortando de tajo con los constructores de enfrente. En el cementerio estuvo horas hablándole de su editora y de la manía que esta tiene por la ropa blanca. También le dijo de la nueva oportunidad que se le presenta: Te hubiese agradado conocerla. Tal vez me morderías la nuca, pero al final tomarías mi mano porque sabes que intento rechazar la tristeza.

Meses antes, en el hospital, ella tomó la decisión.

—No quiero que llegue el momento en que ya no pueda reconocerte —dijo con poco aliento–. Tienes que prometerlo —su voz era más un gemido. Él le sostenía las manos de vidrio, delgadísimas. Los ojos somnolientos le miraban con ese algo de firmeza que apenas le quedaba, detrás de la máscara de oxígeno.

—Que no te quepa duda.

El viento esparce las flores que le ha dejado sobre la tumba. Se aleja con la lluvia que va mojándole el rostro y el abrigo. La mujer cerró los ojos y sus pequeños pies se estiraron con lentitud. Le hizo el amor hasta que el cuerpo de ella quedó flácido. Luego la bañó y le puso ese vestido amarillo, ancho, de flores negras, que tanto le gustaba. Eres tan hermosa dormida, así tan calva como prometiste. Sin dudarlo, le había puesto la inyección final.

 


 

ADÁN ECHEVERRÍA GARCÍA. Mérida, Yucatán (1975).
Integrante del Centro Yucateco de Escritores, A.C. Realiza el Doctorado en Ciencias Marinas en el Cinvestav del Instituto Politécnico Nacional – Unidad Mérida con una beca del Conacyt. Biólogo con Maestría en Producción Animal Tropical por la Universidad Autónoma de Yucatán (UADY). Ha cursado además el Diplomado en Periodismo, Protocolo y Literatura (ICY, CONACULTA-INBA y Editorial Santillana, 2005). Por su obra literaria ha sido considerado en el Diccionario Biobibliográfico de Escritores de México que realiza la Coordinación Nacional de Literatura del Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Ha publicado los poemarios El ropero del suicida (Editorial Dante, 2002), Delirios de hombre ave (Ediciones de la UADY, 2004), Xenankó (Ediciones Zur-PACMYC, 2005), La sonrisa del insecto (Tintanueva ediciones, 2008), y Tremévolo (Ed. Praxis – Ayuntamiento de Mérida, 2009); así como el libro de cuentos Fuga de memorias (Ayuntamiento de Mérida, 2006). Compiló junto con Ivi May el libro Nuevas voces en el laberinto: Novísimos escritores yucatecos nacidos a partir de 1975 (ICY, 2007), y con Armando Pacheco la compilación electrónica en Disco Compacto Del silencio hacia la luz: Mapa poético de México. Autores nacidos en el período 1960-1989 (Ediciones Zur y Catarsis Literaria El Drenaje, 2008). Es Premio Nacional de Literatura y Artes Plásticas El Búho 2008 en poesía, Premio Nacional de Poesía Rosario Castellanos, convocado por la UADY (2007). Ganador del X Premio Nacional de Poesía Tintanueva 2008 (convocado en 2007). Premio Estatal de Poesía Joven Jorge Lara (2002). Mención de honor en el Premio Nacional de Cuento José Amaro Gamboa, convocado por la UADY (2004); Mención de honor en el Premio Estatal de Poesía José Díaz Bolio (2004) y Mención de honor en el Concurso Nacional de Cuento Carmen Báez (2005), de Morelia, Michoacán.

👀 Leer textos de este autor (en Almiar): Sobrevivir a los gekos ▫ Las sombras de Fabián Escolopendra+Más publicaciones

Contactar con el autor: adanizante [at] yahoo.com.mx

Ilustración relato: Fotografía por anaterate, en Pixabay

Adán Echeverría Una ventana, un edificio y los charcos de siempre

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 127 · marzo-abril de 2023

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