relato por
Raimundo Martín Benedicto
A
lgunos vecinos tienen la costumbre de reunirse todas las mañanas en el centro del patio, pero hoy llovizna y se han guarecido en los soportales. Pasa junto a ellos Hortensia, la Hortensia, que vive en un segundo de los del fondo. Con lo buena que siempre ha estado. Engordó después de enviudar. Le cuesta subir las escaleras y aún no le han llamado de la Seguridad Social para operarse de la rodilla. Va hablando sola, los tacones resuenan en el pasillo porticado y se santigua antes de sacar las llaves del bolso.
—¿Cuánto estará en la cárcel? —pregunta alguien, volviendo a la conversación que las miradas a la Hortensia han dejado a medias.
Nadie contesta, todos se miran las zapatillas baratas con las que salen a andar bien temprano.
—Igual que entran, los sueltan. Esto es un cachondeo.
—Ya… Hombre, pero por esto, no sé, digo yo que lo encerrarán quince o veinte años.
—Muchos son…
Las mañanas pasan así, entre frases inconclusas. El patio es amplio e irregular, abierto por uno de los lados, encajado de cualquier manera bajo los bloques de ladrillo naranja y desgastado. Alguien mandó construirlos hará unos cincuenta años y desde entonces nadie se ha preocupado ni de remozarlos ni de ventilar el aire a pobreza que un día se estancó entre los balcones, aburridos de tan idénticos.
Hace viento, a veces, especialmente cuando alguien dice algo incómodo, para que todos tengan excusa y digan que no lo oyeron. Porque hubo quien advirtió que lo de la niña terminaría pasando, pero nadie quiso escuchar. Por eso ahora la Hortensia se santigua y otros sienten ganas de hacerlo, pero les da vergüenza y se limitan a apretar el paso.
Sí, cuando a la niña le pasó lo que le tenía que pasar hacía viento, de ese calimoso que solo trae polvo seco, papeles y bolsas de plástico que se arremolinan en las esquinas de los soportales. Nadie se preocupa ya de limpiar un poco.
Es tan bonita. Llegó hará dos años, cuando su padre entró de barrendero en el ayuntamiento. Su uniforme colgaba por las tardes en el balcón. Qué bonita es, ojos negros y pelo largo y oscuro. Muy oscuros los padres, broncas largas y palabras negras escapando por el balcón, el único de la finca con un uniforme fluorescente secándose al viento. ¡Qué bonita la niña!, decían todos, ahora que ya nadie tiene allí hijos pequeños. Pero la Hortensia, en esos días de viento, chascaba la lengua y solo decía para sí: problemas.
A los hombres les gusta hablar junto a los desvencijados bancos de madera. Del antiguo jardín solo quedan unos bordillos desgastados que enmarcan un recuadro de tierra seca y dura.
—Creo que la culpa es nuestra —sentencia uno de ellos.
Las palabras reverberan mientras la lluvia forma los primeros charcos. Fríos, grises.
—¿Por qué? —pregunta alguien que parece muy ofendido. Es Andrés, el albañil jubilado, el que ha dicho que no salieran hoy a andar porque dentro de poco se pondría a llover más fuerte. Desde que le rompieron la mandíbula siempre acierta.
—Tienen una hija. Les teníamos que haber advertido lo que pasaba con el Loren.
Es que el Loren, vecino de uno de los primeros, ya lo intentó hace años con otra niña. Todos se acuerdan y el silencio hace silbar al viento. La melodía arenosa de un transistor se escapa de otra casa pobre.
—Habérselo dicho tú, no te jode —responde Andrés, muy enfadado, con un ducados que nunca llegará a encender bailándole en la comisura de la boca. Nadie entiende su enfado, ni que se vaya sin despedirse, con las manos en los bolsillos.
—Nos dijeron que el Loren se había curado —musita otro.
«Eso no se cura», había dicho siempre la Hortensia, mirando los balcones. Persianas sucias y descolgadas, alguna maceta muerta bajo el calentador de gas. En ninguno cuelga ahora el uniforme del barrendero.
***
Los trozos de merluza asoman por los lados del escurridor, ya derretidos, como las lenguas pálidas de varios perros muertos. La Hortensia los mira con fijeza ausente, desde hace tanto tiempo que ha podido repasar toda su vida, pero es que eso puede ser muy poco tiempo. Termina el café con leche. Suele tomárselo sentada en un taburete, en la galería, junto a la lavadora. Le gusta ponerse allí porque es el sitio donde hay algo de luz. El resto de la casa son cincuenta metros escasos de penumbra y muebles desajustados, helada en invierno, sofocante en verano porque nunca hay corriente. Y a estas alturas, para qué poner aire acondicionado. Y con qué. Sobre todo con qué.
Menos mal que no la llegué a hacer y la congelé. La compró hace más de un mes porque Pepe iba a venir a celebrar su cumpleaños con ella, pero llamó desde el taller para decir que le había surgido algo. Mentira.
Elena.
Eso es lo que le surgió a mi hijo, piensa la Hortensia, que sigue haciendo con él lo que quiere. Se quedó con el coche y con la niña y al calzonazos de mi hijo solo le falta mover la colita cuando ella silba. Y él, que podría venirse aquí, va y alquila una habitación en un piso para tenerla más cerca. Igual de cabezón que su padre.
Se prepara otro café con leche, el tercero de la mañana. Sabe que no le va bien para la tensión, aunque sea descafeinado, pero quiere llenar el estómago para no picar nada hasta la hora de la comida. Se toma las pastillas del colesterol, pero no las rojas que le mandó el médico para la depresión. Le gusta sacarlas del blíster, sentir el crujido metálico del envoltorio y el peso mínimo de la píldora antes de colocarla en el cenicero de Cinzano. Ya ha formado un montoncito.
Antes le hacían más ilusión las llamadas de su hijo porque sabía que Laurita vendría con él. Echa mucho de menos a su nieta.
Arde el café. La manecilla del microondas se atasca y siempre calienta más de lo debido, pero no se decide a comprar uno nuevo. Y mira que son baratos, pero quiere ahorrar porque cuando la operen de la rodilla ya no podrá limpiar en casa de la señora y con la pensión no le llega, es que no le llega. Las cosas no deberían haber salido así, pero su marido se empeñó en dejar el taller, que estaba harto de trabajar para otro, que verás como un bar aquí funciona bien, que no hay ninguno. Allí se quedaron los ahorros, el piso de mis padres y hasta la pensión, por no cotizar como Dios manda.
Salmodia entre sorbos de café.
Cuando me lo termine empiezo a rebozar la merluza. Ya debería haberlo hecho, pero no me fío de que este venga. Bueno, da igual que venga o no, total, ya no la puedo volver a congelar. Y con el precio que tiene.
Da el último trago. Se levanta con algo de dificultad, siente que dentro de la rodilla tiene una hebra de lana a punto de romperse y suspira. Se mueve despacio en la cocina minúscula, tan lenta como la señora, pero es que la señora tiene veinte años más, y veinte cuentas corrientes más, y todos los días intenta recordarse que no hay razón para tenerle ese asco.
No hace tanto que Laurita le ayudaba a batir el huevo y a pasar el pescado por la harina. Entonces no le habían recetado aún las pastillas rojas que amontona en los ceniceros. La cría se divertía y si se manchaba algo no pasaba nada, ella se lo consentía todo. Ni a ella ni a Pepe les gusta mucho la merluza, pero al prepararla se hace la ilusión de que la cría va a entrar por la puerta con su hijo. Es su única nieta y todos dicen que es clavada a su otra abuela, la delgada, la que habla tocándose las perlas del cuello y queda todas las tardes a merendar con sus amigas en una confitería del centro. Hace años que no la ve. Le cansa solo imaginarla.
Le cansa todo, en realidad. Cuando se despierta permanece un rato en la cama, previendo los movimientos que, en un rato, su cerebro le ordenará ejecutar a algunas partes de su cuerpo. Aún no sabe si éstas le obedecerán, si el codo se doblará para apartar la colcha de hilo y la sábana, si el pie izquierdo se desplazará hacia el borde del colchón, ni siquiera si los ojos conseguirán enfocar las manecillas fluorescentes del despertador. Ayer era sábado, se levantó cerca de las seis de la tarde y ni se santiguó al pasar junto al crucifijo.
El año pasado fue el de la comunión y a ella no la invitaron. El Loren había violado a la hija de los vecinos nuevos. Salió hasta en el telediario porque su padre mató al Loren, que ya se lo hizo a otra niña hace años porque es un enfermo. Era un enfermo. Da igual, fue la excusa perfecta para que su nuera le prohibiera al calzonazos de Pepe volver a llevar a Laurita por allí.
Se cae un poco de harina al suelo, la suficiente para dibujar un relámpago en el suelo amarronado. Mira el polvo, pero no lo limpia. Ya lo hará todo al final, para no tener que agacharse más de lo necesario. Le dijeron que la llamarían de la Seguridad Social pero ya han pasado más de seis meses. Ya ni puede limpiar bien en la casa de la señora, que si no la echa y le sigue pagando las cuatro perras que le da es porque conoce a su consuegra, de toda la vida, que ya es casualidad. Cómo le gusta eso a su consuegra, toda perlas y arrugas estiradas. Ay, qué gusto debe darle imaginársela fregando la casa de su amiga la del médico.
Porque Hortensia nunca fue la del médico, ni la del abogado o el farmacéutico, en esa ciudad pequeña donde todos se conocen. Solo llegó a ser la de Braulio el mecánico, al que nadie llegó a llamar Braulio el del bar porque al año y medio lo tuvo que cerrar. Al principio aún vino algún compañero y dos o tres clientes, pero luego ni eso. No era simpático Braulio, pero sus amigas le decían que era guapo, todo un hombre. Al poco de cerrar el bar murió de un cáncer fulminante de páncreas. Ya hace unos años de eso, qué rápido pasa el tiempo, pero ella aún sigue bajándose las mangas de la rebeca, en un gesto reflejo, para que nadie le pregunte por los moratones en los brazos.
Son las dos menos cuarto. Pepe, si viene, llegará a y media. Estoy un poco mareada, voy a freírla ya. El aceite humea, ya está a punto, desliza con cuidado el filete para que no salpique y cuando lleva unos segundos cocinándose se da cuenta de que ha olvidado pasarlo por el huevo. Hortensia aprieta el mango de la espumadera hasta clavárselo en la mano y hacerse daño. Se queda mirando la merluza fijamente, el tiempo suficiente para recordar toda su vida, pero es que eso puede ser mucho tiempo.
El pescado se quema. Una lágrima explota en la harina.
***
—Recoge tú a Laurita.
Ni un por favor, ni un ¿qué te parece si…? La voz de su exmujer escapa de sus labios rectos con la misma indiferencia que el humo del cigarrillo. Costillas marcadas bajo un pecho casi inexistente; el cuerpo más ligero que las sábanas arrugadas; el insulto siempre presente, mixtura perfecta con el olor a sudor y orgasmo. Pepe sabe que es inútil protestar porque se acabará haciendo lo que ella diga. Las discusiones le agotan.
La conoció como se conoce a todo el mundo en una ciudad tan pequeña. La primera mirada fue como el pecado original, las primeras palabras el big bang, una atracción casi dolorosa que, casi dos años después de separarse, los mantiene así, incapaces de firmar el divorcio.
Laurita durmió anoche en casa de una amiga y comerá con ella. La lluvia roza las «cortinas de cristal» con que cerraron el gran balcón que da al parque. Él no quería, le gustaba sentarse por la noche, fumar y beber sintiendo el aliento de los grandes olmos mecidos por el viento, pero eso daba igual. Detalles que nunca han contado porque el piso era de ella.
De los padres de ella.
Cuando se conocieron todos decían lo mismo, maldita capital levantada sobre murmullos, que cómo iban ese, sin oficio ni beneficio, y la hija del presidente de la diputación, la que se había sacado notarías y ya había conseguido la plaza aquí, bueno, que eso ya sabes tú cómo se la habrán dado.
Es una lluvia fría, como la de ayer y anteayer.
Ha quedado con su madre para ir a comer pero no sabe si irá. Ni qué excusa le pondrá esta vez, si es que se la pone. Ella aún cree que no le lleva a Laurita por lo que le hizo el Loren a la chiquilla aquella. ¿De qué se extrañan? Todos los vecinos y los compañeros del instituto sabían que tarde o temprano iba a hacer alguna trastada, que siempre iba mirando a las más pequeñas y enseñando por ahí las bragas que robaba en las azoteas. Puto retrasado.
No, no es por el Loren, ni por lo que su ex le diga o le deje de decir. Pepe aborrece a su madre, las quejas de la Hortensia, que si hoy me duele la rodilla, que si mañana la cadera, que mira que ya no aguanto más y cualquier día hago una barbaridad. A su padre lo aburrió. No bebía nunca, pero una tarde estaba solo, en la cocina, terminando una botella de coñac barato. Tenía la piel roja, la cara mal afeitada, y su respiración era muy pesada. Recuerda eso como si hubiera pasado hace solo un rato: su pecho, ancho y musculoso, subiendo y bajando como si sus mecanismos interiores estuvieran mal engrasados. Comenzó a contárselo todo sin girarse siquiera, sin elevar la voz, como hablaba siempre.
Elena alarga el brazo y apaga la colilla. Es un brazo largo, como toda ella, que tiene las piernas más elegantes de la ciudad. Antes bromeaban con el tamaño de sus pechos, casi inexistentes, sus pezones apenas dos granos pintados en el costillar. Pepe las podía elegir antes de conocerla. A ellas siempre les ha atraído su aire taciturno, la violencia apenas contenida de su mirada. Él también es alto, fuerte pero no atlético, pero ahora la piel solo le hierve cuando roza la de Elena. Son agua y cal viva. La observa andando hacia el cuarto de baño, pasos tan largos como sus noches en el cuarto que alquiló al pakistaní del supermercado.
—Hoy no puedo, recógela tú.
—¿Que no puedes? ¿Es que has quedado para jugar al golf? —se burla ella sentada en el váter.
Nunca le dirá que tiene que ir a comer con su madre, a ese piso sucio donde desde hace un tiempo te encuentras montoncitos de pastillas rojas por todas partes. ¿A quién quieres engañar, mamá, si sé que nunca lo harás? Eres demasiado egoísta para tomártelas y dejarme en paz de una vez. Papá también lo sabía, los cuadros de su camisa basta parecían de plomo cada vez que respiraba y sus hombros, anchos como montañas, ocupaban la mitad de la cocina. Él nunca tuvo camisas buenas, siempre lo más barato para trabajar en el taller; yo sí tengo alguna, pero porque me las compraba mi mujer, la notaria, para acudir a las estúpidas fiestas de sus amigos. Ninguno de los dos tuvo suerte al casarse, lo supo aquella tarde viéndole acabar la botella de coñac.
Elena tira de la cadena, se lava, sale desnuda y altiva. Cuántas veces ha rezado Pepe a un dios en el que no cree para que le cure de ella. Líbrame de estos vacíos en el pecho siempre que la miro. Ni siquiera sabe si la quiere porque el amor no puede ser aceptar la burla, el desprecio, los chantajes por Laurita. Porque sabe, cuánto le duele saberlo, que su ex le importa más que su hija y cada vez que lo piensa cae en lo más hondo de ese pozo donde solo los esclavos saben respirar.
***
Andrés siempre ha pensado que tiene las manos cuadradas. Nunca las ha escondido, eso ni mucho menos le produce vergüenza, pero cuando junta los dedos ve que tienen prácticamente la misma longitud, y el mismo grosor, y llega a esa conclusión, como podría llegar a cualquier otra, ahora que casi todo le da igual. Manos resecas, más de cincuenta años en la obra, con las uñas amarilleadas y duras como el casco de un caballo.
Le gusta sentarse, solo, en el pequeño balcón. Como vive en el tercero de la escalera central, observa las casas de los vecinos como lo haría el presidente de una corrida de toros. Un Seat viejo pasa petardeando y se oyen las risas tontas de cuatro adolescentes que se han parado a hablar justo enfrente. Empiezan a salir otra vez a la calle, porque cuando pasó lo del Loren pareció que todas las niñas del barrio habían desaparecido.
Un vecino muy imbécil ha dicho hace un rato que deberían habérselo advertido a los padres, pero le miraba a él al decirlo, y todos se han girado y le han clavado sus ojos perrunos, exigiéndole que confesara ya, cabrón, que lo soltara de una vez. Pero él se ha callado, un día más, que desde ese mismo sitio, vio al Loren meterse en el portal corriendo detrás de la niña. Y que supo lo que iba a pasar.
Echa un poco para atrás la silla de plástico porque llovizna y no quiere mojarse. Le apetece fumar, pero se aguanta, lo está dejando. No lo entiende, siempre pensaba que cuando llegara a esa edad ya todo se asentaría, la cabeza le daría descanso, le diría aquello de confórmate, que ya está todo hecho. Pero no, su conciencia es como ese viento caliente que se arremolina en el patio y que solo sopla para removerle los remordimientos. El veneno de su vida.
La misa ha terminado en la 2. Su suegra ni se inmuta, le daría igual que empezara ahora o que España hubiera ganado el festival de Eurovisión. Sigue mirando al vacío, como ha hecho los últimos quince años.
—Ayúdame Andrés.
Hace como que no ha oído a su mujer, que no tarda en asomarse. Cuando ella aparece, sea en el balcón, en el dormitorio o en la plaza mayor, el espacio y el aire parecen consumirse.
—¿No me oyes?
Sigue sin contestar. Echa una última mirada al patio, suspira y se levanta escuchando el crujir de todos sus huesos. Cada vez le cuesta más llevar a su suegra hasta el aseo.
Hoy no ha salido a andar con los vecinos. Se conocen desde que se apuntaron a la cooperativa de viviendas, vidas paralelas y olvidables. A él le animó a comprar la casa Braulio, su amigo el mecánico, tú un tercero, yo el segundo, justo enfrente, ¿lo ves? Decídete, va, que Hortensia y yo firmamos esta tarde.
Un trueno sordo y muy lejano, parece sonar escondido en el barrio de los gitanos. Sirve para que cesen la lluvia y sus recuerdos. Se acerca a la barandilla, tres listones metálicos varias veces repintados. En ese patio hablan de todo, pero él nunca contará que vio al Loren y que podía haberle gritado, o haber bajado corriendo, pero que lo único que hizo fue sentarse y fumarse un ducados.
Braulio no era así. Callaba, pero actuaba, desde esos silencios tan sólidos como su espalda. Había que temerle, pero eso solo lo sabían unos pocos. Por ahí ve llegar a su hijo, entrando al patio. Las chavalas que antes reían ahora se callan, le miran y vuelven a reírse. Lleva las manos metidas en los bolsillos y el cuello de la cazadora levantado. Si su padre se hacía respetar cuando callaba, él lo hace cuando mira. Cuando aquello pasó, aquello con la Hortensia, tuvo más miedo de él que de su padre, y se lo sigue teniendo.
También había sido un día lluvioso. Su mujer se había llevado a su madre a casa de la hermana, la que vive en la playa. Todos los años se iban una semana y él se quedaba de rodríguez. La Hortensia se paró a hablar con él en el patio, como hacían antes, cuando los matrimonios quedaban para ir a comer al pantano, antes de que el tiempo desliera su amistad como hace con todo, casi sin quererlo. Se tropezaron en el soportal y ella tenía los ojos muy enrojecidos. ¿Qué te pasa, Hortensia? Ella tampoco hablaba mucho, pero bastaron los cardenales en los brazos para que él entendiera, y para que se le removiera aquello que tenía en el pecho tantos años parado, y para que la invitara a subir a su casa, ahora que su mujer no estaba.
Vuelve a llover, han hecho bien en no salir a andar. Los vecinos le hacen caso, al menos en eso. Siempre acierta porque le duele la mandíbula cuando se acerca la borrasca. Y hoy le dolía, el hueso mal soldado después de que Braulio, de un solo golpe, se lo partiera por la mitad. No le hizo falta decir nada más. Se lo acaricia con sus manos bastas y cuadradas, mientras mira a Pepe, que cuando llega al portal de su casa amaga con meter la llave, se gira y vuelve por donde había venido.
Sopla el viento. Trae fresco y humedad, y Andrés se siente más solo que nunca. Piensa en Hortensia, en el hijo que hoy no comerá con ella, y en el barrendero, otro día en la cárcel. El viento ya no secará su uniforme en el balcón.
Contactar con el autor: rmartinbenedicto[at]yahoo(dot)es
Ilustración relato: Fotografía por Pedro Martínez ©
Revista Almiar – n.º 126 / enero-febrero de 2023 – MARGEN CERO™
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