relato por
Patricia Linn

 

C

onocí a Danilo cuando tenía once años. Él tenía trece. Yo iba con mi hermano a la casa de mi prima, en ómnibus, un domingo de invierno. No era usual que viajáramos solos, y tampoco íbamos muy seguido a lo de mi prima, por lo que ese día, independientemente del encuentro con Danilo, era de por sí especial, casi una aventura. Quizás por eso lo grabé tan bien. O quizás Danilo realmente me impactó desde ese momento, aunque el sentimiento de enamorarme surgió mucho después.

El ómnibus era uno de aquellos Leyland viejos con una plataforma atrás, con el recinto del conductor separado del de los pasajeros. Me veo sentada en un banco del lado izquierdo, casi al fondo, el tercero contando desde atrás, del lado del pasillo, pero aun así, mirando la playa por la ventana. El recorrido era casi todo por la rambla. Desvío la vista un momento y miro a mi hermano que se ha encontrado con un grupo de compañeros de clase, creo que eran tres. Yo era muy aniñada y tímida, por lo que no me resultaba fácil relacionarme, menos aún con muchachos mayores que yo. Casi no me atrevía ni a mirarlos. Pero los miré, y recuerdo que hablaban muy entretenidos parados al final del pasillo (al frente, con respecto al ómnibus). Recuerdo a Danilo algo vagamente. Más bien recuerdo una figura, un muchacho inquieto, que hablaba y se movía tal como ahora sé que lo hacía Danilo. Ellos ni me miran, no les intereso… hasta mi hermano parece que se olvidó de que viajaba conmigo. Pero no me preocupo, estoy acostumbrada a ir sola por la vida, en silencio, y sigo mirando por la ventana.

De repente hay alguien a mi lado diciéndome que me debo bajar. Es Danilo. Me alarmo porque estaba distraída y no tengo tiempo para entender, me levanto y Danilo se sienta en mi lugar.

No recuerdo si él dijo algo acerca de mi asiento, o si lo hicieron sus compañeros, o cómo fue. Sé que me bajé del ómnibus creyendo que Danilo se acercó a mí, que se ofreció a avisarme que era hora de bajar, porque quería mi asiento.

El día continúa en lo de mi prima y creo no haber pensado más en el episodio del ómnibus.

Hasta el otro día, el lunes, cuando mi hermano vuelve a casa diciendo que Danilo había declarado frente a varios compañeros: «¡Qué linda es tu hermana!». Y que ese comentario en público le había costado la paz. Había sido objeto de un sinnúmero de bromas, cachadas, etc.

Mi hermano parecía orgulloso de haber sido el centro, el causante pasivo, de todo el barullo que se había armado en su clase. En casa lo contó a todos, probablemente a mamá antes que a mí. Por supuesto que yo también fui objeto de bromas y eso, ser el centro de atención por un rato, también a mí me gustó.

Danilo se tomó en serio el enamoramiento y quiso que mi hermano nos presentara. Así que, al otro fin de semana, o al otro, Danilo nuevamente me despertó de mis sueños. Mi madre tenía que llevar a mi hermano al club porque sus compañeros de clase tenían que jugar un partido de rugby contra no sé quién. Y de paso nos llevaba a todos, o a mí, a tomar aire y sol, a pasar la tarde fuera de casa.

El partido ya había terminado, había otros —quizás mayores— jugando, y yo caminaba distraída en mis ensoñaciones desde las canchas hacia la sede del club, donde estaban los vestuarios, la cantina y oficinas. De pronto veo a mi hermano venir caminando con Danilo en sentido contrario al mío. Lo usual era que pasaran a mi lado sin saludar siquiera, pero me sorprenden poniéndose en mi camino. Se detienen, me detengo, y mi hermano me dice que quiere presentarme a su amigo. Once y trece años, y nos damos la mano. «Hola», «Hola», y creo que no dijimos más. Yo, creyendo que era todo, sigo mi camino indiferente, o comportándome como indiferente. Es que el hecho de que se hubieran detenido, me hubieran saludado, ya era mucho para mí. No se me podía ocurrir quedarme con ellos a conversar. Pero no pude haber sido indiferente a esa presentación si la recuerdo tan bien. Recuerdo el momento antes del encuentro, el lugar de la cancha por donde caminaba cuando los vi venir, cuando se detuvieron, y la semialegría con que seguí caminando.

Danilo siguió insistiendo, y fue probablemente el jueves siguiente que me habló por teléfono. Eso fue también motivo de ruido en mi casa, de ser el centro de atención. Un muchacho, un varón, me llamaba por teléfono. Eso me gustaba. Y pienso a veces que a Danilo también. Que no fue un error el de él, de comentarle a mi hermano que yo le había gustado en presencia de los más buscapleitos de su clase. Él quería público. Creo que le interesaba ese papel, el de enamorado, más que lo que podía interesarle yo.

Me llamó y me invitó a ir ese domingo al club «a verle jugar al rugby». Con el tiempo, al recordar esa invitación me he sonreído pensando en el significado, ¿por qué invitarme a verle jugar un partido? ¿Acaso era tan buen jugador? ¿Acaso creía que yo lo disfrutaría? Luego, suponiendo, sintiendo, que esta secuencia de preguntas no me traía la respuesta me pregunté si sería una costumbre, si él sabría de esa costumbre, si fue aconsejado…

Fui, pero como siempre con mi madre. Lo gracioso, algo absurdo, o quizás torpe, fue que, al finalizar el partido, cuando podríamos haber conversado un poco, yo no me despegué de mi madre y él no se atrevió a acercarse. Así que acudí a la cita, pero actué como si no hubiera habido tal cita.

Recuerdo algo del partido. Nunca aprendí las reglas del juego, así que miraba los partidos como si observara una bandada de pájaros, o un hormiguero, se repetían comportamientos (algunos interesantes como el scrum). Yo busqué a Danilo, lo miré algo, pero no significaba nada para mí, no me interesaba mucho. Aun así, recuerdo demasiado claramente cómo, luego de finalizar el partido, ya cambiado, conversaba con mi hermano a unos quince metros de donde yo estaba parada, cerca de la puerta de entrada a la cantina, donde se reunía mucha gente. Hablaban de mí, eso era obvio, por su conversación cómplice, por sus miradas furtivas.

Pero nada ocurrió, yo seguía prendida a las faldas de mi madre. Esto es un decir «las faldas de mi madre», pero si deseo ser fiel a mi sentir creo que no cabe mejor expresión. Recuerdo la presencia de mi madre como la de una mujer joven, y como la de una persona bastante más alta que yo, sus polleras eran parte importante en mi campo visual.

Que haya grabado todo esto tan claramente me hace dudar de mi poco interés. Creo que por lo menos tenía curiosidad en lo que estaba ocurriendo, aunque quizás no en Danilo. Y digo «quizás» porque unos años después mi amor por Danilo fue tan grande que me resulta difícil decir que él no me interesaba.

Pero recordando mis sensaciones creo que es más exacto describir mi interés en función de que algo estaba ocurriendo en lo cual yo era el centro, y no como algo que por sí mismo despertaba mi interés.

Vuelvo a ese momento en que lo veo conversando con mi hermano, siento la presencia de mi madre, y veo que yo estaba bien, no deseaba nada, no me sentía retenida por mi madre ni atraída por Danilo. Yo simplemente observaba y esperaba pasivamente. Danilo y mi hermano, hablando de mí, extendían mi mundo. Eso era lo maravilloso, lo extraño, lo nuevo.

Danilo me volvió a llamar. Eso lo recuerdo vagamente. No sé qué hablamos ni si intentó otra cita. Creo que yo tenía algo ese fin de semana y no concretamos nada.

Y después nada más. Danilo no volvió a intentar acercarse, no volvió a intentar conquistarme.

Hoy, ahora, me pregunto si se habrá sentido dolido u ofendido por mi actitud indiferente. Me lo pregunto ahora, porque antes yo no era consciente de que posiblemente esa aparente indiferencia podría interpretarse como un rechazo, ni siquiera que actuaba con indiferencia. ¡Es que no lo era! Pero sí un muy lento despertar.

Extraño es el amor que en un momento es despertar, salir de adentro, y luego se vuelve sueño, repliegue, encierro en uno mismo.

Fue el fin de sus intentos de conquistarme, dije, es cierto, pero no el fin de su amor. O por lo menos no para sus compañeros de clase que lo torturaban empujándolo a saludar a mi madre cuando ella iba por el colegio por cualquier asunto, o a mí.

Recuerdo cuán honrosa fue una de esas ocasiones en que se acercó a saludarme, a darme la mano, incitado por sus compañeros, mi primo a la cabeza. Fue en el cine, un día que se había organizado una función a beneficio de su colegio un día de semana, creo que a las seis de la tarde. Como el cine estaba a unas cuadras de mi casa, mi hermano invitó a sus compañeros a ir a casa después de clase para merendar y luego de allí ir caminando hasta el cine. Cuando mis compañeras de clase se enteraron quisieron que se las incluyera en la invitación, muchas de ellas gustaban de alguno de los compañeros de mi hermano y qué oportunidad mejor podían tener para estar cerca. Así que fueron invitadas. En realidad, lo lograron gracias a mi prima con quién tenían más amistad. Pero iban a «mi» casa y yo me sentía importante (aunque no entendía bien tanto alboroto).

En casa no pasó nada, las chicas corrían de aquí para allá (para afuera, para adentro, de la cocina al dormitorio), querían verlos… pero también tenían vergüenza. Y los muchachos… como si no estuviéramos.

En el cine mis «amigas» me aislaron. Encontraron una fila de asientos libres y se sentaron, pero yo no cabía. Me senté en la fila de atrás, junto al pasillo, sola. Recuerdo sentirme aislada, pero sobre todo por no participar, por no comprender lo que les pasaba. Se paraban, miraban, buscaban, se reían, contenían la risa, me vio, no me vio…

Y de golpe, silencio. Por el pasillo a nuestras espaldas se acercaban algunos de los muchachos que las tenían tan entretenidas. Traían a Danilo a empujones. Yo vi, todavía lo puedo ver, cómo lo estaban presionando, cómo lo cercaban para que no retrocediera, hasta que mi primo se adelantó y me llamó:

—Cris —dijo—,  Danilo quiere saludarte.

Entonces Danilo hizo que lo dejaran en paz y se acercó como si realmente hubiera sido suya la idea de saludarme. Me tendió su mano, yo le di la mía, sonreímos. Y nada más. Eso fue todo. Los muchachos también sonrieron, se dieron por satisfechos y se fueron triunfantes.

Recuerdo a Danilo vestido de camisa blanca y pantalones cortos, todavía no había pasado a usar los largos como la mayoría de sus compañeros. Esto lo calificaba de niño. Para mis compañeras resultaba incomprensible que existiera un romance entre ese niño y yo, la niña tímida y callada que no demostraba interés por el otro sexo. Pero lo aceptaron. No recuerdo qué dijeron en aquella oportunidad, creo que no mucho, más bien callaron. Pero fue justamente ese silencio, el que se acabaran las risitas, lo que me hizo salir del aislamiento. Algo que me había ocurrido les afectaba. Yo estaba de golpe participando en el juego.

Al rato llegó alguien, alguna otra chica de mi clase que tampoco encontró lugar con todo el grupo, así que se sentó a mi lado. Comenzó la película y pude disfrutarla.

Estaba feliz.

 


 

Patricia Linn. Autora uruguaya. Trabajó como periodista científica. Publicó notas en el suplemento cultural del diario El País, de Uruguay. Esas y otras notas pueden encontrarse en: https://periodismoxcientifico.wordpress.com/ Después produjo una revista de periodismo científico, Uruguay Ciencia (www.uruguay-ciencia.com), desde marzo de 2007 hasta diciembre de 2015. Hace años que escribe narrativa, durante 2022 la revista digital mensual El Narratorio ha publicado un cuento suyo al mes.

✉️​​ Contactar con la autora: linn.patricia [at] gmail.com

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Ilustración: Fotografía (detalle) por Ivan Erl Elymar Cayaban [en Pixabay, dominio público]

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 124 · septiembre-octubre de 2022

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