relato por
Sergio Borao Llop

 

Y

o era un buen tío. Lo que coloquialmente se entiende por un buen tío. Siempre ayudaba a mis amigos. Hacía buenas obras… Ya sabe: Dar limosna, indicaciones a desconocidos para encontrar tal o cual sitio, consejo a quien lo necesitase. Nunca volví la espalda a nadie. Nunca me faltó una sonrisa o una palabra de aliento. Igualmente fui generoso en el esfuerzo. No es por jactarme, pero fui el mejor en lo mío. En mi oficio, quiero decir. Hubo un tiempo en que no dejaba de recibir ofertas para cambiar de empresa. Acepté unas y rechacé otras, siempre en busca de algo mejor, en el más amplio de los sentidos. Pero ocurrió como tantas veces: Llegó el cambio de siglo y mi oficio empezó a desvanecerse. Hoy apenas quedan unas pocas empresas del gremio, en las que, como es natural, importan mucho más los resultados económicos que la calidad del trabajo en sí. Por eso un día amanecí desempleado y pobre. Y, para peor, viejo. Otros venden su cuerpo o venden su alma. Quizá ni siquiera aprecian la diferencia entre una cosa u otra. Pero yo no sirvo para eso. De haber servido, otro hubiera sido sin duda mi destino. Oportunidades no me faltaron. Pero hace falta un talante especial para mirarse en el espejo la mañana siguiente y no arrojarse de cabeza contra el propio reflejo. Sé que usted me comprende. Y sabe que solo por eso  le estoy apuntando con esta pistola, instándole a que me dé su dinero y objetos de valor. No hay nada personal en ello. Son negocios, como suele decirse.

Me cuenta todo esto mientras me mira con unos ojos que no delatan a un criminal, sino, más bien, a una persona atrapada en un pantano o encerrada en una prisión de barrotes invisibles. Así que le doy cuanto me pide (no todo lo que llevo, sino más o menos la mitad, siguiendo sus instrucciones: Un poco de dinero y un reloj de escaso valor) y el tipo me agradece, guarda la pistola, dice que ha sido un placer tratar conmigo, que no me mueva de ahí hasta que él haya desaparecido por la esquina de la plaza.

Miro en la dirección que señala. De allí viene un eco sordo: el estrépito lejano de un tren a poca velocidad, tal vez entrando en la estación, sonido que irremediablemente me recuerda Bailando en la oscuridad, la estremecedora película de Lars Von Trier.

Todavía estoy atontado por el sobresalto de verle aparecer frente a mí con el arma en la mano. Quizá por eso me pregunto qué tren, qué estación. No recuerdo que haya una cercana. Él sigue hablando, con la misma calma. Me aconseja no denunciarle. No por posibles represalias suyas, que desde ese momento se compromete a que no las haya en cualquier caso, sino por la conocida inefectividad de la policía. «Perderá usted una mañana entera poniendo la denuncia y no recuperará nada de esto. Y no se le ocurra preguntar por la causa de tanta espera. Si lo hiciera, lo mismo termina usted investigado o algo peor», me dice. Luego se disculpa, hace un gesto que podría significar cualquier cosa y se aleja hacia la estatua medio oculta entre la bruma.

Al principio me sentí enfadado. No mucho, pero lo bastante como para haberle dado un buen mamporro al tipo si no hubiese sido por el contundente detalle de la pistola. Pero mientras lo veía alejarse, me invadió una especie de nostalgia inexplicable y pensé que tal vez, en el fondo, ambos éramos la misma luz descuartizada por el tiempo y las circunstancias. Pensé que, en un país como este, repleto de desempleados y azotado por la injusticia social y la corrupción del poder, casi era una suerte haber topado con este individuo y no con otro más violento, o peor: Una multinacional dispuesta a extraerme hasta la última gota de sangre para venderla en el mercado y después arrojar mi cadáver a las alcantarillas de la miseria.

Comencé a frecuentar el parque todos los días, me habitué al ruido de los trenes —había una estación, después de todo—, me convertí en una presencia habitual, como tantas otras irreconocibles al otro lado de la niebla, acaso esperando repetir el encuentro, tener la oportunidad de explicar con detalle —y ser escuchado— las circunstancias de mi propia deriva, de la resaca que me va llevando, lentamente, hacia lo tenebroso.

 

Sergio Borao Llop. Narrador y poeta. Nacido en Mallén (Zaragoza, España) en 1960. Miembro de Poetas del Mundo, del directorio REMES, del movimiento internacional Los Puños de la Paloma y del Club de Cronopios. Colaborador habitual o esporádico en varias revistas y boletines electrónicos (Inventiva social, IslaNegra, Gaceta Virtual, Con voz propia…). Presente en diversas web de contenido literario (Letralia, EOM, Almiar Margen Cero, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes…) así como en algunos programas radiofónicos. Fue finalista en los certámenes de poesía y relatos Ciudad de Zaragoza (1990) y durante un tiempo administró el blog Al_Andar, homenaje a las voces clásicas y muestra de algunas de las voces de hoy. Obra publicada: El alba sin espejos (relatos) (Literatúrame, 2013). La mano en la palabra (selección y prólogo) (MediaIsla, 2015). Desde las profundidades (prólogo) (Black Diamond Ed., 2013).

🖥️ Web: Desiertos que habité, oasis que entreví: https://sergioborao2011.blogspot.com/

Ilustración relato: Fotografía (detalle) por Soby / Pexels (dominio público)

👀 Otros relatos y obras de este autor (en Almiar): Amanecer desnudo y muerto entre los muertosDestiemposUna conversación

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 125 · noviembre-diciembre de 2022

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