relato por
Marcelo Arancibia Febres

 

C

ada vez moría otro poco. Sus huesos, dibujados bajo su terroso pellejo —antigua miel y chocolate—, el andar cansino, la abismal tristeza que emergía desde su mirada color oro viejo, recordaba durante el día la ausencia de su amo. De noche, sus lastimeros aullidos inquietaban al vecindario. Sin avisar se había ido de su vida, de sus saltos y cabriolas; de su amor incondicional. Ya no escuchaba su voz llamándole.

Un domingo, después del almuerzo, quizás con una mezcla de pena y alegría, acompañó a la familia a visitarle a su última morada en el cementerio de Playa Ancha. El penetrante olor a rosas, claveles y alhelíes, la gente silenciosa y algunos niños jugando, se mezclaban con su dolor canino, que parecía no entender por qué su amo insistía en estar allí, bajo tierra. Y escarbaba, olía, gemía y lloraba, dando vueltas sin parar y mirando a todos, como pidiendo una explicación.

Cuando el día comenzaba a enmudecer entre las ramas de los cipreses, y la gente regresaba al mundo de los vivos, permaneció solo, echado, en actitud vigilante frente a la tumba. Añorando tal vez su voz, sus caricias, sus juegos junto al mar en compañía del único hijo que aún no caminaba.

Noche ya, de regreso a casa, se echó en el patio y no se movió por seis días. Pareció una decisión tomada, sin vuelta. Era el fin de su angustiada existencia.

A media mañana del séptimo día, con un tímido sol primaveral en lo alto, mientras permanecía echado con los ojos cerrados, ya casi sin fuerzas para abrirlos, escuchó una aguda vocecita que articulaba:

—¡Guau, guau…!

Con gran esfuerzo abrió sus ojos, queriendo reconocer aquella voz. Allí, enfrente de él y a cierta distancia un pequeño daba sus primeros torpes pasos en la vida. Y caminaba errático y rápido y como trotando y casi cayéndose hacia los lados y dudaba y avanzaba otro poco y sus bracitos abiertos le ayudaban a mantenerse en pie:

—¡Guau, guau…!

Y sin aviso le cayó encima. Blandamente. Con sus manitas se agarró de sus largas y lánguidas orejas, acercó sus alegres y grandes ojos a la tristeza de él, mientras una burbujeante risotada llenando de vida el jardín le animaba a levantarse:

—¡Guau, guau…!

Y tembloroso lo decidió. Con esfuerzo se levantó, agitó su cola y acarició con su lengua aquella carita regordeta, rosada y suave.

Había reconocido la voz del nuevo amo.

 


 

MARCELO ARANCIBIA FEBRES es Técnico en construcción. Cuenta con algunas publicaciones en su país y un trabajo incluido en una Antología de Cuentos, por editorial Pez de Plata, en España.

 

Leer otros textos de este autor (en Almiar):
La bitácora del coronel | El Tilcuate | Armonías del silencio

Contactar con el autor: marancibiaf345  [at] yahoo.com

Ilustración relato: Fotografía por LUM3N / Pixabay [public domain].

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Revista Almiar · n.º 100 · septiembre-octubre de 2018 · MARGEN CERO™

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