relato por
Edgar A. Rivera

 

L

a pelota voló en curva y entró por una de las ventanas del segundo piso. Apenas dio el puntapié, al pobre niño le comenzaron a llover insultos y abucheos. La ventanita por la que el esférico se coló limpiamente no medía más de un metro y hacía tiempo que le habían quebrado los vidrios. Si alguna vez Miguel se hubiera propuesto hacer un tiro como ése, jamás lo habría logrado; intentaba meter el balón en la portería delimitada por dos piedras en la calle y no en la casa abandonada. La proeza era de una vergüenza enorme.

—¡Ves por el balón Mantecas, rapidito! ¿Qué te quedas ahí parado? —lo presionaban sus compañeros de juego—. ¡Muévete, gordo!, el balón no se va a traer solo.

Miguel se acercó a la casa y permaneció unos instantes entre dos columnas de concreto que marcaban el límite entre la banqueta y aquel recinto. Era una casona tipo americana, de madera y techo alto de tejas que había quedado abandonada, al cuidado único del tiempo durante años. Había sido la casa más hermosa del vecindario, con paredes rojas brillantes, un bello ante jardín de rosas y tulipanes, y un pórtico alto con columnas blancas donde todas las mañanas el aire se empapaba del canto de periquitos que revoloteaban dentro de sus jaulas. Eso fue años, antes de que Miguel naciera. Al día de hoy, las paredes apenas lucían un rosa muy pálido y eran poco a poco consumidas por el verde de enredaderas que crecían desde uno de los costados. Pocas de sus ventanas mantenían algún resto de vidrio empolvado. Era el tipo de casa de las que se inventan historias. Se decía que por las noches se escuchaban gritos y llantos provenientes de sus habitaciones, que era hogar de brujas horribles que se transfiguraban en lechuzas y salían volando de entre el tejado maltrecho; que había muerto un niño, que la habitaba la llorona, muchos cuentos.

Los padres prohibían a sus hijos entrar a esa casa. No les gustaba que jugaran cerca de ella, porque una casa abandonada suele atraer malos huéspedes. El papá de Miguel no hablaba mucho con su hijo y nunca le había explicado estas cosas, aun así, el chico sabía que no debía entrar.

Dudó y estuvo a punto de regresarse, pensó en lo mucho que le había rogado a su papá para que le comprara ese balón. Solo por eso los otros niños de la cuadra lo habían dejado jugar, ahora lo miraban y presionaban desde la calle. Gritaban los muchos apodos que le irritaban: dale Mantecas, apúrate Gorda, muévete Porky, te estás tardando. No podría aguantar que ahora le llamaran cobarde, no lo iba a permitir.

Atravesó la hierba que le llegaba por encima de los hombros y se le metía en los oídos. Llegó al pórtico, subió los cuatro escalones y se agachó para no golpear su frente con una parte del techo caído, sostenido apenas por la única columna que no había cedido a la gravedad. La puerta estaba entreabierta. Era muy pesada y le costó abrirla lo suficiente. Dio un paso dentro de la casa y agitó las manos bruscamente frente a su rostro tratando de quitarse las telarañas de la cara. Recordó, que, jugando con sus muñecos en el patio trasero de su casa, encontró uno de sus suéteres, tirado entre cajas, fierros y plásticos que acumulaba su papá. La prenda debió permanecer ahí durante meses y ni siquiera recordaba haberla perdido. Cuando la levantó estaba tiesa en la parte de arriba y mojada en la parte de abajo, cubierta de hongos y caca de pájaro, el olor lo había hecho arrojarlo lejos. Así apestaba la casa.

Observó las escaleras a su izquierda, metros adelante, y sin pensarlo dos veces se dirigió a ellas. La luz de la tarde filtraba entre las ventanas y agujeros en las paredes roídas; era muy poca para iluminar el área, y no tardó en tropezar y golpear de cara al suelo. El cachete le ardió por el duro golpe y ahí tirado, sintió una pequeña corriente de aire que soplaba desde abajo. La casa tenía un sótano. Miró entre las comisuras y agujeros de las tablas, bajo sus manos había vacío negro que le pareció infinito. El miedo se apoderó de él y se levantó veloz. La rodilla le dolía un poco por el golpe, pero apresuró el paso y subió las escaleras, sosteniéndose fuerte del barandal y cuidando de pisar bien cada rechinante escalón.

En el segundo piso se sintió un poco más tranquilo, la luz del sol se colaba por las ventanas, paredes y tejado. La ventana por donde entró el balón estaba justo detrás de él. Caminó por un estrecho pasillo que conectaba tres habitaciones, todas sin puertas, abrigadas por el calor de la tarde. Supuso que su pelota debió rodar dentro de alguna. Se asomó en la primera. Encontró la pequeña base de una cama de metal oxidado, colgadas de las paredes (no supo decir si fueron verdes o azules), fotografías en las que podía distinguirse algunas siluetas. El techo tenía una gran abertura por donde caían las enredaderas. Observó bien cada rincón, su balón no estaba ahí.

Estaba a punto de entrar en la segunda recámara cuando escuchó un ruido en la habitación al final del pasillo. Tac, tac, tac. Algo golpeaba contra la madera. Tac, tac tac. Miguel permaneció inmóvil, tratando de borrar las muchas ideas que aparecían en su cabeza sobre lo que podría ser el ruido, y tratando de encontrar valor para ir a averiguarlo. Tac, tac, tac. El ruido se hizo más fuerte. Vio cruzar el umbral de la tercera habitación su pelota, rebotando una y otra vez. Tac, tac, tac, se hacía el eco cada vez que el balón bajaba. Tac, tac, tac. El balón botó otras tres veces frente a él, en el mismo sitio, antes de avanzar nuevamente hacia donde él se encontraba paralizado.

Quiso gritar, pero no salió nada de su boca. En un choque de adrenalina giró sobre sí mismo e intentó correr hacia las escaleras; pero era torpe y no prestó atención al lugar donde pisaba. Una vez más, tropezó y cayó. Esta vez le pareció que se golpeó contra el suelo al menos dos veces. Cuando se levantó, ya era de noche. Se sentía confundido, pero no le dolía nada.

—Pensé que no te ibas a levantar.

Vio a un niño, más o menos de su edad, de ojos verdes y tristes, con uno de aquellos peinados de hongo con el que las mamás torturan a sus hijos; vestía con un overol y era bastante barrigón, como él.

—Es mi balón. Entré aquí buscándolo.

—No pensaba robártelo. Solo quería verlo —le entregó el balón—. Tus amigos ya se fueron.

—No son mis amigos.

—Yo tampoco tengo muchos amigos. De hecho, no creo que tenga uno.

Miguel sintió la tristeza en su voz. Le arrojó el balón y el otro niño lo atrapó.

—Si quieres podemos jugar un rato.

—Me gustaría.

El chico le regresó el balón arrojándolo por encima de su cabeza y Miguel apenas si lo atrapó. Se alejó un poco en aquel oscuro sótano y se lo regresó con fuerza.

—Soy Miguel, por cierto.

—Me llamo Rubén.

Ahí permanecieron los dos jugando durante horas, días, años. Nunca más se separaron.

 


 

EDGAR A. RIVERA. (H. Matamoros, Tamps, 1989). Licenciado en Educación, recién descubrió los talleres literarios. Vive en las afueras de su ciudad natal con su esposa y sus dos hijos. Asiste al Taller Literario del Instituto Regional de Bellas Artes de Matamoros.

Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 107 · noviembre-diciembre de 2019

 

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