relato por
Marcelo Arancibia Febres

 

L

a balacera se sentía a cuadras de distancia; vehículos policiales pasaban veloces aullando sus sirenas, pidiendo paso libre en plena avenida Pedro Montt. Atolladeros aquí y allá; vehículos por doquier, gente corriendo, otros tirados en la calzada, perros ladrando. En fin, un verdadero pandemónium.

Y allí estaba: José Francisco del Carmen Espinoza Espinoza, alias El Tilcuate. Tirado en la calzada, boca arriba, cara y pecho ensangrentados, ojos semiabiertos sin ver el cielo azul de aquel verano caluroso al mediodía de Valparaíso. Tres impactos de bala habían acabado —¡por fin!— con su reinado del terror en la ciudad. Sus compañeros de fechorías habían logrado romper, momentáneamente, el cerco policial y ya la radio y la televisión anunciaban la muerte de quien había sido el jefe del grupo de asaltantes más sanguinario de los últimos tiempos. Su alias, El Tilcuate, se asociaba con su maniático gusto por entonar rancheras mientras asaltaba bancos, joyerías, residencias y lo que fuera.

Pero allí estaba. Tirado, inmóvil, mientras un charco rojo negruzco, como su alma, empezaba a hacerse más y más grande por debajo de su cuerpo. Un par de policías se ocuparon en cubrirlo con unos diarios, dejando al descubierto sólo los pies del delincuente, a uno de los cuales le faltaba un zapato, dejando ver un sucio calcetín marrón. Luego de concluida la balacera, la gente de prensa, radio y televisión y los infaltables curiosos se arremolinaban intentando acercarse a El Tilcuate, mientras carabineros los alejaba en espera de la llegada del fiscal a cargo para proceder a levantar el cuerpo y trasladarlo a la morgue.

¡Qué cresta pasa! ¿Donde estoy?… Pero qué hago aquí tirado y con tanto frío que tengo… ¡Noo!… Ya me acuerdo, estos pacos maricones me pegaron los tunazos y…, pero no puedo moverme y estoy tapado con diarios…, eso significa que estoy muerto…, pero por la chucha, yo no estoy n’a muerto…, estoy vivo…, pero no puedo moverme…, ni mis pies ni mis manos se mueven, solamente puedo mover mis ojos…!

Unas cuantas moscas se posaron rápidamente en el rostro cubierto de sangre de El Tilcuate. Comenzaron su trabajo minuciosamente, chupando la sangre con su trompa mientras sus peludas patas recorrían pómulos, boca, nariz, frente y ojos. El criminal intentaba inútilmente soplar para alejar a las moscas pero no podía mover ni un músculo de su cuerpo. Una bala incrustada en su espalda lo tenía paralizado. Sólo sus ojos se abrían y cerraban con fuerza. Veía las moscas recorrer su rostro ensangrentado, incluso meterse en una de sus fosas nasales provocándole gran rechazo pero, nada. No podía mover nada. Nunca había visto una mosca tan de cerca. ¡Pero qué fea era! Parecía un pequeño monstruo con ojos enormes, alas transparentes y esa trompa maldita que no dejaba de succionar, parada en su nariz, que chupaba y chupaba aquella vida que se le escapaba por sus heridas y esas horribles patas que parecían hacerle tanta cosquilla al desplazarse sobre su cara…

¡Pero, por la chucha, cómo estos pacos hueones no se dan cuenta que estoy vivo…, que me estoy muriendo de a poco, desangrándome aquí en la calle, mierda…, necesito moverme, necesito moverme…!

De pronto un chorro de algo cálido y fuerte olor se desliza por su mejilla, espantando a las moscas. Gira sus ojos y logra entrever por debajo de los diarios un perro que, con la pata levantada marca terreno orinando sobre su cara para enseguida darse vuelta y proceder a oler su orina, pero que, al encontrarse con los ojos desmesurados de El Tilcuate que se cierran y abren con inusitada fuerza, empieza a ladrar y al mismo tiempo, una voz ronca que exclama ¡Sale perro e’mierda! Un golpe de puntapié y un aullido de dolor.

El Tilcuate mira desesperado esas botas negras, castigadoras, que se mueven a su alrededor; las moscas regresando sobre su cara, la sangre que sigue escurriendo lentamente de sus heridas y que, inexorablemente, lo llevan a una muerte segura, a menos que alguien se dé cuenta de que no está muerto. Pero cómo lograr llamar la atención si no puede mover ni un músculo, aparte de sus ojos:

¡Mierda… estoy tiritando y siento que me voy a desmayar…, ahora sí que me estoy muriendo de verdad…, si hubiera algo de viento que levantara los diarios de mi cara…, podrían ver mis ojos…, pero no corre ni una brisa en esta puta ciudad…, perrito, perrito…, te siento ladrar…, ven, ven a lamerme la cara, a lo mejor se corren los diarios…, ven perrito, por favorcito…, ven…!

Uno de los pacos mantiene alejado a los curiosos y, al mismo tiempo, vigila al perro que ladra junto a un pequeño de ojos vivaces, al parecer, su dueño. En un descuido, el perro se acerca nuevamente al cuerpo tirado, a ladrarle. El pequeño para evitar que el perro vuelva a ser golpeado, rápidamente corre, se agacha y toma al perro por el cuello pero también ve, por debajo de los diarios, un par de ojos desesperado que se cierran y se abren. Espantado grita:

—¡Papá, papá, está vivo…!

Un hombre de mediana edad, burla el cerco policial, agarra a su hijo junto al perro y se aleja del cuerpo tirado volviendo a su lugar de observación. El niño insiste:

—¡Papá, El Tilcuate movió los ojos…!

El hombre de mediana edad, cruza una mirada de interrogación con los carabineros y uno de ellos exclama, al tiempo que da un fuerte puntapié al cuerpo tirado:

—¡Este hueón criminal hace rato que está muerto y bien muerto! ¿Ven?

¡Cómo que muerto, paco culiao…! Me estoy muriendo hueón…, Diosito ayúdame…, no me quiero morir… No quiero dejar sola a la negra ni a mi negrito…, ellos me necesitan…, Diosito, Diosito, ayúdame por favorcito… San Expedito… Ayúdenme…, prometo no volver a delinquir… No importa que quede inválido…, pero diosito perdóname la vida…!

El Tilcuate llora y grita en silenciosa desesperación; pide a Dios ayuda y pasan por su mente, como ramalazos, trozos de su vida delictual, donde era el más duro entre los canallas criminales y donde su bitácora anotaba robos, muertes y una que otra violación, quizá preparándolo para su viaje al más allá.

Ya agónico por la pérdida de sangre, recuerda aquellos lejanos días de su niñez marcada por un constante pasar de una Casa de Menores a otra, donde la enseñanza principal era sobrevivir a sus pares y a los mayores del internado. Allí conoció el sexo de manera muy desviada convirtiéndose en violado y violador, robador y robado. Donde el neoprén y la pasta base eran el alimento principal. Más atrás, mucho más atrás en el tiempo tiene un vago recuerdo de su madre. Una mujer joven que pasaba todo el día entre drogada y borracha. De su padre, nunca tuvo idea.

—¡Papá —insiste el niño—, El Tilcuate está vivo…, yo lo vi mover los ojos, Papá!

Los carabineros miran entre displicentes y malhumorados al pequeño, mientras el hombre de mediana edad intenta hacer callar a su hijo. En ese momento el perro se suelta y se dirige otra vez, ladrando hacia el cuerpo tirado en la calzada.

 

¡Eso es perrito, eso es…, ven, ven…, méame perrito, p’a que los diarios se corran y vean mis ojos…, que estoy vivo…, que no estoy na muerto…, ven, perrito ven!

Se produce una trifulca entre la gente que observa, murmura y presiona. El niño que grita, los pacos que gritan más fuerte y el perro que ladra a ese desesperado par de ojos agónicos que ya casi no se abren.

En ese momento aparece un radiopatrulla del que se baja un oficial que pregunta, también a gritos, a sus subordinados por ese escándalo. Ellos le explican que el niño insiste en que El Tilcuate está vivo, que mueve los ojos. El oficial pregunta:

—¿Y mueve los ojos?

Los policías se miran, miran al oficial y levantan los hombros en un gesto de «no tengo idea».

—¡Y qué esperan, hueones p´a mirarle los ojos! —ladra el teniente—. ¿No saben acaso que si está vivo, sabremos quiénes son sus compinches?

Ambos policías se abalanzan sobre los diarios que cubren la cara del muerto, los retiran a manotazos y miran fijamente y muy de cerca, conteniendo gestos de asco por la sangre y el olor a meado de perro, miran los ojos cerrados del cuerpo tieso y ensangrentado, Lo mueven de los hombros y, en ese momento El Tilcuate abre lentamente un ojo luego el otro y empieza a pestañear frenético, sabiendo que en esos minutos sí se le va la vida.

Llamadas urgentes por radio acercan una ambulancia en pocos minutos al lugar de los hechos. Los paramédicos actúan rápido e instalan el cuerpo casi sin vida dentro del carro, procediendo a intentar su reanimación.

Luego de la conmoción producida, del retiro de las fuerzas policiales, y de la rápida disolución de los mirones que se alejan comentando especialmente el actuar del perro, de aquella historia sólo queda en el lugar una gran mancha rojo oscuro en el pavimento, un pronunciado olor a meado de perro y muchas moscas que se niegan a perder ese banquete.

En fin. La vida continúa.

¡Ayyyy!, gracias Diosito, gracias San Expedito, gracias perrito…, creo que me salvaré…, pero tengo tanto , tanto frío, y estos gallos con la cara que me miran…, ya casi no puedo tener abierto los ojos…, veo puras nubes… ¿Será el cielo ?… Negrita, mi negrito…, pronto estaré con…

 


 

Marcelo Arancibia Febres es Técnico en construcción. Cuenta con algunas publicaciones en su país y un trabajo incluido en una Antología de Cuentos, por editorial Pez de Plata, en España.

 Contactar con el autor: marancibiaf345 [at] yahoo.com

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 📸 Ilustración: Fotografía por diegoparra / Pixabay [public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) – n.º 97 – marzo-abril de 2018

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