relato por
Jonathan Caicedo Girón

 

Hay en el mundo eventos
sublimes y hermosos
que se presentan de tanto en tanto.
Ni siquiera el lenguaje con sus
ambivalencias poéticas
es capaz de representarlos

 

-¿

Y si le caemos por la tarde?

—Yo creo que es mejor por la mañana.

—Se nos vuela el pisco. ¿No cree?

—Sí, el patrón fue claro.

—¿Cómo hijueputas le cobramos al viejo?

—Papi, usted sabe.

—Sí, yo sé.

—Le montamos la espantosa. Usted sabe que no lo podemos amenazar con que le matamos a los familiares, porque el viejo está más solo que una rata pobre.

—¿Y si lo amenazamos con que le vamos a incinerar todos esos libros que vende?

—¡Uy! ¡Yo creo que con eso sí nos paga! Yo, que no soy ni mierda de estudiado, por ahí guardo la Rebelión de las Ratas que nos hizo leer la cucha Virginia en quinto. ¿Recuerda ese libro?

—¿Cómo cree que me voy a olvidar de Rudecindo y del Diablo? Entre otras cosas, Mariena estaba más rica.

—¡Sin duda! Entonces, volviendo a lo que le comento, le decimos vea, viejo perro, nosotros no somos como los otros maricones, nosotros sí le vamos dando es candela.

—Mi perro, no sé, me parece como muy bravo. ¿No? Si no me equivoco el viejo está más llevado que su cucho. ¿Qué tal le dé un infarto y se nos muera el anciano? Y después, ni plata, ni mierda.

—Oiga, socio, a eso sí no le había echado cacumen. ¿Sabe qué? No le lleguemos tan brusco al anciano.

—Sí, mi pez. Lleguémosle más bien suave. Hacemos como que le preguntamos por un par de libros y saz, le cantamos la tabla.

—Listo.

Carlos y Mario se montaron en la motocicleta 650 que les había asignado el patrón y cogieron toda la Avenida Caracas, para buscar la Calle 63, diagonal a Lourdes. Sabían que en un centro comercial desbarajustado tenía la tienda de libros el viejo Abraham, su próxima víctima. Tenían mucha experiencia en eso de cobrar gota a gota el dinero que el patrón prestaba a la gente de los estratos bajos.

Eran la mano derecha del negocio. Todo lo que cobraban era pagado. Sus rostros afilados les hacían parecer dos roedores. Tenían cicatrices ganadas en el barrio a punta de puño y de navaja. En efecto, un rasgo genuino de los dos sujetos era el valor que le otorgaban a la amistad. Compartían todo: la pieza, las menudencias, los Levis, los buzos de cuello redondo con los estampados del Demonio de Tasmania y las vascas con bordados de la NBA.

—Llegamos, mani.

—Sí, Carlitos.

—¿Ponemos la cara los dos, mi perro?

—Mi perro, pero usted con esa cara tan fea espanta a las nenas. Se me parece al Chupacabras.

—¡Hahaha!, no pues tan chistoso el cabeza de Chupi Plum este. Deje la güevonada más bien y ande, marico.

—Camine, pez.

La presencia de los dos sujetos al interior del centro comercial, era inquietante. Los vendedores ecuatorianos, con sus abrigos de lana, los cuellos de hilo, los guantes, los pasamontañas y las pashminas, miraban de soslayo cómo recorrían los pasillos del centro comercial La Misericordia.

—¿Qué buscan mis reyes? —les dijo una chica tetona que vendía zapatos apaches de segunda.

—Una mujer como usted —dijo Mario.

—¡Uy no, gas! Ni loca. Siga su camino, caballero —respondió furiosa la vendedora.

—Cuidado, reina. Ah, pero si uno fuera Manolo Cardona, ahí sí.

—¡Adiós! —dijo la tetona—. Sigan su camino.

Mario y Carlos intentaban ubicar el local de su víctima.

—Acá dice: Caseta 101, Fahrenheit 451 Libros.

—Esto sí que está enredado. Todos los puestos son iguales.

—¿Por qué no echamos tintico acá? —sugirió Mario a su secuaz cara de rata.

—De one.

—¿Qué vale un tintazo, Doña?

—Trescientos pesos —contestó una señora con una sombra de bozo y un lunar nauseabundo sembrado en su mejilla.

—Dos —dijo secamente el hombre que pensaba en la vellosidad de la repugnante vendedora.

—Allí está el tarro del azúcar —dijo ella, frunciendo el entrecejo.

Pagaron la suma de seiscientos pesos. De paso, aprovecharon para preguntarle a la Doña sobre la ubicación de la caseta de los libros. Debían ser discretos, no dar papaya, por si les tocaba arreglar las cuentas con el viejo. Su trabajo no les permitía ponerse en evidencia. Tendrían que ser cuidadosos; entendían que la vida del negocio se definía por los detalles, ni un cabo suelto, ser magistrales con el encargo. Conocían el temperamento del patrón. Sabían que no se andaba con maricadas. Un tiro y pal río al que me salga con las patas torcidas, les había dicho en otra oportunidad a manera de sentencia.

Hasta el momento, habían contado con la suerte de recuperar toda la plata prestada al 20%. Se había acrecentado su malévola fama de los Chepines. Conocían la calle y sus vicios. Se podría decir, también, que conocían todas las mañas habidas y por haber, o sea, eran unos perrazos.

La caseta se encontraba cerrada. Los gotas volvieron a casa. Prometieron regresar dentro de unos días.

Al otro día, el buche lateral del 3100 vibraba y escupía luces multicolores en una mañana pálida, bogotana.

—Aló —dijo Mario—. ¿Quién es a estas horas?

—Ricardo Laverde, papi. Su patrón.

—Perdone usted, Don Ricardo.

—No se preocupe, pinza. Lo llamo porque necesito saber cómo me les fue con la pinta que les encargué.

—Patrón, le comento que dura la vaina. El man no abrió el chuzo.

—Me importa un culo, ustedes me recuperan esos ochenta mil pesos, más los intereses de mora a toda costa. Si tienen que dejarlo con los dientes pelados a ese cucho marico, entonces lo hacen. A mí nadie me ve la cara. ¿Me entendió, Mario?

—Sí señor.

—¿Tiene algo para decir?

—…

—Así me gusta. Yo a ustedes los llevo en la buena. Pero no sé por qué presiento que este camellito les va a quedar grande. Ojo se les tuercen las paticas, porque yo se las enderezo.

—No se preocupe, patrón, que todo bien.

—Yo veré…

—Aló, aló, aló. Este hijueputa me colgó —dijo Mario entre los dientes.

A las tres de la tarde del mismo día, se reúnen las gotas para planear su estratagema.

—Hoy le toca a usted la gasolina, señor Carlos, no se me haga.

—Qué va, si le toca a usted, Mario.

—¿Entonces nos va a tocar arreglar esto como los hombres?

—Papi, como quiera.

—Listo, bájese de la moto.

Un silencio rompía la tarde del polvoriento barrio. Los hombres chocaron sus miradas. El combustible había sido el detonante de la hecatombe que los vecinos iban a presenciar. Uno de los maleantes soltó su discurso de victoria:

—Uno, dos, tres: Piedra, papel o tijera.

—Saque al mismo tiempo la mano, rata asquerosa —increpó Mario a su antagonista.

Piedra, papel o tijera.

Carlos no lo podía creer. Era la primera vez que ganaba un play off. El popular Chim Pum Papas había traído consigo un hálito dulce de la suerte. Una frase se incrustó en su pensamiento: Si le gané a Mario eso es una señal del Sagrado Rostro. El cucho nos va a pagar las ochenta lucas. —Nos fuimos, papi. Échele ahí en la Esso buena gasolina a la consentida y arrancamos.

El perdedor afirmó moviendo la cara.

Como en un Déjà vu se repitió la escena: dos maleantes se dirigían a saldar una deuda con el destino. Esta vez no le fallaremos a Don Ricardo, se habían dicho. No tomarían tinto a donde la bigotona, no había tiempo para nimiedades de la cafeína.

—Caseta 100, mi pez —dijo Carlos.

—Qué bueno eso, mi perro —contestó ávido Mario.

Se detuvieron al costado del negocio. Al lado derecho, una caseta de rejas rojas prometía a través de letreros escuetos: Traer de vuelta al amado. Lectura de la mano y el número de la suerte. Al costado izquierdo había un almacén de zapatos colegiales.

—¿Se acuerda que con esos zapatos echábamos micro?

—Sí, qué nostalgia tan hijueputa.

—Yo le pegaba como Roberto Carlos en Play uno. ¿Se acuerda?

—¡Hahaha! ¡Qué va si usted era más marrano! Nos tocaba darle duro cuando se dejaba hacer un caño en cuca patada.

—Bueno, deje de hablar mierda, Mario, pata es lo que nos va a dar el jefe si no le llevamos esas monedas.

—Sí.

—¿Entramos?

—Echemos pa´ dentro.

Los sujetos, conmovidos por las reminiscencias de cuando eran los magos del balón en la escuela, entraron a la librería.

—¿Qué se les ofrece mis muchachos?

«Vea, viejo perro, se nos ofrece que nos pague esa hijueputa plata ya mismo», iba a decir Carlos, pero no lo dijo. Se había conmovido con la presencia del pobre esqueleto.

—¿Qué libro buscan, mis muchachones?

La Rebelión de las Ratas —dijo Mario—. También se había conmovido.

—Les tengo la edición de las llamas. Un ejemplar firmado por el mismo Soto Aparicio.

—¿Cuánto? —prorrumpieron al unísono.

—Cinco mil pesitos, no más, mis muchachones. Pero antes escuchen el siguiente fragmento: Buscaban el olvido, un bálsamo, así fuera momentáneo, para sus angustias; la alegría artificial de la borrachera en medio de la tristeza real de sus vidas rotas.

La frase le tocó el corazón a los maleantes que no tuvieron otra opción que juntar el dinero y comprar el libro.

Don Abraham los despidió con la mano de un lado para el otro,

—Vuelvan pronto, amiguitos.

—Adiós, vecino.

Cuando iban en la Autopista Sur, específicamente por el Perdomo, se dieron cuenta de que no habían cobrado la plata, ni un solo peso.

—Nosotros sí somos muchos pendejos, ¿no? —dijo Carlos.

—Para qué le digo que no, así es.

—¿Qué hacemos ahora?

—No lo sé. Creo que me iré a leer un rato.

—¿Qué? ¿Está loco?

—No. Solo que quiero acordarme del pasado, de cuando éramos pelaos y no teníamos deudas ni esta vida tan brava. Mejor dicho, si llama el patrón le dice que el chuzo estaba cerrado.

—Bueno. Yo le digo, pero no olvide que mañana sí nos toca cobrarle la plata al cucho.

—Sí. Cuente con eso, mi pez.

—Nos vemos ahora en la pieza.

Los hombres estrecharon el pulgar de manera horizontal de arriba para abajo. Al otro día, jugaron su habitual piedra, papel o tijera. Esta vez, Mario perdió.

—¿Qué los trae de vuelta por acá, mis jóvenes?

—Nada, veci. Por acá a comentarle que leí toda la novelita ayer —pura mierda, pensó Carlos. De hecho, quedó estupefacto cuando vio cómo su secuaz le hacía un resumen completito del libro al viejo librero.

—Marica, vea, otra vez con un poco de libros —le dijo Carlos a Mario.

—Sí, llave. ¡Qué maricas somos!

—Lo peor de todo es que no llevamos ni un solo peso al patrón.

—El man se nos va a emputar.

—Sí, el hombre es de un genio bravo.

—Móntese en esa mierda y camine a leer.

La literatura y su inusual manera de modelar las conductas humanas. Los dos gotas se enternecían con el lenguaje. El viejo Abraham cada vez que llegaban decididos a golpearlo les ofrecía un par de buenos libros. Quizá cada persona tenga un destino marcado. La cotidianidad es la máscara del tiempo. La literatura se había vuelto la línea de fuga para dos maleantes que, hasta después de un tiempo, comenzaron a leer poesía. Y sí, desde un barrio marginal empezaron a declamar y a memorizar los versos de Ezra Pound. ¿Cómo las mentes más valiosas y frágiles de la humanidad pueden atravesar las balas, las lagunas, el fango, e incrustarse en las casas de ladrillos pobres para apaciguar la sed de dos espíritus hambrientos?

—¡Tienen hasta mañana para conseguirme la plata par de cafres! —les dijo Don Ricardo—. El cuero del viejo o la plata, pero acá me aparece uno de los dos, ¿me escucharon?

—Sí señor patrón —asintieron los lectores/maleantes.

—Chao de acá. Tres y no los veo y ya voy en dos. Zape de acá par de roscositos. Dizque leyendo poesía, sabrá Dios si hasta maricones no serán.

No se despidieron. El trayecto en la moto fue intranquilo. Un tono de incertidumbre les permeaba el alma. ¿Cómo le cobrarían al viejo? ¿Qué estratagema usar para llevar a buen término la empresa? Solo había una salida y debían trabajar en ella.

—Buenas tardes, Sensei —dijo Carlos con los ojos como de vidrios rotos.

—Buenas tardes, Carlitos. ¿esta vez por qué libros vienen, muchachos?

—No, maestro. Esta vez es distinto. Es que sumercé le debe ochenta mil a Don Ricardo, entonces, él nos mandó de paso a que se lo cobráramos.

—¡Ahhh!, sí, mijo —contestó con parsimonia el anciano—. Pase mañana a eso de las tres y con gusto le entrego la platica.

Rompieron en risas. Sabían, perfectamente, que habían ganado a un amigo legítimo y que habían de paso recuperado el dineral del patrón. Se despidieron esta vez de abrazo, como si fuera la última vez que se vieran o como si el viejo les hubiese contado que tomaría el primer avión para un viaje de urgencia.

—Nos vemos mañana —dijo Mario, con un librito en la mano que había tomado sin permiso, pero que sabía a la perfección podría llevarlo, pues el viejo se había convertido en su secuaz.

Al día siguiente, después de un buen corrientazo, los jóvenes fueron por el dinero al centro comercial. Si bien Don Ricardo no los había molestado más, no podrían ser flexibles. No querían flotar en el Río Bogotá. Esta vez no hubo la batalla habitual por quién le echaba gasolina a la moto. Dividieron la cuenta. El viaje fue silencioso. Un aire profético a funeral penetraba sus narices. Estaban nerviosos. Era como si fueran a cobrar sus últimos trabajos. Pero nada pasó. Entraron. Nadie les ofreció apaches, ni chompas, ni sacos, nada.

Observaron el inquietante anuncio: Libros Fahrenheit 451.

—Buenas —dijo Carlos.

—Buenas tardes —repitió Mario.

Nadie contestó. Los libros estaban quietos, amarillos, no decían nada. Ni siquiera sus alas de papel se levantaban con las leves corrientes de aire que penetraban el lugar.

—Pille, perro, que esto lo veo como grave. Don Abraham no deja la librería sola.

—Sí, mi pez —contestó Carlos con la voz titilante.

Una nube roja escaló por los zapatos de los gotas.

—¡Jueputa, mataron al viejo! — gritó Mario.

—Tiene la cara rota a tiros —dijo Carlos, entre los dientes.

No lo recogieron. El anciano estaba como una nevera. Los maleantes tenían su corazón hecho pedazos. Vuelto mierda. Luego del levantamiento que se tomó toda la tarde, regresaron a casa. Antes de salir de la librería hallaron un papelito ensangrentado. Tenía una inscripción: Por mala paga. Con nosotros no se juega. Firmaba: R.L.

 


 

Jonathan Caicedo Girón

Jonathan Caicedo Girón. Bogotá (1989). Es un narrador y poeta suachuno. Licenciado en Humanidades y Lengua Castellana. Magíster en Estudios Literarios. Autor del poemario Mediaciones de la locura (2020) y coautor del libro de cuentos Los días sucios (2021). Ha publicado diversos poemas y relatos en revistas latinoamericanas y nacionales. Ha sido jurado en distintas oportunidades del Concurso Nacional de cuento y concursos literarios locales. Invitado al primer Congreso Nacional de creadores literarios en San Luis Potosí, México, (2018). Autor del poemario (inédito) Más allá de las palabras. Ganador del concurso de poesía: Somos palabra (2019) organizado por la Universidad Santo Tomás. Docente de la universidad Santo Tomás CAU Facatativá y coordinador académico de la Licenciatura en Humanidades y Lengua Castellana de UNIMINUTO. Investigador académico en el ámbito de la literatura y de la pedagogía. Miembro de REDLEES.

Contactar con el autor:
jcaice15 [at] uniminuto.edu.co
▫ facebook.com/jotto.caisedorff

👁‍🗨 Leer otros relatos de este autor (en Almiar):
Más allá de la acera · Parecía demasiado feliz

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Carlos Andrés Ruiz Palacio en Pixabay [public domain]

biblioteca relato Dos gotas de literatura

Más relatos…


Revista Almiarn.º 116 • mayo-junio de 2021MARGEN CERO

Lecturas de esta página: 2.036

Siguiente publicación
Carlos lo llamó «Boquerón» y era justo que él le…