relato por
Alicia Trujillo

 

P

ara Ernesto Lavarejo pocas cosas hay más placenteras que el camino silencioso de su casa al trabajo un lunes de madrugada.

Desde muy joven aprendió que en el núcleo de la soledad es donde el hombre cultiva las vivencias más exquisitas. Claro que, en algún momento (por desgracia), necesitas del otro. En su caso, terminó por aceptarlo después de estar horas y horas trabajando sobre el mismo boceto sin poder llevarlo a término. Ya no le servía retener la imagen de una mujer que pasara frente a su puesto de trabajo, y confiar en que su memoria captara la sutileza de algo tan complejo como su cuello. (Permítame explicarle, lector: nuestro protagonista tiene una importante fijación por retratar el cuello de las mujeres. No me pregunten ustedes por qué. Extrañezas peores escapan a las conjeturas de personas razonables como nosotros).

La cuestión es que, al chocar con dicha limitación, tuvo que reflexionar. ¿De qué manera puedo estar lo más cerca de ellas sin que reparen en mi presencia, y, además, tomarme el tiempo que necesito para retratarlas?

Qué hay de las amistades, qué hay de las amantes, dirán ustedes. Ninguna de las dos posibilidades interesó alguna vez a Ernesto Lavarejo. Motivo además por el que se estresó sobremanera. Durante una semana estuvo bloqueado. Por primera vez en varios años no disfrutó del paseo de un lunes al trabajo.

Llegó a la caseta de vigilancia a las cinco cuarenta de la madrugada. Preparó el café de la máquina, encendió los monitores, y se sentó en su silla rodante con la mirada perdida mientras sorbía pequeñas cantidades de la taza. No se inmutó por el chirrido que hacían las ruedas de la silla ni por la presencia de las personas que, al despertarse el día, pasaban frente a él para acceder a la sede del ministerio de Ciencia e Innovación. Ya podía haber una pasarela de mujeres con el cuello al descubierto, que no le sacaban de su letargo.

Fueron transcurriendo los minutos de aquel funesto día y él continuó ensimismado, detrás del cristal que lo separaba físicamente del entorno. Ni siquiera salió una vez a estirar las piernas. Se hundió hacía atrás, y dio un prolongado suspiro.

El problema seguía sin resolver. Faltaban cinco minutos para que terminara su jornada cuando vio acercase al compañero que haría el próximo turno, y este hecho le desanimó más, no se sentía con la paciencia para escuchar las trivialidades de ese hombre. ¿Por qué se empeña en contarme su vida? Apenas le dirijo la palabra. Qué extrañas son las personas.

Lo cierto es que Ernesto no recordaba una sola vez que le hubiera preguntado algo. Sin embargo, Ramiro, estaba tan desesperado por interactuar con alguien que no reparaba en ese tipo de señales. Él se conformaba con vomitar toda sarta de nimiedades (eso sí, engrandeciéndolas en su discurso) para al final dar una honda calada al cigarro que nunca soltaba, y exhalar con el alivio de quien libera las palabras que tanto le pesan. A él eso le bastaba, no necesitaba intercambiar ideas, opiniones. Y por supuesto, ese día no sería diferente: nada más entrar impregnó el pequeño cubículo con el habitual olor a tabaco y empezaron a brotar toscos sonidos de su boca. Sin embargo, esta vez Ernesto notó algo distinto, una nueva variable: un perfume de mujer.

En los once años que llevaban conociéndose, apenas había mencionado algo semejante. Ramiro no se caracterizaba por el éxito en ese terreno… Poco antes de interrumpir su monólogo para anunciar que se iba a casa, tuvo una idea. ¡Cómo no lo había pensado antes! La solución a su bloqueo era de fácil solución: Prostitutas. Era justo lo que necesitaba, una mujer que, por pagarle, dispusiera de su presencia a conveniencia. Tendría la privacidad necesaria para seguir con sus retratos. Y no solo eso, se daba espacio a la creatividad: el vestuario, la posición del cuerpo, la luz; todo estaría bajo su perfecto control.

En lo que era un gesto de euforia para él, le agradeció a Ramiro por sus palabras que le fueron de tanta ayuda. Este no dijo nada, ya estaba habituado a su rareza.

Al caer la tarde, Ernesto se dedicó a buscar ni más ni menos que el portafolio de dibujo que le regaló su madre. Este contenía un solo retrato: el de ella. La razón por la que no lo utilizó antes era porque no había conseguido la calidad artística necesaria. Pero esta ocasión lo acreditaba. Tenía el presentimiento de que así sería. Se dio una ducha de agua fría, y se peinó con gomina. Él tenía que estar escrupulosamente peinado. No soportaba el desorden, de ningún tipo.

Cuando salió, el sol estaba por ocultarse y el ligero viento de otoño arrastraba las hojas marrones junto con la suciedad del suelo. Ernesto puso especial cuidado en no ensuciar sus zapatos.

Caminó por lo menos dos kilómetros y en su mente comenzaron a nacer una serie de imágenes y ángulos de la futura mujer. De solo pensar en ello, su sistema nervioso se alteró; el corazón le palpitó ligeramente más rápido. Era una excitación distinta a cualquier otro placer mundano. De otra categoría. De hecho, solo una vez logró sentirla de manera plena: cuando era niño.

Desde temprana edad sus dotes artísticas eran más que notables. Dibujaba objetos, edificios, árboles, con una meticulosidad y paciencia nada común en un niño. Su madre reparó en ello, y años más tarde quiso que él la retratara desnuda. Se sentó en su tocador —de espaldas a Ernesto—, recogió su larga melena y giró su cara hacia la derecha para mirarlo de perfil. Quedó fascinado.

El cuerpo femenino le cautivó. Sobre todo, el delgado cuello blanquecino, repleto de pecas; su hombro derecho al descubierto… Conoció la belleza. Y lo cierto es que retratándola podía recrearla. Ya que su madre —de carne y hueso— era una mujer con hondos problemas emocionales, que llegaba a casa despeinada y con la ropa sucia; con un semblante sin brillo y la mirada cansada. Era eso lo que Ernesto rehusaba a calcar en su arte.

Ya de adolescente, se obsesionó con exaltar a la madre de su fantasía; los dibujos de ella reformaban sus ojos (sin las reales ojeras), omitía en el dibujo sus pendientes de bisutería oxidados para en su lugar pintar delicadas perlas color crema; sustituía la palidez extrema por unas mejillas de un sedoso rosado…

No admitiría algo que no se acercara a eso. Ni al sentimiento que le brindaba ver la admiración de su madre por algo que él había hecho. No tenía precio. Gozaban de una complicidad única (de hecho, ella llegó a vender algunos bocetos). Y como nunca estuvo el padre presente, la intimidad de ambos era impenetrable. Hasta que llegó un tercero a sus vidas. A Ernesto no le gustaba recordar esa parte de su historia.

De ahí en adelante, intentaría revivir esas maravillosas sensaciones, pero por más satisfacción que tuviera, no alcanzaba por entero la prístina experiencia del pasado.

Tres kilómetros después, estaba en la calle que las prostitutas frecuentaban. Reparó en un par de ellas, de baja estatura, y cuerpo ancho. No era lo que buscaba. Más adelante, había una mujer alta, rondaría el metro setenta y cinco; delgada. Y lo más importante, pese al jersey que cubría su cuello, distinguió que era fino, y estrecho. Elegante. Sí. Sería ella.

—¿Nos vamos a un lugar más privado, guapo? Si tienes coche igual me apaño bien…

Qué pelo tan espantoso, pensó al verla de cerca. Enredado y disparejo, maquillaje en abundancia. Él lo arreglaría.

Se dirigieron al hostal de pared verde oliva de la siguiente cuadra. A Ernesto le pareció interminable el recorrido de la escalera a la habitación. Aquella mujer pegaba su cuerpo al de él, y trató de cogerle la mano un par de veces.

Al estar dentro le explicó que no quería sexo. Solo retratarla. Ella quedó perpleja. Pensó que era algún tipo de broma si no fuera porque vio cómo empezaba a extraer el material de su maletín y acto seguido, a sacar punta a todos los lápices. Lo hacía con una concentración absoluta, como si ella no estuviera ahí.

—Ya veo que vas enserio. Que sepas que te cobraré lo mismo.

La mujer estaba a punto de desvestirse cuando Ernesto la detuvo. Antes tenía que corregir algunas cosas. Y por suerte estaba preparado, trajo consigo el estuche de maquillaje que conservaba de su madre.

La hizo sentarse frente al único espejo que había en el cuarto y le desmaquilló la cara. Luego sacó el cepillo, pero desistió al instante.

—Por favor, ve a ducharte para lavarte el pelo. Está muy enredado, no puedo trabajar así.

Ella se fue sin decir palabra al baño. Y lo cierto es que le causó curiosidad ese hombre. Aséptico, sobrio, y serio en exceso, sin mostrar un ápice de interés sexual. Era algo que nunca había presenciado en su trabajo. Le resultó incluso divertido.

Cuando salió de la ducha, peinada y con la toalla envuelta, Ernesto estaba ocupado recolocando la distribución de la habitación. Le indicó que se sentara desnuda.

Con cierta timidez se acercó a ella, y con sus largos dedos (y temblorosos, como si estuviera a punto de transgredir algo), se dispuso a acariciar lentamente su cuello; escaneó con la mirada cada milímetro, y ella presenció el ardor que nacía desde el fondo de sus ojos.

Luego miró de cerca su garganta y de inmediato se puso rígido. Había una cicatriz. Lo taparía con maquillaje después, pero primero la retrataría de perfil. Hizo que se recogiera el pelo en un moño alto y que se sentara en la esquina de la cama que reubicó frente a la ventana (por donde se colaba la luz de una farola que enfatizaba la fealdad de su nariz). No era una mujer fea pero sus facciones eran vulgares, le darían más trabajo.

Al principio todo iba bien. Empezó por su rostro, y tardó bastante en perfilar los detalles más laboriosos de sus imperfectos rasgos, pero cuando llegó al cuello, una intranquilidad nada habitual en él comenzó a invadirle, por instantes se deslumbraba con la elegancia que veía ahora en aquella parte de la basta mujer: hasta la distancia que había de este al hombro era la adecuada; acercó su silla lo más posible a ella, y volvió a acariciarlo, espeluznado por lo que tenía enfrente, como sí hubiera anhelado ese contacto por muchos años. Pero de forma repentina, emociones ansiosas surgían y le hacían dudar. Perdía la concentración. Alcanzó tal grado de nerviosismo que su mano izquierda empezó a temblar. Esta situación era nueva para Ernesto. No comprendía qué sucedía, y no entenderlo significaba no poder interpretarlo, es decir, no tener el control. No lo toleraba. Ella sugirió tomar un descanso. Él asintió y, sin más, se recostó en la cama.

Durante la espera, la mujer se distrajo con algunas preguntas: ¿Será que su malestar no es más que vergüenza por no saber lidiar con la atracción sexual?, ¿tendrá pareja y siente culpa?, ¿acaso me desea? Le pareció inverosímil que no sintiera la mínima atracción hacía ella. Es más, lo comprobaría, ¿por qué no? Le miró de reojo, él seguía con los ojos entreabiertos en la misma posición. Estaba tenso. Sintió algo parecido a la ternura… pobre hombre.

Se juntó un poco más a él. Comenzó a acariciarle por debajo de su camiseta por un buen rato. Él se mostró desconcertado y seguía rígido. Ella continúo bajando su mano, y acercó los labios a su oreja. Ahora sí hubo una reacción. Ella aprovechó y sin reparo se montó encima suyo. Ernesto se sobresaltó. ¡Qué significa esto! ¿Qué pretende? Qué está pasando, qué… Sus pensamientos acontecían atropellados, nada le hacía sentido. En medio de la agitación y el desconcierto su consciencia se nubló, la voz de su cabeza pareció diluirse en un torbellino de emociones. Y no pudo luchar contra eso. Lectores, tomen nota: nuestro protagonista actúo sin pensar.

Con fruición y violencia, comenzó a chuparle todo su cuello, también a mordérselo… su anterior rigidez se disipó; exploró por vez primera el sexo de la mujer, la lujuria se le presentó rabiosa, como una criatura acorazada que al fin irrumpe con ímpetu, reclamando su lugar; el deseo y su cuerpo eran uno, hasta que sus labios rozaron la cicatriz, y de golpe, todo se vino abajo. Se había olvidado de eso. Sintió repulsión en el estómago. Otra vez todo tipo de sensaciones ambivalentes, asco y excitación; culpa y placer… Intentó apartarla de él. Necesitaba pensar. Qué estaba haciendo, debería estar retratándola, a eso es a lo que vino. Ella solo reía y le manoseaba por todas partes. No podía pensar ni tener la mente clara con esa furcia que no lo soltaba. Estaba demasiado alterado, su respiración parecía que iba a salir disparada del pecho; no podía volver en sí porque ella, insistente, y tomándose la respuesta de Ernesto como un juego, continuaba provocándole, y no se quitaba. Se sintió invadido. Sí, esa es la palabra. Invadido. Y esa cicatriz… y el cuello, ¿en qué planeta estaba para haber pensado que era elegante? No había comparación alguna con el de su madre. ¡Su madre! No podía conciliar con la imagen de su madre en la situación en la que estaba. Este factor empeoró su temperamento. Era demasiado. Solo quería que esa mujer desapareciera. Percibió una presión en su entrepierna, era la mano de esa extraña; la quitó con desprecio, pero ella sin resignarse volvió a intentarlo. Entonces Ernesto, en un arrebato de ira, la cogió de la garganta con sus dos manos, se puso él encima, y con una fuerza desmesurada, que no sabía que tenía, siguió presionando mientras gritaba fuera de sí qué quieres de mí, qué quieres de mí. Una y otra vez, una y otra vez, hasta que su voz se fue apagando, así como la vida de la desafortunada mujer.

El ruido que emitió un camión de descarga, al otro lado de la ventana, interrumpió el profundo silencio que se produjo en la habitación.

Como si acabara de despertar de un trance, Ernesto Lavarejo, bajó de la cama y nada más ponerse en pie vio su reflejo en el espejo. Por Dios, qué desastre. Su pelo estaba revuelto, su camisa fuera del pantalón y los botones desabrochados. Se echó agua en la cabeza, cogió el cepillo y con parsimonia se lo pasó una vez, dos veces, tres…, once veces. Orden restablecido.

Fue a guardar su material en el maletín. Ya iba a salir por la puerta cuando intuyó que algo se le escapaba. Se dio la vuelta, rebuscó el maquillaje, vertió sobre su mano una porción y lo usó para cubrir la cicatriz en la garganta de la desconocida.

Dio un paso atrás y contempló su figura inerte.

Podría funcionar, pensó.

Volvió a sacar su material de trabajo, y ahora sí, con calma, se puso a ello.

 


 

📩 Contactar con la autora: aliaclo_14[at]hotmail [dot] com

🖌 Ilustración: Dibujo por kellerdoll (Pixabay) – Licencia dominio público

 

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Revista Almiar (Margen Cero) • n.º 118 • septiembre-octubre de 2021 🛠 PmmC

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