relato por
Darío Cisneros Borruel

 

E

ra normal que él se quedara en la orilla de la playa tomando sol (y claro, pensando) por eso no me preocupé al principio, al contrario, se puede decir que me olvidé de papá. A veces creo que lo que ocurrió fue mi culpa, pero supongo que esas cosas pasan, bueno no sé. Yo no debería estar empezando la historia con la playa cuando en realidad todo empezó mucho antes. La primera vez que creí que algo le estaba pasando fue casi dos años atrás, o quizás no tanto. Papá no estaba comiendo bien, tenía insomnio, a cada rato lo veía hurgando en la caja de las pastillas y una tarde cuando nos sentamos en el muro de la presa que tenemos cerca de la casa terminé por descubrir qué era. Era una de las presas más grandes de todo el país y papá y yo solíamos sentarnos durante horas a conversar y pensar un poco. Eso era papá, un tipo muy pensativo.

―Hacía rato que no veníamos —le dije mirando caer el agua hasta lo profundo de la presa como una larga y ancha cortina de agua y humo.

No dijo nada. Yo sabía que algo estaba ocupando su mente más de lo normal en las últimas semanas, por eso insistí, porque cuando papá se concentraba era como si no escuchara más nada, aunque a veces me daba por pensar que él se hacía. Yo creo que él se hacía.

―Papá…

―¿Eh? ¿Qué tú decías?

―Nada, que hacía rato que no veníamos.

―Ah, sí.

Entonces hizo una de las sonrisas más falsas que le había visto hacer, y después de ese día todas las que iban a seguir eran iguales o peor de falsas. Yo lo supe de inmediato porque uno cuando sonríe de verdad, sonríe con los labios y con los ojos, y con toda la cara se puede decir. Pero cuando uno está fingiendo una sonrisa es como si se olvidara del resto de la cara y solo disimulara una posición alegre para los labios. Al menos con papá eso era evidente, papá siempre fue un libro abierto. Uno sabía fácilmente cuando algo le estaba pasando.

―Papá… ¿Qué te pasa?

Yo lo miré fijamente, y en lo que esperaba tuve tiempo de detenerme en cada detalle de su perfil izquierdo, el lóbulo de la oreja ya un poco caído, unas paticas de gallina medio gay que le salían de la nariz, los cinco lunares que tenía en la mejilla izquierda, el pelito para alante por la calvicie. Tuve tiempo de verle, con calma, incluso, el descuido de un churrecito en las orejas. «Ese no es papá», pensé, papá nunca se había descuidado ni el más mínimo sarro en los dientes, o en las orejas o en cualquier parte. No me molesté en volver a hacerle la pregunta porque esta vez sabía que me había escuchado, el seguía mirando cómo se levantaba el humo del fondo de la presa, era realmente relajante aquel lugar. Y cuando papá cerró los ojos, y los volvió a abrir yo sabía que estaba a punto de confesarme algo grande, siempre hacía lo mismo.

―Creo que estoy perdiendo velocidad —me dijo sin siquiera mirarme.

Yo por supuesto sabía que no se refería a su velocidad para caminar, no porque no la estuviera perdiendo, sino porque eso nunca le preocupó. A papá lo que le preocupaba era dejar de calcular tan rápido como antes. Esa era su vida.

Papá fue un hombre muy alabado entre sus compañeros, y ganó algunos concursos de cálculo mental. Era una bestia. Solo tenía que mirar una operación, la que fuera, y era capaz de resolverla en menos de dos segundos. Y además de ser un buen calculista papá era  profesor de Álgebra en la Universidad, y aunque es verdad que se deleitaba impresionando a sus alumnos con su velocidad y retando a los profesores, con todo y eso, mi papá era tremendo matemático, sabía un álgebra encendida. Mi papá hizo aportes a la matemática en teoría de números, un teorema ahí sobre números enteros que yo ni con toda la matemática que sé pude entender nunca, pero los que sabían matemática de verdad decían que papá era un genio. Además creó un método para hallar ciertos límites de funciones en donde aparece el número de Euler. Papá viajó. Papá ganó dinero como nadie. Papá compró cinco casas. Hizo su doctorado en Bélgica. Publicó en no sé ni cuantas revistas de ciencia y matemática pura. Papá se casó con la mujer que amaba. Papá me tuvo a mí y además tuvo a la  hembra, lo que siempre quiso. Papá fue un hombre triunfador y de eso no cabe duda. Por eso, aún no entiendo porqué papá se desapareció aquel día en la playa. Pero bueno no quiero adelantarme mucho, aún falta por contar algunas cosas de atrás. Papá empezó a faltar al trabajo y se pasaba noches en su escritorio ejercitando el cálculo. Una vez se quedó dormido y cuando fui había dejado abierta en la computadora una página sobre cáncer en el lóbulo temporal izquierdo. Para mi aquello no tuvo ninguna importancia en aquel momento pero si me recuerdo muy bien del artículo. Además yo no era un especialista sobre neurociencia porque realmente mi área de investigación siempre fue la parte inmunológica. No tenía cómo saber que eso era lo que papá tenía. Bueno, la cosa fue empeorando cada vez más, papá empezó a tener problemas en el trabajo. Una vez el decano de la Facultad me llamó sin que él supiera para preguntarme que qué le estaba pasando. Me dijo que estaba teniendo problemas con compañeros de trabajo porque le frustraba no tener la razón en algunos temas, que su nivel estaba disminuyendo y que la calidad de sus clases era una mierda. Así mismo me dijo. Yo le expliqué más o menos lo que estaba pasando y decidimos que lo mejor era ya darle su jubilación, además hacía rato que estaba en edad. Lo acordamos en muy poco tiempo, no fue difícil, la situación de papá era cada vez peor y yo creí que lo mejor para él era que se pasara sus últimos años conmigo y con el resto de la familia. Quizás fui un egoísta pero realmente él ya no estaba capacitado para seguir dando clases. Y yo creo que eso fue lo peor que le pudo pasar, una semana antes de la playa él llegó a la casa más desaliñado de lo normal, un reguero de polvo de tiza por todo el pelo, los plumones se le salían de los bolsillos y el rostro callado y sombrío como en la noche que se enteró que mamá había muerto. Respiraba muy poco. Se sentó en la mesa. Era temprano. Yo sabía lo que le había pasado. Lo sufrí tanto como él a pesar de todo. Era mi papá el que estaba muriendo. Cualquier día se iba a morir. Me arrepiento de haber dejado que lo despidieran. Fue mi culpa.

Los días después de su despido intenté llevarlo a todas partes, hacerle entender que había existencia fuera de las matemáticas y fuera de la universidad, intenté convencerle de lo hermoso que podía ser el estudio de la vida, le di libros para que leyera un poco, le compré revistas para ver si se exorcizaba de los números y empezaba a despertar alguna pasión por algo que su cerebro todavía pudiera asimilar. Esa noche se volvió a quedar dormido y volví a ver una página sobre cáncer en la computadora, otra vez era sobre el lóbulo temporal izquierdo. Esta vez sí me preocupé y pensé preguntarle a la mañana siguiente. Papá estaba obsesionado con recuperar su habilidad para el cálculo. Y a la próxima mañana hice algo que no hacía desde que tenía como veinte años. Apenas papá se lavó los dientes y fue para la cocina entré de repente con una calculadora en la mano y le grité algo así como: «Cuatro mil quinientos noventa y dos por siete millones quinientos cuarenta y cuatro mil setecientos uno». No tengo cómo recordar el número, pero fue algo así. Y lo que sí recuerdo bien fue la expresión de papá. Me miró con una taza de café en la mano, el pobre. Los ojos parecía que se le salían mirando de aquí para allá como si estuvieran buscando en algún lado esa respuesta que antes le venía a la mente solo de pestañear. Luego lo vi apretar los ojos, bajó la cabeza e hizo un leve gesto como que no. Yo volví a la calculadora y grité algo más fácil, como por ejemplo: «Mil setecientos dos por la raíz cúbica de ciento veinticinco». Papá me miró otra vez, lo intentó, coño yo sé que se estaba esforzando. Miró a todos lados, arrugó las cejas como si quisiera disparar los pelos de la frente. Volvió a bajar la cabeza casi avergonzado. Y yo insistí. Volví a la calculadora, dije, no sé… «Setecientos diez entre veinticuatro». Papá me estaba mirando fijo, se mordió el labio inferior con una fuerza que no se ni cómo no se sacó sangre. Entonces pequeña lágrima le salió por ahí, no recuerdo en qué ojo fue, quizás en ambos. Quizás al mismo tiempo que yo. No recuerdo. Entonces volví, de esta operación si me acuerdo como hoy. No necesité ni siquiera ir a la calculadora. Dudé bastante. Tuve hasta miedo de ofenderle.

―Papá… —le dije— ¿Cuánto es siete por seis?

Fue quizás el momento más vergonzoso de su vida. Se sentó. Bajó la cabeza. La pegó contra la mesa. No sé ahora mismo cuántas cosas le dije para animarlo, pero no lo logré. Esa mañana se me olvidó preguntarle por lo del cáncer, y yo creo que si lo hubiera hecho quizás lo hubiera salvado. No sé. No se sabe. Uno nunca sabe nada. Menos mal. Entonces papá dijo algo que no se sabía si era una pregunta o una afirmación.

―¿Treinta y cinco?

Quizás tenía esperanza de acertar. Yo no sabía qué decirle. Pensé que a lo mejor si le mentía lo haría sentirse bien, pero al final no lo hice.

―No papá —le contesté—, no, no es treinta y cinco.

Nunca pensé que lo estuviera matando con mis palabras. Lo supe el día de la playa, papá estaba ahí en la orilla, mirándome, mirando a lo lejos, mirando a los niños, mirando el culo de las mujeres, mirando el sol, mirándolo todo, seguro estaba pensando, como siempre. Y en una ráfaga pequeña de mi vista, coño no pudo haber ido tan lejos. Solo pestañeé. Me entretuve tan solo un minuto. Y la próxima vez que miré para allá, no lo vi. Y no lo he vuelto a ver. Y seguramente no lo volveré a ver nunca.

 


 

 Contactar con el autor: lazaro.cisnero [at] nauta.cu

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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