por Ricardo Rodríguez Boceta
H
ace unos meses, me llevaron de la mano a una librería de viejo. Para quien no lo sepa, esos establecimientos suelen estar repletos de libros antiguos, de segunda mano. No soy un fetichista de las primeras ediciones ni nada eso, nunca juzgo a los libros —ni a las personas— por la portada, así que frecuento esos lugares tanto como cualquier librería y sólo busco ediciones decentes de bolsillo; sobre todo, clásicos que ya no se reeditan porque el mercado impone los libros de autoayuda cada vez más estúpidos y breves.
Estuve dando una vuelta y no encontré nada interesante en las estanterías. Había autores buenos, claro que sí, pero las novelas solían ser de segunda fila y no encontré escritores o escritoras en los que quisiese profundizar. Así que estuvimos hablando un rato con el dependiente, un hombre de mediana edad, y salimos de la tienda. Justo entonces, me fijé en las obras expuestas en el exiguo escaparate y vi en mayúsculas FARENHEIT 451.
Conocía el género de la novela: ciencia ficción, distopía futurista. No acostumbro a leer fantasía, prefiero el realismo alternativo y las grandes obras contraculturales. Pero a pesar de mis preferencias, retrocedí y me compré el libro porque era bastante corto y se correspondía con esa clase infinita de obras que uno se plantea leer algún día. Mi decisión conllevó otro rato de conversación con el dependiente. Al parecer, le había tocado el corazón con mi elección y me dijo que, para los libreros soñadores y románticos como él —que montan un negocio condenado al fracaso más absoluto— esa obra era muy especial. Me intrigó ese comentario e hizo que me vinieran ganas de leerla de inmediato. La tarde y la noche transcurrieron ajenas a los libros y cuando llegué a casa coloqué a Ray en el estante de «libros pendientes». Pasaron los meses y leí otros volúmenes que me parecían o más urgentes o más interesantes para con mis gustos.
No suelo comprar por Internet porque me gusta ir a la librería y dejar que el azar guíe mis lecturas. No obstante, necesité adquirir una obra de segunda fila de un autor sobre el que quería profundizar y hube de esperar unos días a que el libro llegara. En el ínterin, oteé mi estantería de «libros pendientes» y Ray Bradbury me saludaba en su vieja edición. Al cogerlo, sopesé que era bastante corto y que en tres o cuatro días ya lo habría leído. Miré la dedicatoria y encontré: FARENHEIT 451: la temperatura a la que el papel de los libros se inflama y arde. Los americanos saben pescar a los lectores.
Era tarde, me dispuse a leer el primer capítulo y luego a dormir hasta mañana. Mis planes se truncaron y no paré hasta terminar la primera parte, lo que me llevó, si mal no recuerdo, dos horas largas. Me enganchó, maldita sea. Resumiendo: en un futuro distópico, los bomberos ya no son necesarios para apagar incendios en las ciudades porque todos los materiales son ignífugos, así que se dedican a quemar libros. En general, no tienen mucho trabajo, la gente odia leer y prefiere ver la pantalla. Hay que divertirse y ser feliz constantemente, y parece ser que los libros los ponían tristes. Total, el tipo conoce a una adolescente que deambula por la calle cuando podría ir en transporte a reacción o ver las pantallas en casa, pero la chica prefiere recoger hojas del suelo, mojarse bajo la lluvia y hablar con Guy Montag, que es el protagonista del libro.
Aunque piensa que la chica está loca, Montag traba amistad con ella porque ¡cuán pocas veces los rostros de las otras personas captaban algo tuyo y te devolvían tu propia expresión, tus pensamientos más íntimos! Una noche, Montag vuelve cansado del trabajo y ve que su mujer se ha tragado un bote de pastillas para dormir. Llama a los médicos y vienen dos fontaneros que extraen la sangre y la bilis de su mujer como si cualquier cosa, como si su mujer fuera una cosa. Cunado el bombero pregunta por qué no venía un médico, los trabajadores le informan de que esos casos se repiten todas las noches en muchos sitios, que su mujer estaría como nueva al día siguiente y tendría hambre. Millie no volvería a ser la misma persona, no recordaría su intento de suicidarse al día siguiente, pero Montag tampoco sería el mismo y empezaría a preguntarse por qué, qué motivo o razón había llevado a su mujer a intentar quitarse la vida.
Tiene que haber algo en los libros, cosas que no podemos imaginar para hacer que una mujer permanezca en una casa que arde. Ahí tiene que haber algo. Uno no se sacrifica por nada, dice Montag en un momento de la novela, cuando intenta mantener una conversación con su esposa, sin conseguirlo, porque empieza su programa favorito. En una de sus misiones, una vieja se había negado a abandonar su biblioteca, y los bomberos deciden quemar la casa con ella dentro. El libro no escatima en dramatismo.
Montag se ralla. Ya no quiere ir a trabajar. Su amiguita, la loca a la que le gusta saltar charcos —la única persona con la que puede tener una conversación sincera— ha desaparecido del mapa. Montag no quiere ir a trabajar. En la última de sus incursiones, se había llevado un objeto prohibido. Lo esconde bajo su almohada y se hace el enfermo. Su jefe va a visitarlo. Es un tipo inteligente, pragmático, convincente. Lo que importa que recuerdes, Montag, es que tú, yo y los demás somos los Guardianes de la Felicidad. Nos enfrentamos con la pequeña marea de quienes desean que todos se sientan desdichados con teorías y pensamientos contradictorios. Y se marcha.
A partir de ese momento, el protagonista decide arreglar el mundo por su cuenta. Conspira contra los bomberos y empieza a leer a escondidas. La novela continúa y me parece prudente parar aquí para dejar al lector con sed y vaya a beber de la fuente con sus propias manos. ¿Se da cuenta, ahora, de por qué los libros son odiados y temidos? Muestran los poros de la vida. La gente comodona sólo desea caras de luna llena.
Mientras leía la obra, me preguntaba hasta qué punto habíamos llegado a ese futuro. Veo que el sistema quiere que recuerde datos intrascendentes que me obligan a pensar en ellos cuando yo quiero pensar en otras muchas cosas. Cuánto falta para que un compañero de profesión me diga ¿Qué llevas ahí? ¿Un libro? Creía que, ahora, toda la enseñanza se hacía a través de películas. Cuánto tiempo falta, si no ha llegado ya.
Nunca sacrificaría mi vida, mi trabajo, mi bienestar por una bandera, una ideología o un partido político. No suelo mojarme en nada y no suelo tener una opinión única sobre temas que se esputan en las redes sociales. Pero sé una cosa. Si yo viviere en ese futuro distópico y subjuntivo, no dudaría en defender los libros por encima de mi bienestar, mi trabajo, mi vida. Si alguien me pregunta por este ideal tan romántico y absurdo, quizás podría contestarle: esto es lo maravilloso del ser humano: nunca se desalienta o se disgusta lo suficiente para abandonar algo que debe hacer, si sabe que merece la pena.
Contactar con el autor de la reseña: ricardorodriguezboceta [at] gmail[dot]com
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🖼️ Ilustración: Adaptación de la portada de la novela Fahrenheit 451, original por Agavekonyvek [CC BY-SA 3.0], via Wikimedia Commons.
Revista Almiar · n.º 105 / julio-agosto de 2019 · MARGEN CERO™
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