relato por
Lucía Oliván

 

O

swaldo había aceptado aquel empleo en Phoenix, en el Estado de Arizona, EE.UU., con muchísima ilusión. Tras haber enviado múltiples candidaturas y haber hecho varias entrevistas, por fin había conseguido el que parecía ser el trabajo o, mejor dicho, las prácticas de sus sueños. Iba a ser el ayudante de un importante abogado en un bufete americano. Sus estudios de Derecho y su máster en Lobby de empresas que había realizado en México DF de algo debían haber servido. Además, su procedencia latina parecía ser un atractivo para representar los intereses de ciertas empresas que comenzaban a ganar importancia en la ciudad. Su novia, Mercedes, no había recibido la noticia con mucho entusiasmo, pues su enamorado se iba a ausentar durante seis meses de su México natal, alejado de ella. Sin embargo, sentía también un nudo de excitación e ilusión en el estómago porque este le había prometido que si las prácticas iban bien, él se la iba a llevar para allí y los dos iban a tener una vida de ensueño en aquel país de oportunidades.

El primer día de trabajo Oswaldo se puso un traje elegante, sin ser demasiado llamativo. Quería causar una buena impresión al que iba a ser su supervisor de prácticas, el señor Johnson, un hombre muy serio, alto y rubio y de unos cincuenta años, al que admiraba profundamente por la competencia en la resolución de importantes casos. Este tenía su propio despacho en la séptima planta de un mastodóntico edificio, que anunciaba en todos los rincones posibles el nombre del bufete, junto a grandes carteles acompañados de fotos de gente sonriente, recortes de prensa de casos resueltos y éxitos de la lucrativa sociedad. Paredes y puertas de cristal con ventanales impolutos llenaban cada rincón de la empresa de luminosidad y transparencia. Y numerosas plantas y macetas de todos los tamaños aparecían también colocadas estratégicamente por los pasillos de las oficinas, dándole al bufete un toque informal y relajado.

Con las manos algo temblorosas y con el corazón palpitante, nuestro ambicioso protagonista se dirigió al despacho del que iba a ser su jefe y entró en la oficina. Pero, para su sorpresa, el señor Johnson lo recibió allí tras presentarse como Oswaldo Sandoval Cruz sin apenas mirarle y diciéndole que si venía a limpiar el despacho todavía era temprano, que el personal de limpieza empezaba a trabajar más tarde. El ilusionado practicante sintió que la adrenalina y la excitación por su encuentro con el prestigioso abogado bajaban en picado y le asaltaron  dudas de si estaba en el lugar correcto y de si ese señor era realmente el muy admirado trabajador con el que él tantas veces se había imaginado un primer encuentro.

Muy educadamente, el titulado mexicano le contestó en un correcto inglés que él no era ningún limpiador, sino el nuevo becario, aquel que había sido seleccionado tras varias entrevistas telefónicas por su equipo de recursos humanos. El señor Johnson cambió su expresión y le dio la bienvenida con una sonrisa forzada, mostrando unos dientes blancos y perfectos, que no podían ocultar, no obstante, su incomodidad. Le comentó que aquel programa de prácticas era nuevo y que lo llevaba directamente el departamento de recursos humanos, no él, claro, como si esa fuera una razón que justificara su poco acertado comentario hacía tan solo unos segundos. Oswaldo respiró aliviado. Aceptó sin más miramientos esa explicación y se concentró en saborear su dulce comienzo, ahuyentando las dudas que parecían haberle invadido unos minutos antes. Parecía que su sueño se estaba haciendo realidad, pese a ese pequeño e inocente malentendido sobre la limpieza, que tampoco había tenido tanta importancia, se dijo. Un pequeño error le puede pasar a todo el mundo, y el señor Johnson era un hombre siempre muy ocupado.

Sin embargo, lo que el exitoso abogado no le contó en ese primer día, ni en los siguientes que vinieron, era que un pequeño porcentaje del personal que seleccionaban ahora en la empresa debía ser extranjero para conseguir mayor prestigio en el ranking de bufetes americanos. Todo era una cuestión de imagen y marketing, como las plantas, la gente sonriente y los bonitos ventanales. La letra pequeña de cualquier contrato rara vez se revela, y este joven licenciado todavía no requería de la experiencia necesaria para saber interpretarla por sí solo.

Los meses siguientes este aplicado ayudante se dedicó a demostrar todo lo que valía, trabajando con gran esmero y ahínco. Su jefe era muy exigente, y le mandaba todo tipo de tareas. Trataba de agradarlo y de dar más del cien por cien, pues quería a toda costa hacerse un hueco en esa sociedad americana tan idolatrada y apreciada. Por eso se quedaba hasta altas horas de la noche revisando casos que el señor Johnson le encomendaba, y llegaba el primero a la oficina, casi antes que la conserje latina, que le saludaba todos los días con un «buenos días» en español que a él no acababa de hacerle mucha gracia, pues de nada se conocían y no tenía por qué darle ningún trato diferente. Oswaldo quería demostrar que era muy válido, puntual y muy trabajador. Pero el señor Johnson parecía no reparar en todos sus esfuerzos, y se dedicaba a criticar duramente su inglés.

—Oswaldo, no te entiendo a veces, por favor, pronuncia un poco más claro —le decía, para luego bromear en voz alta, como hablando para sus adentros—. ¿Qué tienen estos latinos cuando hablan que no los puedo comprender?

—Deberías volver a retomar las clases de inglés, de verdad —le aconsejaba en otras ocasiones, pese a que el joven practicante ya había aprobado las certificaciones oficiales de este idioma exigidas para el puesto y tenía un muy buen nivel. Aunque claro, nunca iba a hablar como un nativo.

Mientras, nuestro protagonista fingía que le hacían gracia sus comentarios y se encogía de hombros, tratando de ignorarlos, pues tampoco eran para tanto, se intentaba convencer.

Aunque llegaba todos los días antes de la hora, un día se retrasó unos minutos por un atasco en la carretera. Pese a haber avisado en recepción, su jefe ya se había formado su propia explicación de aquella tardanza. Por eso, lo primero que hizo cuando lo vio entrar por la puerta fue comentar mirando al techo, con cierto aire de superioridad:

—La impuntualidad latina, claro —y siempre lo hacía mostrando aquella sonrisa blanca y perfecta, completamente artificial.

Otro día, un coche de la policía estaba parado en la calle de enfrente de la oficina. Oswaldo simplemente preguntó el motivo de la presencia de aquellos agentes, a lo que su jefe le respondió:

—Vienen a comprobar tus papeles —y estallaba él solo en sonoras carcajadas, pues el señor Johnson parecía encontrar muy graciosas sus propias bromas.

Pero el perseverante practicante no se desanimaba. Trabajaba duro y su jefe lo tenía que ver algún día. Trataba de aprender de sus críticas para mejorar como empleado. Decidió ir a clases de inglés y mejorar su fonética, que ya era buena, pues nunca está mal perfeccionarse, se dijo. Y se prometió que jamás iba a llegar tarde, por muchos atascos o accidentes que hubiera en aquella ciudad.

Sin embargo, el señor Johnson siempre tenía algún comentario ácido o alguna crítica hacia él. Los informes de Oswaldo contenían algunas faltas en inglés, preposiciones o palabras que no eran exactas, y eso era imperdonable. Su jefe tampoco paraba de hablar de los buenos becarios que habían venido de prestigiosas universidades americanas como Yale o Stanford.

—¿Oswaldo, has oído hablar de estas universidades? —le decía en tono paternalista, como si hablara con un chiquillo con poca cultura que apenas supiera nada de aquel país—. Son magníficas. En tu país sería maravilloso que existieran universidades así de buenas, os iría mejor. Seguramente saldrían abogados muy competentes que acabarían con la maldita corrupción que hay allí. Si no, ¿puedes explicarme cómo puede haber todos esos escándalos que aparecen en las noticias? —añadía riéndose.

Pese a todo esto, el practicante seguía intentando agradar a su jefe. Mejoraría su inglés aún más si cabía, y demostraría que estaba tan bien o mejor preparado que aquellos americanos salidos de Yale o Stanford, aunque él no se hubiera formado en lo mejorcito de la sociedad americana. Pero a veces, tras exhaustas jornadas de trabajo donde el señor Johnson apenas le dedicaba una mirada de aprobación o reconocimiento, lamentaba no haber nacido en aquel país americano con todas las oportunidades que él creía que ofrecía. Se imaginaba habiéndose criado en el seno de una familia rubia estadounidense con un perfecto inglés nativo, yendo a estudiar a una prestigiosa universidad del país. Así, su jefe jamás le hubiera hecho esas desafortunadas observaciones a las que lo condenaban su origen y el haber estudiado en México.

Conforme iban transcurriendo los meses, Oswaldo iba desarrollando la conciencia de que era un trabajador de segunda clase y de que tenía que demostrar el doble que cualquier otro empleado. Se paralizaba y le entraban sudores cada vez que tenía que escribir un informe en inglés, tanto miedo tenía de cometer pequeñas faltas que le hicieran recibir un aluvión de críticas, y sentía vergüenza cada vez que no realizaba algo a la perfección, pues sabía que el señor Johnson iba atribuir eso a su falta de preparación o de competencia. Por las noches le costaba conciliar el sueño y estaba en un continuo estado de alerta. Poco a poco, aquellos comentarios que le habían parecido inofensivos al principio habían comenzado a herirle y a minar su autoestima y, aunque fingía que no le importaban, iban abriendo en él una herida cada vez más profunda y dolorosa, y difícil de cicatrizar.

Hiciera lo que hiciera, sentía que había una barrera de cristal invisible que provocaba que a él lo miraran o lo valoraran de manera diferente a los demás. Muchas veces pensaba que era transparente, y se veía incapaz de que el señor Johnson apreciara lo realmente bueno y competente que era. Sentía un nudo en la garganta cada vez que pensaba en ello y enrojecía de rabia al pensar que a aquel grupo de prestigiosos abogados les costara imaginar a alguien de su nacionalidad desempeñando funciones que no fueran las de conserje, administrativo o limpieza, como era el caso de los latinos hasta ahora contratados en aquel bufete. En esos meses solo había aprendido que nada bueno estaba asociado con su cultura entre las paredes de esa empresa. Para Oswaldo su procedencia representaba un verdadero obstáculo para poder integrarse allí y ser valorado como él pensaba que se merecía.

Por eso, en su desesperación y frustración, decidió tomar algunas medidas para lograr una mayor integración en aquel lugar. Resolvió alejarse de todo contacto con la gente de su misma procedencia, para que no lo asociaran con trabajadores menos cualificados. Así que a la simpática conserje latina que lo saludaba en español le comenzó a responder con un seco «good morning» a partir de entonces y en las pausas no hablaba con ningún latino que trabajara en cualquier otro departamento de categoría inferior. Quería que notaran que él no era como los demás latinoamericanos que trabajaban allí, que estaba mucho más cualificado.

También iba los fines de semana a clases de inglés americano, no ya para eliminar su acento latino, el cual casi había logrado erradicar, sino para conseguir aquel acento propio de Arizona. Su ilusión era que nadie fuera capaz de averiguar su procedencia al escucharle hablar inglés y de que incluso pudieran confundirle con alguien nacido allí. Ansiaba con todas sus fuerzas borrar toda huella que pudiera revelar su procedencia. Ya no quería ser Oswaldo, ni mexicano, ni nada que se le pareciese. Deseaba simplemente hacer esfumar su identidad y asimilarse a unos valores y a una parte de la cultura y sociedad americana que él creía que le iban a valer su reconocimiento final y su integración. Pero además decidió cambiar su aspecto. Se comenzó a afeitar su morena y bonita barba y decidió teñirse el pelo de rubio. Sus ojos oscuros los cambió de color gracias a unas lentillas y se ponía un poco más de plataforma en los zapatos para parecer más alto. E incluso se cambió el nombre: se hacía llamar Oscar entre sus compañeros y gente conocida allí.

Al principio se dijo que iba a ser simplemente  un juego inofensivo, como ponerse un disfraz con una máscara para representar una farsa en el gran teatro que parecía ser esa empresa. Solo tenía que desempeñar un papel que le iba a servir para integrarse en aquella rígida y cerrada sociedad y que le diera oportunidades de progreso laboral. Pero, poco a poco, mientras se hacía pasar por Oscar, fue olvidando su propia identidad o, mejor dicho, su antiguo yo. Se empezó a sentir muy cómodo en su nuevo rol: más respetado, más integrado. El señor Johnson comenzó a mirarlo de otra manera. Le daba palmaditas en el hombro, y le iba mostrando un futuro algo más prometedor en la empresa. Y Oswaldo no cabía en sí de alegría y satisfacción. Todos sus esfuerzos y sacrificios habían valido la pena.

Al mismo tiempo, empezó a experimentar cierta aversión por los latinoamericanos de su empresa. Le irritaba la poca cualificación que tenían, que hablaran español en las pausas, y que se conformaran con hacer los trabajos que hacían, sin parecer querer progresar. Para él estos tenían poca capacidad de sacrificio y dedicación. Criticaba el que no estuvieran dispuestos a esmerarse como él para adaptarse a la empresa como esta se merecía, tal y como él había hecho. Y no soportaba que hablaran un inglés con fuerte o ligero acento hispano, o que parecieran querer formar parte de una comunidad a sus ojos paralela a aquella prestigiosa sociedad. En el fondo, Oswaldo sentía que estos eran inferiores a él, y le molestaba el solo hecho de pensar en ellos. Les culpaba de las desdichas que había sufrido él al principio en aquel bufete que, al fin y al cabo, había acabado aceptando y reconociendo su valía. Porque él se lo había ganado. Él sí, se decía.

Llegó el día que Mercedes decidió hacerle una visita sorpresa. El vuelo era un viernes temprano, justo para llegar a la hora del almuerzo a la oficina y ver a su novio. Tenía curiosidad por ver dónde trabajaba, cómo era todo aquello. Apenas había podido hablar con su enamorado aquellos meses, tan ocupado estaba con su nuevo trabajo. Lo notaba algo raro al hablar con él por teléfono, pero Mercedes nunca pensaba mal y lo atribuyó al estrés de aquel empleo soñado. Aunque unas dudas en forma de punzadas en el estómago parecían querer avisarle de que algo no encajaba en aquel puzle que este le venía dibujando aquellos meses en sus breves conversaciones por teléfono que habían mantenido en aquella distancia que ella nunca había deseado realmente.

Cuando llegó a la empresa la conserje latina la saludó y le dijo que en la séptima planta estaba el despacho donde encontraría a Oswaldo, bueno, a Oscar, se corrigió a sí misma con cierta sorna, escapándosele un amago de risa que ahogó como pudo. Muy ilusionada, Mercedes subió en el ascensor, sin entender mucho aquel cambio absurdo de nombre y el sarcasmo de la mujer, nuevas piezas de aquel rompecabezas que no acababa de entender. Nada más entrar en la planta, tras admirar el gusto por la distribución del lugar, su luminosidad y sus plantas, se quedó paralizada al examinar el lugar con más profundidad. Tras los muros de cristal transparentes del despacho que le habían indicado apenas lograba reconocer a su novio. En la puerta, abierta de par en par, se anunciaba que allí trabajaba un tal Oscar y allí había un chico con la misma cara que su novio, pero de pelo rubio y de ojos azules, algo más alto. Mostraba aires de grandeza y hablaba con un marcado acento americano. Sin embargo, Mercedes sabía que era él. Aquella mirada ambiciosa y su afán por el trabajo lo delataban.

Este se la quedó mirando, pero en vez de sonreír e ir a saludarla, hizo como que no la conocía y siguió trabajando. Más piezas para aquel puzle que Mercedes en ese momento había logrado encajar y comprender. Su novio siempre había admirado los EE.UU., pero nunca pensó que tanto como para negar su cultura y rechazar a sus personas más cercanas. Para ella, eso era un precio demasiado alto que no estaba dispuesta a pagar. Y a Mercedes ese Oscar que veía en la oficina se le antojó un payaso en un circo hilarante, representando una gran farsa: obligado a negar sus propios orígenes para lograr éxito social y laboral. Se sintió traicionada y decidió no formar parte de semejante carnaval.

—Maldito pendejo —murmuró. Y se alejó llorando con paso apretado.

 


 

Lucía Oliván Santaliestra: «Soy española. Me licencié en los estudios de Filosofía en la Universidad de Barcelona y en Traducción e Interpretación en la Universidad de Pau, Francia. Desde hace ocho años resido en Alemania, donde actualmente soy docente en las materias de Filosofía, Plástica, Música, Francés y Español en una escuela de secundaria de reciente creación, de allí que imparta asignaturas tan variadas. Tengo relatos publicados en las revistas literarias Extrañas noches, El Narratorio, Almiar, Monolito, Letralia y The Barcelona Review. Algunos de mis microrrelatos han sido seleccionados para las Antologías Microterrores, La primavera la sangre altera e Inspiraciones Nocturnas, organizadas por la editorial Creatividad Literaria».

📩 Contactar con la autora: luciaolivan [at] yahoo [dot] es

📋 Leer otros relatos de esta autora (en Almiar): SofíaLos chismes de la casa verde

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por StartupStockPhotos en Pixabay [dominio público]

📻 Este relato se emitió en «Cuentalia», un programa de Radio Ariete FM, los días 22 y 24 de febrero de 2022

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 120 · enero-febrero de 2022

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