relato por
Anna Santillán

 

T

raté de ignorar el sonido ensordecedor del teléfono insistente. De seguro era María, le gustaba llamar para quejarse o insistir en dejar a Olivia con ella unos días más. Le subí el volumen al televisor, no tenía ganas de discutir con ella, continué con el trabajo acumulado por la licencia. El reloj marcaba las doce del mediodía, agarré mi bolso y las llaves del auto. Tomé la calle principal del barrio, camino a buscar a Olivia. Al llegar a casa de María noté algo extraño, un aura negativa por la casa que se encontraba a oscuras, a pesar de esto seguía igual que siempre con sus colores chillones y la exuberante cantidad de rosas en el jardín. Me bajé del auto y golpeé la puerta con mis nudillos, silencio. Golpeé otra vez  y no logré escuchar nada del otro lado de la puerta. Pasados unos segundos escuché un chillido desgarrador de un gato, proveniente del patio trasero. Golpeé con más insistencia la puerta, la angustia comenzó a hacer efecto en mí. Una vez más, hasta que logré escuchar un «ya voy» desde el interior de la casa. Al abrirse la puerta me encontré con Olivia, se hallaba con sus rizos desordenados y un leve sonrojo en sus mejillas.

—Hola Ma —saludó mi pequeña. Le sonreí acariciando su bello y pálido rostro con mis dedos. Ante el tacto con su piel realmente fría un escalofrío me recorrió, haciéndome estremecer.

—Cariño… ¿Y tu abuela? —la niña simplemente se encogió de hombros, sin responder. Dirigí mi mirada hacia el interior de la acogedora casa, tratando de descifrar qué es lo que habría sucedido. Olivia se hizo a un lado para dejarme pasar, cerró la puerta detrás de mí. En ese instante fui consciente de que todavía traía pijama, su camisón blanco que estaba manchado con salpicaduras de barro y diminutas manchas de lo que parecía ser pintura roja. Grité llamando a María, pero no contestó. Marqué su número en el celular, esperé unos segundos para luego comenzar a escuchar el teléfono en el piso de arriba. Corté. A medida que iba subiendo las escaleras, un horrible olor a putrefacción llenó mis fosas nasales provocándome arcadas. Bajé la mirada y en el pie de la escalera se encontraba Olivia con su pulcra y radiante sonrisa, mirándome con inocencia. Continué subiendo los escalones, el olor se concentraba más con cada paso que daba, el pasillo se encontraba en penumbras. Abrí la puerta de la habitación de María, fui despeinada por el viento que ingresaba de la ventana abierta de par en par.

—¿Abu se fue? —exclamó Olivia desde del pasillo, haciéndome dar un brinco del susto.  Un rayo de luz que ingresaba de la ventana dio de lleno en el rostro de Olivia, este brillaba como si se hubiera espolvoreado purpurina en él. Sus ojos ante el reflejo de la luz se veían más radiantes, con una tonalidad rojiza. Me acerqué a ella pues en las uñas de su mano se veía sangre seca, eso llamó mi atención. Me acuclillé para quedar a su altura, en ese instante fue más evidente para mis ojos sus pupilas dilatas y las marcadas ojeras, sus  venas realmente notorias en sus flacuchos brazos. Acaricié su rostro delicado como si de porcelana se tratase.

—¿Cariño por qué tienes manchado el camisón? —sonreí con dulzura.

—Es que tenía mucha hambre —fruncí el ceño, mientras la indignación se apoderaba de mí. ¿Cómo se atrevía María a dejar sola a una niña de siete años tanto tiempo?

—Oli, ¿de dónde proviene ese olor? —la niña continuaba con su sonrisa intacta. Un escalofrío me recorrió. Olivia se limitó a señalar la que era en ese momento su habitación. Me dispuse a caminar hasta la puerta, el olor a putrefacción era impresionante, tragué el vómito que amenazaba con salir. La puerta se encontraba entreabierta—. ¿Qué hay aquí cariño?

—Sofí no quería jugar, mami —se encogió de hombros, tragué grueso. Abrí la puerta lentamente para encontrarme con la amiga de Olivia,  sentada en una sillita maquillada como una muñequita. Sin vida. Miré incrédula y horrorizada a mi pequeña hija, quien seguía con una sonrisa inocente. Al lado de la pequeña Sofía, también sin vida, se encontraba un gato negro.

—El señor Rufus no se quedaba quieto, mami —aportó como argumento.

—¿Hija, tú hiciste esto? —respiré hondo esperando su respuesta, no podía ser su obra. Mi pequeña Olivia no era capaz de eso, no quería creerlo.

—Via dijo que ellos lo merecían, mami.

—¿Quién?

—Via —se señaló la cabeza con su pequeño y delgado dedo. Me incliné hacia su rostro comprobando su seriedad ante lo dicho.

—¿Via?… ¿Ella se encuentra en tu cabeza? —asintió con una sonrisa que, debido a las circunstancias, ya no provocaba otra cosa que estremecerme—. Cariño… ¿Quién es Via?

—Ella es mi amiga, mami.

—¿Y cómo se comunica contigo?

—Escucho su voz… ella me habla o me busca —fue dando saltitos hasta tomar una muñeca de trapo de cabello rojo, la que María le obsequió semanas atrás. Sus labios se ensancharon dejando ver otra vez su brillante dentadura.

—Ves… gracias a Sofí ahora tiene el cabello lindo —jugueteó con los cabellos de la muñeca.

—Via, ella es mamá… —estiró su bracito acercando la muñeca a mi rostro. Sus pupilas dilatadas destilaban un brillo enigmático. Pestañeé un par de veces tratando de despertar de este irreal sueño, pero no pude, era real.

—Yyy… ¿Via sabe dónde está la abuela?

—Dice que es un secreto.

Tomé la pequeña mano de Olivia guiándola hacia las escaleras. Con cada paso que daba sentía mi cuerpo debilitarse, sin energía, me tambaleé en el segundo escalón y me sostuve en el barandal para no caer.

—Vamos a casa cariño —susurré. Sin chistar Olivia subió al asiento trasero del auto—. ¿Quieres ir por helado?

Su sonrisa se ensanchó, mostrando su pequeños pero filosos colmillos. Transcurrimos el camino a la heladería en silencio, hasta que Olivia comenzó a tararear una canción, muy alegre. Mientras yo, por otro lado, sentía que iba a enloquecer con cada sonido que provocaba su dulce voz.

—Mami —llamó captando mi atención, la miré a través del espejo retrovisor—. ¿Crees que soy normal? —inquirió mientras jugueteaba con uno de sus rizos entre sus delgados dedos. Sentí mi boca secarse y mis manos sudar.

—Claro que sí, cariño…

—Y me quieres… ¿verdad?

—Obviamente Oli —me forcé a sonreír—. ¿A qué se deben esas preguntas, cielo?

—Es que… es que Via dice que tú nos rechazas… como la abuela lo hizo —lo último fue casi un susurro inaudible. Como pude ignoré su mirada penetrante para continuar con la mirada en la acera—. ¿Via también tendrá helado, cierto?

Asentí sin mirarla.

—Del sabor que más le guste.

 


 

Anna Santillán es una joven autora residente en Argentina.

Contactar con la autora: annasantillan47 {at} gmail.com
Ilustración: Fotografía por DEZALB / Pixabay [dominio público]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) · n.º 111 · julio-agosto de 2020

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