Brindis ensayístico de la literatura catalana y contemporánea escrita en español. La sombra del Watusi es alargada, radiante.
por Ricardo Rodríguez Boceta

 

E

n el prólogo y el epílogo que adornan la obra de Francisco Casavella, El día del Watusi en Anagrama (2016), se da una coincidencia feliz: los ensayistas se habían tomado algo con el personaje y comentaban la anécdota que los había unido. «Nos metimos una raya como la Gran Muralla China» (K. Amat) o «El día del entierro de Francisco, pronuncié unas palabras y recordé cuando, en el bar, etcétera» (M. Otero). La suerte de haberse codeado —y colocado—, aunque fuera poco, con el novelista gigante les otorga la lira y la letra para cantar las hazañas de la literatura quinqui con la voz cazallera. Pero yo, Lector curioso, no he tenido la suerte de irme de copas con el paquidermo y no puedo presumir de escena prostibularia ocurrida en el Barrio Chino de Barcelona, hoy llamado «El Raval», que hiciera las delicias de los intelectuales políticamente incorregibles, entre los que, falsa modestia aparte, nos incluyo. Entonces, no me queda más remedio que arremangarme, encenderme un cigarro eterno, adoptar una pose, impostada, de chulo y contarte cómo conocí al verdadero Francisco Casavella. Ponte cómodo, Lector genial, pide un par de cervezas, que vamos a hablar de Literatura.

Había una vez Barcelona, el Carmelo, para más señas. Yo vivía en un bajo sin cédula de habitabilidad, con vistas privilegiadas al ambiente charnego de Últimas tardes con Teresa y me enardecía creerme que era el Pijoaparte. Con la desfachatez que, ahora, me disfraza, comentaba mis ensoñaciones con una chica que gustaba de pasar el tiempo conmigo. Y fue ella la que me regaló, en un día cualquiera, un libro que «te va a encantar, es muy tú». La novela se titulaba El triunfo. En la portada salía un cartel, uno de esos que se enganchan con cola en las paredes de la calle, ajado, con un rostro sin cara que algún transeúnte habría arrancado por distraerse y por gamberrismo. Devoré la obra en apenas unas horas: no era muy larga. Ella dijo: «Mientras la lees, parece que estés canturreando una rumba, te dan ganas de bailar». De todas las reseñas, entrevistas y ensayos que han tratado la ópera prima de Casavella, no he encontrado una definición más acertada, así que la comparto contigo, Lector carísimo. De nada, dáselas a ella.

En el estilo casavellano encontré a un escritor de un talento fuera de serie. Seguro que cuando piensas en Las Grandes Obras, te viene a la cabeza un programa parecido al ya extinto Negro sobre blanco en el que Sánchez Dragó se entrevistaba a sí mismo a través del intelectual de turno, con un currículum y una obra tan vastos que dan vértigo y dices: qué lejos estoy de ese tipo. Pero como has pateado lo suficiente y tienes lo que hay que tener, Lector valiente, sabrás que el arte aletea en cualquier parte, continuamente. Observas a la gente anónima interpretando su vida y parecen moverse al compás de un ritmo, de una música imposible. Y cuando devuelves la vista al libro que estás leyendo, quizás echarás de menos encontrar la calle donde tú estás ahora, las cosas que a ti te pasan o pudieron haberte ocurrido. Encuentras, por ejemplo, los paseos pequeñoburgueses, magistralmente narrados, de un Javier Marías que reflexiona sobre el divorcio inevitable. Luego te pones una canción cualquiera y recuerdas cuando estabas con alguien tú ya sabes donde haciendo tú ya sabes qué. Entonces le preguntas al libro que dónde está aquel descampado mágico donde solías perder las horas con tu amigo Jesús del Barriobrero. Lector amigo, yo te lo digo, como entonaba la canción del programa de Dragó, «todo está en los libros». La coordenada exacta: El día del Watusi.

Si encontrares el mamotreto en tu librería de confianza, lo tomares con una mano firme y le dieres la vuelta, leerías algo así como: Fernando Atienza es un arribista que blablablá. Ni caso. Tomemos un poco de cerveza y adoptemos una visión escéptica de las cosas, a ver qué pasa. Imaginemos un pobre becario, de edad indefinida, con más trabajo que tiempo, al que le mandan escribir cuatro líneas sobre una obra de ochocientas páginas. Se habrá acercado a reseñas, entrevistas, opiniones ajenas, habrá leído como mi abuela en escuela: el primer capítulo, el del medio y el del final. Afirmar que el protagonista es un trepa es como decir: el Quijote es sólo un caballero andante.

Si eres de los que te vas a Internet y escribes «entrevista francisco casavella», verás que aparecen no más de cuatro vídeos. Verás un señor con facha de tronado, departiendo en el plató demodé sobre su obra, con una pose tabernaria y un ingenio que ni el ingenioso hidalgo. Son tantas las novelas que beben, se justifican, se engalanan, con Cervantes. Decía García Márquez que era difícil escribir en español un diálogo entre personajes que no pareciese quijotesco: cuánta razón la de nuestro amigo el Gabo. Desatendiendo su consejo, muchos escritores se han lanzado a imitar, mejor o peor, la primera novela moderna en obras muy posmodernas. Y ahora viene la hipérbole, Lector amable, escucha: lo que más se le ha acercado, si no pasado por encima, sólo el tiempo lo dirá, es el Watusi. Viendo en la pantalla al escritor en su plática, notarás que le faltan algunas piezas dentales. Como todo el mundo sabe, el consumo reiterado de cocaína daña las encías, pero como te prometí, no quiero hablarte de drogas, noches y rameras. Como decía el eterno «el que lee mucho y anda mucho, ve mucho y sabe mucho». No se puede resumir mejor ni decir mucho más en la frase. Y te aseguro, Lector suave, que muy pocos han andado y visto y leído tanto, con la misma ferocidad, como Francisco Casavella, jugándose la salud en la causa perdida que es escribir para nuestro deleite.

Dejando de lado las frases por todos conocidas y los pasajes de galeotes, molinos y disparates, sin olvidarlos, la importancia de la obra de Cervantes, y la de Shakespeare, estriba en su propia concepción; lo que en estudios literarios ha tenido a bien llamarse metaliteratura: la historia más allá de la historia. Verbigracia: Hamlet representa para su tío una obra de teatro, mientras se representa Hamlet en el teatro londinense, en el gran teatro que es el mundo, donde todos nosotros participamos. Pues eso es lo que encontramos en el Watusi, un genio tan vivo, tan actual y tan eterno, que parece salirse de las páginas y formar parte de realidad y la ficción circundante. Fernando Atienza sobrevive en una vida que bien podría protagonizar cualquiera, vive los sueños y las pesadillas que tienes tú y pone en práctica algunos consejos de la autoayuda para llegar a lo más alto y para darse cuenta de que ha tocado fondo. Un extranjero en el barrio parnasiano de la Transición española, de las cloacas políticas y culturales de los años setenta, ochenta, noventa, de ahora. Hay un grupo de melenudos que se reúne todas las vísperas al 15 de agosto para celebrar El día del Watusi, hay personajes de la vida que piensan que el Watusi, como el Quijote, existe. Quizás porque desconocen quién los ha inventado, pero «lo que se pierde de nombre se gana de eternidad», Machado dixit.

Mientras devoraba los tres tomos que lo conforman —Los juegos feroces, Viento y joyas, El idioma imposible— tenía que parar a veces porque pensaba que me iba explotar una arteria. En cada párrafo había una enseñanza sin moraleja, una genialidad infinita como lo oscuro, radiante. Podría ahora tomar el volumen que tengo delante y ponerte algunas citas que te dejarían rascándote la cabeza: espera, Lector paciente. Porque a diferencia de la poesía, tenemos la suerte de poder entender los versos dentro de una novela, lo cual hace que tu compresión, interpretación y capacidad de dilucidar, revienten e irradien.

No quiero cansarte con mi verborrea, pero como te respeto, Lector todopoderoso, he querido hablarte en necio porque sé que no lo eres. Si te ha intrigado, ya sabes dónde está el resto de la mercancía: no te la acabarás. Venga, rematemos esto con una cita y brindis al estilo de Vilabrafim, abro el libro al azar, encuentro subrayado en lápiz:

«Cuando las cosas son un fracaso todos echan a volar. Cuando son un éxito, todos empiezan a desconfiar de todos. Eso pasa en las mejores familias. La sociedad capitalista, Fernando. La propiedad es un robo, pero la vanidad es la vanidad y el miedo es sólo miedo».

A tu salud, Lector salvaje. Camina por la sombra. Nos vemos por los libros.

O el próximo 15 de agosto en Barcelona, durante El día del Watusi.

 

 BIBLIOGRAFÍA

· Amat, Kiko. Antes del huracán, Ed. Anagrama, 2018.
· Casavella, Francisco. El triunfo, Ed. Anagrama, 1990.
· Casavella, Francisco. El día del Watusi, Ed. Anagrama, 2016.
· Casavella, Francisco. Lo que sé de los vampiros, Ed. Destino, Premio Nadal 2008.
· De Cervantes, Miguel. El Quijote, 1605 y 1615.
· García Márquez. Cien años de soledad, Ed. Harper, 1967.
· Marsé, Juan. Últimas tardes con Teresa, Ed. Seix Barral, 1966.
· Mendoza, Eduardo. La ciudad de los prodigios, Ed. Seix Barral, 1986.
· Shakespeare, William. Hamlet, 1609.

 


 

Contactar con el autor de la reseña: ricardorodriguezboceta [at] gmail.com

ⓘ Leer otras reseñas de este autor: República luminosa · Un andar solitario entre la gente · El fuego invisible · Patria · Ordesa

 Ilustración artículo: Francisco Casavella, en una entrevista del programa Alexandría. Copia de pantalla de vídeo en YouTube (https://www.youtube.com/ watch?v=BLRZYGyWqXY).

 

imagen indice reseña novelas Francisco Casavella

Más artículos en Margen Cero

Revista Almiar · n.º 100 · julio-agosto de 2018 · MARGEN CERO™

Lecturas de esta página: 1.227

Siguiente publicación
«Que yo no tenga apuro para nada, es muy exasperante…