relato por
Diego Kindler

 

E

l mismo miércoles que sería recordado en adelante como el día en que se inundó la ciudad y se ahogaron los monos del zoo, se reunieron por la mañana Iván Antónovich y Rodion Románovich frente a los estanques del parque Jaski. El sol de justicia que a esa hora inusual ya abrasaba no dio pie a nadie a pensar que, en lugar de las raquetas y los juegos de petanca, lo mejor habría sido salir de casa con un impermeable y un arpón, aunque, bien mirado, solo Rodion Románovich lo hubiera podido imaginar.

Iván Antónovich era el jefe de redacción de la revista de tornillería más leída en Moscú y en algunas provincias industrializadas a ambas orillas del Volga. Traía en su maletín el artículo que el día anterior le entregaron por mensajería, cuya autoría cabía atribuírsela al propio Rodion Románovich. También fue de este último la idea de citarse en ese parque en lugar de quedar en la redacción de la revista, y aunque el motivo quedaría claro más adelante, la arisca personalidad de Rodion Románovich y, sobre todo, su orgullo, le hacían incurrir en ese tipo de extravagancias. En esta ocasión arguyó que el perfume de la secretaria de Iván Antónovich le daba alergia. En otra ocasión diría que la luz fluorescente de la planta de redactores le provocaba ataques de epilepsia. Iván Antónovich toleraba estas rarezas porque conocía a Rodion Románovich desde la facultad, y también porque en toda Europa no había un experto en tornillería con más publicaciones y con más prestigio que aquel maníaco amante de los estanques, aunque cabría añadir que la mayor parte de esas publicaciones estaban editadas por el propio Iván Antónovich, lo cual alimentaba una relación de dependencia mutua entre autor y editor que más adelante acabaría como se pudo leer días más tarde en la prensa moscovita.

Frente al estanque había un quiosco de pipas y refrescos regentado por una señora que abarcaba la totalidad del espacio libre entre las paredes del quiosco, y que cobraba dos sueldos. Como figuraría días más tarde en el sumario del caso, era de dominio público que la quiosquera trabajaba como informante de la policía, como también es por todos sabido que no era ni mucho menos la única quiosquera que llevaba una vida tan excitante. Todo púber se ha hecho alguna vez la misma pregunta acerca de este gremio: «¿cómo puede un quiosco dar suficiente como para vivir de él?». La respuesta es muy simple: todos los quiosqueros llevan una doble vida. De la misma manera que Iván Antónovich dependía de los escritos de Rodion Románovich para justificar su sueldo de editor, y a su vez Rodion Románovich vivía de lo que el otro le daba por sus textos eruditos sobre tornillos, existe una simbiosis entre el quiosquero y el policía. El uno pasa información a cambio de dinero, y el otro recoge una información que, de otra manera, su instinto de policía no le habría proporcionado.

Antes de sentarse en el banco que estaba frente al estanque, Iván Antónovich se acercó al quiosco para comprar un refresco que aplacase la sed que ese sol solo apto para reptiles le estaba provocando. Sin embargo, se tuvo que conformar con una piruleta, ya que al parecer ese día no había llegado el distribuidor de refrescos. Rodion Románovich se compró un sobre de polvos picapica, de esos en los que hay que introducir el dedo previamente salivado para sacarlo a continuación rebozado de una sustancia química agridulce, que al entrar en la boca chisporrotea como el maíz en una sartén. De todo esto dejó constancia la quiosquera en su cuaderno de notas mental, que no solo no necesitaba un soporte físico para apuntar fechas, horas y sucesos, sino que, de haber sido dueña de uno, hubiera tenido que salir del quiosco para escribir, puesto que dentro no hubieran cabido los dos, es decir, quiosquera y cuaderno.

Empezaba a asomar tímidamente la primera nube cuando Iván Antónovich abrió el maletín y extrajo el artículo que la noche anterior no lo dejó dormir. El citado artículo estaba firmado con un seudónimo falso, lo cual es el colmo de la impostura. Iván Antónovich dio un lengüetazo a su piruleta y se quedó mirando unos patos que llevaban unos minutos observando a la quiosquera. Rodion Románovich se encogió de hombros y fijó su vista en los patos. Ante esa actitud de imprecisa clasificación, Iván Antónovich pensó en carraspear para llamar la atención de su hasta entonces solo potencial interlocutor, pero descartó la idea porque sabía que el otro, en un alarde de astucia, se daría cuenta de que ese carraspeo habría sido forzado, ya que la piruleta es, por su naturaleza, un remedio de más que probada eficacia contra cualquier afección de garganta. En realidad no era más que pura cobardía. Rodion Románovich era un conversador excepcional, capaz de llevarse siempre el gato al agua, y a Iván Antónovich le daba pánico verse enzarzado en una discusión como la que tenía entre manos con el supuesto autor del artículo, de modo que dejó el texto en el banco y se levantó, con la esperanza de que Rodion Románovich reaccionara de alguna manera. Iván Antónovich dio varios pasos en dirección al grupo de patos, confiando en que el presunto autor, aburrido, cogería el artículo como mera defensa nerviosa, y haría como si lo fuera a leer. Por otro lado, no estaba claro si el autor era realmente él, a pesar de que el estilo se le pareciera más que razonablemente.

La razón por la que Iván Antónovich no pudo dormir la noche anterior, como ya se sabe, fue el citado artículo, más concretamente, su lectura, y específicamente el contenido de ésta. El texto en sí ya era raro en cuanto a la forma. Estaba mecanografiado sobre papel satinado con microtejidos de 0,3 y con sangría francesa, pero aún más desconcertante era la forma oval de dicho papel. El fondo del texto no era menos extraño. Llevaba por título una palabra de origen chuvasio, llena de eses, y de una sonoridad asombrosamente hueca. El tema del texto era tan novedoso como preocupante y, de poder haberse demostrado, habría significado el fin de muchas cosas conocidas. Un texto así no se podía obviar porque quemaba, pero no se podía quemar porque de alguna manera era obvio.

Rodion Románovich miró el papel por el rabillo del ojo mientras insistía en extraer el picapica del fondo del sobre. Tenía las manos pegajosas y ninguna intención de ponerlas sobre aquel papel tan poco convencional. Empezaba a soplar una brisa capaz de quitarle el sombrero a alguien con una talla craneal inferior al diámetro de dicha prenda (o complemento, según se mire, y dependiendo de la época). Los patos se alejaron con graznidos que parecían increpar a Iván Antónovich, y éste se volvió hacia Rodion Románovich, que acababa de poner una piedra sobre el papel oval. En ese momento comprendió que su amigo era el autor del artículo, y que publicarlo podía suponer su ingreso en un manicomio o una deportación a Siberia. La quiosquera no se perdía un detalle mientras empezaba a bajar la persiana del quiosco y a retirar los molinillos, que para entonces daban vueltas con gran fuerza. El cielo se oscureció, y quiso la casualidad que la primera gota de la mañana cayera sobre el artículo de Rodion Románovich.

Iván Antónovich miró su reloj, que tenía la esfera hexagonal con los bordes planos y muy gruesos y que recordaba a una tuerca. La aguja marcaba exactamente la hora que marcaría cuando encontraran flotando en el interior de una iglesia el cadáver del que robó el reloj a su dueño segundos más tarde de que éste se desintegrase, dejando únicamente su reloj sobre un montón de polvo gris. Es de destacar que Iván Antónovich sufrió una combustión espontánea excepcionalmente rápida, mientras Rodion Románovich se encendía un cigarro con las llamas que salían de su único amigo y editor de toda la vida. En el instante en que Iván Antónovich miró su reloj, una expresión de pena hacia sí mismo y de repugnancia hacia el diseño del reloj se reflejó en su cara. Rodion Románovich asintió con la cabeza mientras se palpaba en busca de un cigarro. Lo que decía el texto no era aquello que se podía desprender de las palabras en una primera lectura. Todo pasó como temía Iván Antónovich. Todo pasó como decía el texto. De haber tenido tiempo para otras reflexiones, Iván Antónovich no habría malgastado sus últimas horas intentando rebatir matemáticamente el contenido del artículo; no habría perdido tiempo afeitándose y haciéndose un doble nudo Windsor en la corbata, y no habría pedido un desayuno tan mediocre. No hizo falta hablar para que, cuando ya sentía el calambre previo a la combustión, Iván Antónovich le preguntara con la mirada al experto en tornillos cómo había llegado a esa conclusión, y cómo podía haber predicho con tal precisión lo que iba a pasar. Como respuesta, Rodion Románovich le lanzó una sonrisa tan franca como involuntaria, ya que sonreía porque había encontrado el tabaco, que estaba en un bolsillo interior del impermeable.

Iván Antónovich recordó entonces una conversación que mantuvo en ese mismo sitio con Rodion Románovich hacía mucho tiempo. Es asombroso lo rápido que va la mente cuando uno es consciente de que el fin de su existencia va a llegar en cuestión de segundos. En aquella conversación habían discutido sobre la falta de objetividad en un artículo de Rodion Románovich acerca del impacto de la llave inglesa fuera del contexto anglosajón. El autor, lejos de estallar en cólera, se limitó a decir que la objetividad era él mismo, que lo que él dijera era la definición de todo, y que, por lo mismo, lo que él dijera que no se ajustase a la realidad habría forzosamente de ajustar esa misma realidad a aquello que él dijera. De paso le dijo que sabía que Iván Antónovich iba a arder en una combustión espontánea, y que lo mantendría informado.

El cuerpo tiene un mecanismo de defensa muy eficaz en algunos casos, consistente en desconectar el cerebro del resto del cuerpo, de manera que el dolor pase desapercibido a aquello que lo tiene que interpretar y poner en práctica, y por lo general el individuo pierde la consciencia. Iván Antónovich quiso mantenerse lúcido hasta el último segundo. ¿Acaso ardía por dictado de Rodion Románovich? ¿Era tal la influencia del escritor sobre Iván Antónovich que podía provocar esa combustión de manera inconsciente? ¿Acaso no era él y no el otro quien ardía sin razón aparente? ¿Podía asimismo dejar de arder? Y lo último que le cupo preguntarse: ¿Podía Rodion Románovich hacer que dejara de arder?

La primera gota sobre el papel fue la primera de una tromba de agua sin precedentes en Moscú, que, de hecho, no se ha vuelto a repetir. Llovía tanto que no se podía ver a través de la cortina de agua, y sin embargo, Iván Antónovich se consumía sin remedio, como si el agua lo evitase a él únicamente. Rodion Románovich se caló su sombrero de capitán Ahab, y se alejó con las manos en los bolsillos y el cigarro apagado por la gran tromba.

El único testigo de aquello fue la quiosquera, que tras testificar, fue prejubilada con una mísera pensión de informante, y la obligaron a firmar en un papel que eso nunca ocurrió. Nunca pudieron dar con Rodion Románovich, pero sí encontraron una copia del artículo, idéntico al que había descrito la quiosquera, sobre el escritorio del despacho del jefe de redacción de la revista de tornillería. El seudónimo que figuraba en el artículo era Iván Antónovich.

 


 

Diego Kindler, Madrid, 1984. Licenciado en Lenguas Modernas por la Universidad de Estocolmo, ha publicado la novela El tablero de Parchís (Caligrama, 2019) y los cuentos La muerte de Iván Antónovich (aquí publicado en español) y La cola, ambos traducidos al polaco por el catedrático de literatura de la Universidad de Szczecin Piotr Michalowski, y publicados en la revista literaria Fraza. En la actualidad trabaja como traductor y escribe cuentos y novelas. @KindlerDiego

Lee otro relato de este autor: Diarios de un caracol

Ilustración relato: Fotografía por 11891922 / Pixabay [dominio público]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) · n.º 110 · mayo-junio de 2020

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