relato por
Hugo G. Sánchez

 

E

sther y los dos hijos que le quedan se disponen a morir. El tibio ritual inicia después de la cena: en silencio, los chicos recogen la mesa; en silencio, Esther lava los platos. Se enjuagan las caras, se cepillan los dientes y vuelven a la mesa.

La mujer comienza la charla, los chicos, de diez y doce años, le replican. Esther calla, todos lloran. Recuerdan a Esteban, el hermano mayor torturado y asesinado tres semanas atrás. Hacen puño el dolor y se lo tragan, aprendieron ya a convertirlo en resignación, esa que llega cuando uno se sabe cadáver.

Recién cumplía los quince años cuando desapareció al salir de la escuela y lo encontraron tres días después con el rostro desfigurado y cinco tiros en el pecho. Así le cobró el barrio su negativa de ingresar a la pandilla. Todos sus amigos de infancia habían dado el paso, él sólo aceptó encargos de poca monta: llevar paquetes o advertir sobre la presencia de sospechosos, pero al final se paró ante el abismo y le dio la espalda.

Le dieron dos oportunidades, primero lo citaron al parque de la comunidad para brincarlo a golpes y se negó; luego dos de sus compañeros de clases le dieron un puñal y le encargaron que acuchillara a otro adolescente que venía de una cancha contraria, y también se negó. No tuvo, como el Pedro bíblico, el chance de negar una tercera vez.

Tras honrar la memoria de Esteban, madre y hermanos rezan por él, por las ánimas del purgatorio y por las propias. Pero el nombre del hijo muerto, del hermano inmolado, también trae a los dolientes la desazón que les dejó la llegada de un grupo de tipos armados la noche en que lo velaron: el Mongo, el jefe en el barrio, acarició una nueve milímetros frente a ellos, cortó cartucho, rozó el rostro de los chicos con el metal, mientras su dedo acariciaba el gatillo y los ojos se le llenaban de violencia. Finalmente, exigió abandonar el hogar, so pena de volver cualquier día para despacharlos a tiros.

Terminada la oración, Esther los besa en la frente, los abraza y les da su bendición. Los tres se acuestan en la misma cama, puesta frente a la entrada de la casa para darles un panorama franco a sus verdugos. Quieren morir juntos, porque no soportan la idea de que alguno sobreviva y tenga que lidiar nuevamente con el dolor de la muerte.

El agrio vaho del cuerpo podrido de Esteban sigue fresco en la casa, implantado como una ligera viscosidad en el aire.

La noche da paso a la madrugada, los chicos duermen. Esther puede ver a los hombres reptando por la colina atestada de casuchas, vienen con pistola a la cintura y escopeta al hombro, derriban la puerta de su casa. Con claridad les ve las manos: intimidantes y gastadas. Ve cómo agitan sus dedos e inician la fiesta del plomo.

Pero el sonido ahogado del teléfono bajo la almohada la retrae del estupor de la imagen. Abre el WhatsApp, no hay texto, solo se carga una foto, es Mongo: la boca abierta, los ojos vacíos, los sesos de fuera. La mueca de una sonrisa intenta llenar el rostro de Esther, pero el dolor no se disipa. El sol aún tardará en llegar.

 


 

Hugo G. Sánchez (1986). Periodista salvadoreño. La mayoría de su trabajo lo ha desarrollado en agencias internacionales de prensa. Desde 2011 ha participado en talleres literarios con importantes escritores salvadoreños como Ricardo Lindo, Jorgelina Cerritos, y Susana Reyes. Tres de sus cuentos fueron publicados en la antología El Territorio del Ciprés (2018).

📨 Contactar con el autor:  hugogonzalez {at} gmail.com

Ilustración: Fotografía por sl3p3r / Pixabay {public domain}.

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 102 · enero-febrero de 2019

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