relato por
Montserrat Varela

—¡Puta madre! Para esto mejor hubiéramos venido de rodillas… —se quejó tan groseramente como solo él sabía.

—Cálmate   Poncho,   estás   poniendo   nervioso   al   señor   con   tus   modos —intenté explicarte inútilmente.

—Y el señor no puede ir más rápido. ¡Ve el tráfico! ¡Ni modo que los brinque! Aguántate,  ya  casi  llegamos.  Aguántate…  ¿No  que  muy  macho?  —y  que  suelto una carcajada pero Poncho se encabronó aún más: —Ay sí, ya casi llegamos… —chillaba—, lo dices tan fácil porque tú no eres la pendeja que se está desangrando…

—No te estás desangrando, no mames —dije y dejé implícito que la pendeja sí era él.

Hasta el día de hoy, 26 de diciembre de 2014, llevábamos saliendo dos años, tres meses y dieciséis días. Nos conocimos cuando yo iba en segundo de secundaria y él había dejado la prepa para jugar básquetbol todo el día. De regreso de la escuela, yo cruzaba por su cancha con el pretexto de acortar distancia, una mentira. Era mucho más directo si me seguía a casa dos cuadras antes de cruzar por el parque. Pero… ahí estaba Poncho, jugando siempre y todos los días a la misma hora yo pasaba para ver si un día él me veía.

No tardó en llegar el día fortuito en donde un accidente, un balonazo para ser precisa, nos unió… Aturdida por el golpe en la cara le reclamé furiosa pero ya era demasiado tarde para enojarme de veras. Fue amor a primera vista.

—¿Qué te pasa, idiota? —creo que dije.

—Alfonso Queijeiro, pero dime Poncho —respondió, extendiendo su mano para levantarme. Era guapo. De hecho, era el chico más guapo que había visto hasta entonces. Rápidamente, me contó que además de matar las clases del CCH jugando básquet, se ganaba la vida entrenando perros.

—¿Qué clase de perros? —le pregunté mientras dejaba que me colocara una coca-cola fría en la mejilla para bajarme la hinchazón.

—De todas las razas —presumió—, desde pequeños hasta mastines o gran danés. ¡Yo no discrimino ni con los perros ni con las chavas! —dijo y a mí no me pareció un comentario de mal gusto entonces.

A las pocas semanas hicimos el amor por primera vez. Fue una mañana en la que me escapé del colegio. Fui a su casa. Entramos cuidándonos de que los vecinos no fueran a vernos llegar juntos pues sabían que sus padres no se encontraban. No estaba muy segura de hacerlo pero me convenció con el trillado argumento de que debíamos «pasar al siguiente nivel» o terminar definitivamente puesto que la relación se estaba estancando. Y yo no quería terminar con él porque estaba muy enamorada. Acababa de cumplir catorce años y no tenía idea casi de nada, así que no tardé en acceder a su tan ansiada prueba de amor. A partir de ese momento, comencé a escribir poemas y jubilé mis muñecas a una caja de cartón. Los poemas eran, en ese entonces, mi mayor orgullo y consuelo.

Al poco tiempo de salir, Poncho me enseñó a fumar, a coger y a embriagarme. Junto a él aprendí a escuchar metal, a ver pornografía y a decir la palabra «verga» casi para todo.

—¡Verga! —decía yo, pero de inmediato me ruborizaba y ya no podía contener la risa.

Todas las tardes lo acompañaba a los entrenamientos caninos y lo ayudaba sosteniendo las cadenas de castigo, las distintas correas, los juguetes de los animales, la botella de agua o el refresco. Honestamente, me aburría muchísimo, pero él demandaba mi compañía y a mí me daba la impresión de que se sentía muy solo y triste y me rompía el corazón dejarlo así. Por mi parte también me caía bien pasar la tarde con alguien, llevaba ya catorce años muy sola aunque rodeada de gente… Como «abandonada entre la gente».

Al cabo de poco tiempo empezamos a comer juntos, en su casa. El padre de Poncho nos cocinaba copiosamente. A ese hombre le encantaba verme comer y yo, más por pena que por hambre, comía todo lo que él me preparaba. Algunas veces hasta llegué a enfermarme de tanto que comía pero nunca dije nada para que Poncho no se molestara. Él decía que los perros siempre tenían que comer sus croquetas, nunca sobras, ni dulces, nada más que sus croquetas, así que no podíamos desperdiciar comida y darles el resto a los perros. Los platos de los animales debían colocarse siempre en el mismo lugar y cuando se les daba una orden, cualquiera que fuera, era necesario reafirmar ésta con su respectiva seña: mano arriba, chasquido, aplauso, mano hacia abajo, etcétera. Así era como Poncho entrenaba.

Cuando quería reconciliarse conmigo después de una discusión (que al cabo de seis meses de noviazgo ya eran demasiadas), Poncho me guiñaba un ojo. Era un gesto suave, casi imperceptible, pero yo sabía que deseaba disculparse. Al principio no lo reconocía pero, con el paso de los meses, supe interpretar ese gesto. Era un «perdón», un «lo siento», un «no lo vuelvo hacer», que tanto le costaba decir y había aprendido a comunicarlo mejor así, en silencio; nuestro vocabulario secreto. Yo creía que éramos tal para cual, sin duda alguna.

Recuerdo que una vez, una sola vez que le dediqué un poema. Poncho, como de costumbre, había faltado a la escuela y estaba encamado viendo la televisión. Noté su molestia cuando me postré justo frente al televisor, impidiendo que siguiera viendo su programa. Pensé que se le pasaría pronto al escucharme leer su regalo. Insistí en que debía hacerlo en ese «preciso» momento pues estaba orgullosa de lo que había escrito y no podía aguantar las ganas de ver su reacción. Él quiso leerlo. Tomó el papel entre sus manos y rápidamente fue enunciando las palabras mismas que se agolpaban en su garganta. Sin respetar la puntación ni el ritmo, leyó dando la impresión de que no entendía su significado y de que era la primera vez que leía algo en la vida.

—¿De veras quieres ser poeta, Alma?

—¿No te gustó? —pregunté espantada ante su duda. Poncho frunció el ceño y negó con la cabeza.

—Pero no te enojes. Ven, que te ves bien buena… —soltó, así que hice el poema a un lado y me abracé de él.

Poncho solía decir que a los perros hay que regañarlos en el instante en que hacen algo mal, no minutos después y que el regaño funciona así para que ellos entiendan de inmediato la relación entre lo que hicieron mal y su castigo. Vaya, para que no vuelvan a cometer el mismo error una y otra vez.

Nunca volví a escribirle nada. Le compraba tarjetas de felicitación ya hechas en las que sólo ponía mi firma. Prefería regalarle discos, chocolates o cualquier cosa antes de soportar otra vez el sentirme pequeña junto a él, vulnerable. Me repetía a mí misma que no debía sentirme así. En la secundaria todas las chavas me envidiaban por tener un novio como Poncho: alto, de cabello largo, rubio, ojos verdes, arete, tatuaje y con una moto como de película. En cambio, mis papás decían que era un vago que se la pasaba todo el día de pata de perro y les preocupaba que yo pasara tanto tiempo con él, pero no les hacía caso. Ellos no entendían lo que Poncho era para mí, lo que yo era para él. No entendían que si pasábamos tanto tiempo juntos era porque nos necesitábamos. Ambos nos sentíamos desesperadamente solos.

Hoy cumpliríamos dos años, tres meses y dieciséis días. Poncho colocó en mi mochila una caja de chocolates y al hacerlo, encontró una nota. «Alma, eres increíble, te quiero muchísimo, Luis». Leyó Poncho y luego, mirándome furioso como jamás lo había visto antes, me dijo:

—¿Y bien?

—Me lo escribió un amigo. Le regalé el poema que te leí, para su novia y estaba feliz. No me veas así, Poncho. Es sólo un amigo, de verdad —dije nerviosa pues su mirada de enojo me tenía asustada.

—¡Júramelo! —exigió a gritos mientras me cogió con fuerza de los hombros.

—Te lo juro.

—¡Que se muera tu madre! —me dijo, mientras me agitaba. Preferí entonces no intentar zafarme. Casi llorando, respondí en un murmullo:

—Te lo juro, si no, que se muera mi madre.

—¡Que me muera yo! —gritó de nuevo y esta vez hizo ademán de pegarme pero se contuvo en cuanto respondí:

—¡Te lo juro! ¡Te lo juro!

—¿Por quién? No lo dijiste.

—Por ti, Poncho. Por ti —y de pronto me invadió una rabia descomunal que sobrepasó mi miedo. Pensé en todas las veces que me había tratado como a un animal. Pensé: «Que te mueras tú». Y me di miedo.

—Ya, por favor —le supliqué para que me soltara.

—No te creo. Lo único que te pido es que me seas fiel. ¿Es tan difícil? ¡Eres una pinche perra! —gritó de nuevo y no dudó esta vez en soltarme un golpe.

Una pinche perra después de horas de entrenamiento viéndolo jalar la cadena de castigo una y otra vez sobre los pescuezos de aquellos animales inocentes; después de horas de cansancio que pasé en vela tratando de descifrar y complacer sus deseos; después de reflujo y gases acabándome todos los platillos de su padre, lamiendo el plato; de levantar cacas de perros; de rascar melenas enredadas y despanzurrar pulgas con los dedos. Para él yo era solamente «una pinche perra» después de entregarle mi cuerpo a alguien que solo sabe tocar bien a un balón de básquet; que tiene una halitosis similar a la de un puddle y que cuando enfurece, sus ojos enrojecen como perro bravo, su mandíbula se traba y no sabes en qué momento te pueda morder…

Saqué del monedero un billete de doscientos que le había robado a mi papá y se los di al taxista, le regalé el cambio. Fuimos corriendo a la sala de urgencias y… al verle el brazo a Poncho, la señorita de la ventanilla apresuró el trámite.

—¿Edad?

—Diecinueve

—¿Qué te pasó?

El muy cobarde volteó a verme…Yo guardé silencio pero aún me temblaban las manos.

—Me mordió un perro —respondiste serio.

—¿Y a usted? —me preguntó la señorita.

— ¿A mí? ¡Nada!

—Tiene sangre en la boca…

—No es nada —respondí, pero la mujer me lanzó una mirada desaprobatoria con un dejo de lástima.

—¿Qué raza era el animal?

—Un pinche perro faldero —se apresuró a contestarle.

—¿De la calle?

—Sí —dijo Poncho.

La mujer lo miró en silencio, luego me miró a mí y negó.

—No parece una mordida de un perro de la calle —dijo, sin quitarme la mirada de encima, y yo me quedé boquiabierta—, ese tipo de mordidas suelen darla los perros domésticos, en especial los de pedigrí… Lo que realmente sucede es que la dueña —señalándome— no se hizo cargo, ¿cierto?

Asentí, sin saber qué decir, pero no hacía falta. Creo. Poncho había tenido tres puntadas. Y yo al fin había me había liberado de la correa de castigo que me había autoimpuesto.

 


 

Montserrat Varela. Nació en la CDMX el 15 de septiembre de 1981. Estudió teatro en el Centro de Arte Dramático, A.C., fue becaria en la Fundación para las Letras Mexicanas (2008-2009) y Ganadora del Torneo de Historias Mínimas José Mayoral 2015. Ha publicado varios cuentos en diversas antologías, varias de Editorial Endora. Su primer libro fue Milagritos, de editorial Cartopirata, 2016. Recientemente publicó un cuento en la antología Nadie ve, todos saben de la Universidad Iberoamericana de León, Gto, poesía en la antología Gotas y Hachazos de la editorial española Páramo y para el 2019 cuenta con dictamen positivo para publicar su libro Adán (sin Eva) en la colección “El Guardagujas” de la Dirección General de Publicaciones de la Secretaría de Cultura del Gobierno del Distrito Federal.

Contactar con la autora: moonvaliente1q81 [at] gmail.com

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez; del libro Pasen al fondo (2017) ©.

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