relato por

Xavier Alejandro Llusá

S

on las 6:00 a. m. Ni siquiera los domingos puede dormir la mañana. Desde que nació Marquitos tiene una alarma natural en su cuerpo. Siente la necesidad de revisar temprano el cuarto de su hijo, aunque no se encuentre en casa. No recuerda si ayer el muchacho se quedó en casa. Encaja sus dedos en las dupe negras y se dispone a averiguarlo.

Marta tiene cara de cansada. Parece que hubiese nacido con aquellas ojeras. Se detiene para observar su rostro en el tramo entre su cuarto y el de su hijo. Los espejos la asustan. A veces no reconoce su imagen. Duda realmente ser ella. Se recrimina demasiado por no tener nada en especial. Una piel arrugada, las puntas quemadas y unos ojos tristes. Una madre cincuentona de manual.

Cuando Marquitos era pequeño todo era diferente. Se respiraba amor en esa casa. Su marido y ella estaban criando un niño de lo más cariñoso. Se disfrazaba de superhéroe y brincaba feliz por todos lados. Le parecía el muchacho más tierno del mundo cuando para despedir a una visita le daba un abrazo. Sin embargo, algo dentro de los dos murió el día que se marchó el tercer miembro

En la madrugada del séptimo cumpleaños de su hijo, el padre recogió las maletas, le dio un beso en la frente a cada uno y se largó en una balsa. Después de la despedida, ambos volvieron a acostarse a dormir. No se despertaron hasta el otro día. Lo que resultó para el muchacho el mejor regalo de cumpleaños posible.

Para Marta todos los problemas actuales de su vida se remontaban a ese día. La falta de dinero, la insatisfacción sexual, la casa destruida y el hombre en que se había convertido Marquitos. A veces lloraba por las noches culpándose de haber transformado a su hijo en un inútil. Un sujeto indefenso ante el hostil entorno.

Abre con prudencia la puerta del cuarto. El olor a hombre golpea su rostro. Entre todo el reguero del mundo descansa su hijo. Con la cara postrada contra el colchón, las patas peludas y sus brazos enclenques abiertos de manera grotesca. No se parece a un angelito durmiente.

Le tranquiliza saber que durmió anoche en la casa. Hoy se levantó con mal cuerpo, piensa que un baño podrá arreglarlo todo. Se desnuda y coloca la bata de casa dentro del lavamanos. El agua fría toca su cuerpo. Ni siquiera se inmuta. Recuerda un día de lluvia.

Marquitos tenía doce años. Llegó con el  uniforme empapado y la cara morada de golpes. Ella intentó averiguar lo sucedido. Solo silencio, no hubo respuesta. Se molestó y quiso llevárselo a la escuela para averiguar lo sucedido. La cara del niño expresó una vergüenza absoluta. Los ojos hinchados parecían tener ganas de retraerse y dejar dos agujeros negros en las cuencas, por lo cuales el cuerpo sería absorbido y nadie nunca más sabría de aquel niño.

Roto en llanto con la fuerza del berrinche, se desató de las manos de su madre y corrió hasta su cuarto. Marta no pudo evitar sentir asco por una milésima de segundo. Abochornada de sí misma siguió los pasos de su hijo para encontrarlo descansando en posición fetal sobre una sábana dolorosamente blanca. Fingía un sueño profundo mientras se chupaba el dedo gordo y abrazaba un oso de peluche. Pensó que lo mejor sería dejarlo tranquilo. Nunca supo lo que pasó.

Ya son las 7:30. Nunca ha sabido secarse bien. Se pone la misma bata de casa y decide que lo mejor es intentar mirarse lo menos posible al espejo mientras se lava los dientes. Sale al balcón a fumar y mira la calle. Completamente vacía. Le gusta fumarse un cigarro sin filtro después de cepillarse. Le gusta la combinación del sabor a menta de la pasta y del tabaco negro. Sin embargo, ya no soporta los cigarros mentolados.

Hubo un tiempo en que solo fumaba suave, pero el niño empezó a robárselos. Siempre dejaba la caja de cigarros sobre la meseta de la cocina. No le gustaba fumar en la calle. Le ruborizaba que la gente sintiese su peste a cigarro. El caso es que cada vez que regresaba a su casa encontraba un par menos dentro de su caja.

En las tardes, Marquitos se sentaba en la esquina. Siempre lo veía a lo lejos desde el balcón. Seguro ahí se fumaba los cigarros robados. Jugaban al fútbol, se reían, perdían el tiempo y se drogaban. Todos los muchachos de su edad lo hacían. Sentados en las esquinas se reían de las piedras, casi soltando baba por sus bocas. Una felicidad inconforme abundaba sus miradas. Tal vez debido a la tristeza momentánea de descubrir por un segundo la inevitable mediocridad que deparaba a sus vidas.

La primera vez que llegó con peste a marihuana prefirió hacerse la boba. Entendía ese aburrimiento eterno que invadía sus vidas. Al menos tenía amigos y parecía otro más de los muchos jóvenes que se encontraban perdidos ante la inamovilidad de sus realidades.

El cigarro se acaba más rápido de lo que esperaba. Se quedó con ganas de fumarse otro, pero el hambre no la deja pensar bien. Debería dirigirse a preparar el desayuno. Una tortilla de tres huevos picada a la mitad y un pan para cada uno. No está segura de que quede jugo de mango. Se dirige hacia la cocina. Son las 8 de la mañana.

Crack. Parte los tres huevos contra la meseta y vierte su contenido sobre un recipiente de cerámica blanco. Bate con un tenedor las yemas y se queda embobada viendo la trayectoria circular de su muñeca. Prende el fogón y coloca la sartén con el poquito de aceite que se puede permitir. Echa los huevos en el sartén. Comienza a freírse la tortilla.

Supo que las drogas iban a freír el cerebro de su criatura el día que encontró diez gramos de piedra dentro de su cuarto junto a trescientos dólares americanos. Estaba demasiado asustada como para conversar, así que prefirió discutir. Marcos ni siquiera se inmutó. Su rostro parecía inamovible, inmune a cualquier emoción, solo recogió sus cosas y se marchó.

Desde el balcón Marta lo veía todas las tardes. Viviendo en casa de una cualquiera y siempre rodeado de gente rara. Llegó a pensar que ya no era responsabilidad suya. Se había convertido en un hombre. Un adulto no puede pasarse toda la vida culpando a otros de sus desgracias. Deseaba con todas las fuerzas del mundo desentenderse de su hijo. Vender la casa, buscarse un marido, irse del país, tener un orgasmo, por fin vivir su vida. Desear no era suficiente, no podía evitar despertarse sudada y llorando en medio de la madrugada para gritar de dolor.

Por eso sintió una alegría tremenda cuando al mirar hacia abajo desde su balcón divisó a Marquitos. Desnudo y repleto de moretones. Justo al bajar a recogerlo comenzó a llover. Lo agarró por los brazos y con todas sus fuerzas lo arrastró escaleras arriba.

Lavó su cuerpo churroso e inconsciente, le puso una ropa de dormir de cuando era niño y nuevamente lo arrastró para trasladarlo hacia su cuarto. Todo estaba igual. La ropa regada, los platos sucios en el piso y la cama sin tender. Arreglarían juntos los errores y las circunstancias pasadas. Abandonarían ese lugar que tanto daño les había causado. Ninguno de los dos eran malas personas, se merecían ser felices. Era su momento para por fin poder serlo.

Algo huele mal. Se le olvidó que estaba haciendo una tortilla. Parece ser que se quemó un poco. Nada que un poco de mostaza no pueda arreglar. Corta los panes con un cuchillo de dientes con precaución para no cercenarse. Abre el refrigerador en busca del jugo. Solo queda para un vaso.

Empuja la puerta del cuarto de su criatura con el desayuno en la mano. El ambiente se está empezando a tornar hediondo, no falta mucho para que aparezcan moscas. Se sienta junto al querubín dormido y suavemente lo toca para despertarlo. Siente el frío recorrer todo su cuerpo. Parece que hoy tampoco despertará. La madre deja los alimentos en el piso y mientras silba una melodía abandona la habitación. Cierra la puerta con cautela para no despertar de manera brusca a su querido fruto.

 


 

Xavier Alejandro Llusá Borges. Nacido el 28 de junio de 2003, Marianao, La Habana, Cuba. Estudiante de Sociología en la Universidad de La Habana. Fue durante un tiempo colaborador de la revista digital contracultural cubana Mujercitos Magazine..

Contactar con el autor: xallusaborges{at}gmail[dot]com

Ilustración relato: Fotografía por janrye (en Pixabay)

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

El hombre que se evaporó en Huevos rotos El hombre que se evaporó, por Fernando L. Pérez Poza. En Margen Cero («Cuentalia» – 2002)
Cuento cruel (en Huevos rotos) Cuento cruel, por Eduardo Jauralde. Primer premio del Certamen de Literatura La Barca de la Cultura y Revista Almiar. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2009)
Prodigios en Argentina (en Huevos rotos) Prodigios en Argentina, por José Elgarresta Ramírez de Haro. En Margen Cero («Cuentalia» – 2003)

 

Relato Ismael López Gálvez

Biblioteca de Margen Cero

Revista Almiar · n.º 136 · septiembre-octubre de 2024 · 👨‍💻 PmmC · MARGEN CERO™

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