Cuento cruel
Eduardo Jauralde
Él sale muy tarde, pasadas las doce del mediodía. Con pasitos cortos, sin apenas alzar los pies del suelo, cruza el patio ajardinado y se dirige hacia el portillo. Desde mi balcón le veo recorrer esos ocho o diez metros como si fuera a derrumbarse, acentuando teatralmente su vejez. Al llegar, comprueba que no lo ha abierto nadie, que el trozo de cartón que él encajó anoche en el cerrojo sigue en su lugar. Apoya ambas manos en la valla de madera pintada, se agacha y mira por una rendija la calle sin transeúntes. Imagino sus ojos pitañosos de suciedad y sueño. Viste un pijama de color decadente, violeta oscuro o escarlata desteñido. Su cráneo achaparrado, brilloso, está orlado en la nuca y tras las orejas por una abundante pelusa blanquecina. Al verle arrastrar su miserable soledad, yo debería sentir cierta compasión, pero mis ojos permanecen duros, y mi boca dibuja una mueca de desprecio.
¡Viejo asqueroso!
Alza la cabeza hacia este lado y yo me echo hacia atrás, de instinto; pero enseguida recuerdo que la vista no le alcanza hasta aquí, y menos con el sol de frente. Finalmente revisa el buzón del correo y regresa con un puñado de basura publicitaria que deja en el suelo. Arrastra una butaca de jardín y se sienta delante de la puerta que siempre deja abierta. Se adivina dentro un desorden de muebles y cajas de cartón.
Sentado, parece un pelele grueso y feo, las manos plácidas sobre la barriga de serrín; la cabeza vuelta hacia un cielo sin nubes; atento al arrullo de las palomas bajo los aleros o al soplo de la brisa entre las hojas de los eucaliptos.
Cuando se acerca la hora, se pone las gafas de sol y enciende un cigarrillo. Cruza una pierna sobre otra y fuma con gestos amplios, como los artistas de cine, levantando mucho la cabeza para expulsar el humo. Ademanes ridículos de un adefesio que se pavonea delante de su espejo antes de acudir a una fiesta.
Ellas tres suelen llegar a eso de la una, cuando salen del colegio, si es que han ido. Trece, catorce años, no creo que tengan más. Todas las tardes oigo sus grititos histéricos, las risas con que lo engatusan. ¿Qué le dirán? Él se quita las gafas de sol, las mira mariposear alrededor de su silla. ¡Putillas desvergonzadas y abusonas! Yo sé lo que haría con ellas. Él no sabe, es un espantapájaros inofensivo. Se llena los ojos legañosos de carne fresca, no las manos. Toca un hombro o un antebrazo, roza apenas un muslo que le gustaría palpar, imagina el calor de unos pechos que asoman por el escote, sonríe como un idiota... ¿Cuánto dinero nos vas a dar hoy, Juan? ¿Te vienes al cine con nosotras?, le dirán. O se harán las menesterosas: pasamos hambre en casa, necesitamos calcetines para el invierno que llega. Toca, mira qué fríos tenemos los pies. Al final él entrará en casa a buscar el dinerito mientras las niñas esperan fumándose sus cigarrillos y fisgoneando por el jardín.
Pero hoy es diferente. Hoy no llegan solas. Las acompañan sus amigos. Dos mozarrones de esos que te rompen la cara a patadas si te cruzas con ellos y les miras. Ya lo decía yo: precoces putas perversas que azuzan a sus machos: él viejo tiene el colchón relleno con billetes de a cien; el viejo guarda cajones repletos de joyas antiguas.
Me retiro porque si me descubren son capaces de venir luego a por mí. Pero no permanezco oculto más de un minuto. La curiosidad me empuja de nuevo al balcón, con prudencia, eso sí. Él está derrengado en su butaca, pelele roto, las gafas caídas en el suelo, las manos sacudidas por un temblor de pánico. Los dos, chico y chica, que se han quedado fuera le miran, se ríen, y al reírse se acarician y se besuquean, provocándole. Los otros estarán dentro de la casa, destripando colchones, vaciando armarios, afanando con todo lo que les convenga.
Podría coger al teléfono y alertar a los policías, ya lo sé. Prefiero esperar a ver qué le hacen. Si sólo es un buen susto, se lo tiene merecido. Qué se figuraba él. También a mí me agradarían ciertas cosas, pero me aguanto. ¿Qué no tengo más remedio? No soy tan mayor, menos que él. Lo que pasa es que yo mido las consecuencias de mis actos. Pero con la imaginación puedo ir por dónde me da la gana: a ésas les meto la mano por debajo del vestido, por entre las piernas, cosas más atrevidas aún... La imaginación es libre y no daña a nadie. Él se pasó de listo.
Los que salen no han debido de encontrar el dinero ni las joyas que buscaban. Le zarandean, le levantan de la silla a empujones; ahora sí, yo tendría que ir a avisar, pero él se cae de rodillas y suplica que no le roben o que no le maten. Exagera su vejez y su miedo, estoy seguro, para que los otros tengan compasión. Me entran ganas de gritar: pegarle duro a ese viejo baboso. Y es como si oyeran mis pensamientos porque le arrastran hacia el fondo del jardín golpeándole cada vez más furiosos. Dicen que una vez que uno se calienta ya es capaz de matar a patadas a un anciano sin sentir ninguna compasión. Tiene la cara ensangrentada. Desde aquí ya no distingo bien si sangra por la boca o por la nariz o si le han partido una ceja. Las chicas no se quedan atrás. Le zurran con más furia que ellos. Será para vengarse de las babosadas y los toqueteos que le tenían que aguantar para sacarle su dinero, supongo.
Cuando se cansan de patearle, huyen por la tapia del fondo, saltando. Lo abandonan tirado en el suelo, inmóvil, a un costado de la caseta donde amontona trastos inservibles.
El corazón, que se me había ido acelerando con la paliza, vuelve poco a poco a recuperar su ritmo cotidiano. No es bueno que las emociones fuertes se prolonguen demasiado. Ya pasó todo, me digo y trato de respirar despacio mientras contemplo el cuerpo inmóvil de mi vecino. Desde el cielo, cae sobre él un rayo de sol. El Dios justiciero que lo remata con una lanzada, pienso aliviado.
Abandono el balcón y me voy a descansar una siestecita.
Con este calor no voy a poder dormir...
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EDUARDO JAURALDE:
«Nací hace mucho (más de
sesenta años) en Madrid, donde estudié Periodismo y Filosofía, pero sin alcanzar
los ansiados títulos.
Por los años sesenta emigré a Francia huyendo del servicio militar y de la
represión franquista contra los estudiantes revoltosos. Recuerdo con especial
ternura y agradecimiento eterno al canónigo que me abrió las puertas de su
colegio y me dejó que enseñara castellano a sus pupilos, en Dol de Bretagne, a
cambio de techo, comida y un puñado de francos franceses.
En los años ochenta hice un viaje por las Américas (Argentina, Bolivia, Perú
Ecuador, México, Guatemala). A la vuelta empecé a escribir cuentos.
Actualmente participo en el
taller virtual 27etras.
(http://www.27etras.es/)
He ganado algunos premios:
Finalista. Hucha de oro, Madrid. 1993
Finalista. Hucha de oro, Madrid. 1994
Primer premio. Concurso de cuentos de El Hierro. 1994
Segundo accésit UNED 1994
Primer premio. Concurso de cuentos de Laguna de Duero. 1995
Primer premio. Ateneo de Sanlúcar de Barrameda. 1995
Segundo premio. Max Aub de cuentos. 1997
Finalista (3.º) Fernando Lara de novela, 2000 (Si no estoy en tu ahí)
Premio Ateneo Libertario (Valencia 2005)
Finalista Litopress 2005
Mención. II Concurso Internacional Revista Hybrido. 2005
Primer accésit Concurso Internacional de Zaragoza. 2005
Segundo accésit. Villa del Río. 2006
Segundo premio San Esteban de Gormaz 2006
Segundo Premio Café Compás Valladolid 2008».
jauralde[at]aliceadsl.fr
ILUSTRACIÓN RELATO: Violencia, By Ulises baine (Own work) [GFDL (http://www.gnu.org/copyleft/fdl.html) or CC-BY-SA-3.0-2.5-2.0-1.0 (http://creativecommons.org/licenses/by-sa/3.0)], via Wikimedia Commons.
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Primer premio del Certamen:
Eduardo
Jauralde (Saint-Nazaire;
Francia)
ⓘ Relato publicado en Revista Almiar, n.º 46, (2005). Página reeditada en agosto de 2024.