relato por
Manuel Moreno Bellosillo
¿Creéis que hemos creado en broma los cielos y la tierra, y todo lo que hay en medio?
El Corán
E
n el año 2029 yo era un abogado recién licenciado que acababa de terminar la pasantía de unos meses en un reconocido bufete de la capital y había decidido emprender la carrera profesional en solitario montando un despacho por mi cuenta. Mi carácter individualista, perfeccionista y, por qué no decirlo, un poco obsesivo, no encajaba bien con los grandes despachos superespecializados y departamentalizados, donde los casos se trabajaban colectivamente en equipos formados por varios profesionales especialistas de un departamento e incluso de distintos departamentos, siendo cada abogado un engranaje más del mecanismo. No iba conmigo la producción en cadena, mi carácter se inclinaba más por el despacho tradicional donde un solo abogado generalista, asistido por una secretaria y uno o dos pasantes, estudia, prepara y ejecuta todos los trabajos que le encargan, sean de la naturaleza que sea y de cualquier disciplina.
Los inicios son siempre difíciles, lógicamente no podía aspirar a que me encargaran casos como los que se llevan en la grandes firmas y tenía que conformarme con los asuntos propios de un despacho pequeño y un abogado principiante: juicios por delitos leves, monitorios, divorcios, reclamaciones a vecinos morosos, desahucios por impago, accidentes de tráfico, etc. Sin embargo, no me faltaba ambición y esperaba que algún día me llegara el asunto de enjundia que me permitiera aplicar mis conocimientos jurídicos, desplegar mis habilidades forenses y demostrar en suma mis cualidades como abogado. Un caso que me hiciera notorio, un caso que me hiciera destacar en la profesión, un caso que me diera prestigio, un caso que me diera caché…
Ese caso extraordinario al que aspiraba me llegó prematuramente y por un cauce del todo inesperado: el turno de oficio. Como cualquier abogado joven con ganas de aprender me había apuntado al turno de oficio y de vez en cuando me llamaban para que me encargara de algún asunto, por lo general de escasa cuantía y poca enjundia jurídica. Casi siempre los clientes resultaban beneficiarios de asistencia jurídica gratuita, pero ello no les impedía ser muy exigentes con el letrado que les tocaba en suerte, reclamando constantemente su atención y planteando quejas al mínimo desacuerdo.
Pero en este caso no fue así, los clientes que me asignaron habían sido demandados por la Disney Consumer Product, una filial de la todopoderosa Disney Enterprises Inc, (propietaria de los personajes creados por Disney), reclamando el cese en el uso ilícito de sus personajes y la indemnización de los daños y perjuicios derivados de su explotación comercial.
Disney es una celosa guardiana de sus derechos de autor y en cuanto descubre un uso no consentido de sus personajes por una empresa no autorizada, sin importar lo grande o miserable que ésta sea, pone en marcha toda su maquinaria legal para reprimirlo. En la carrera se estudiaba como paradigmático de la evolución de los derechos de autor la Copyright Term Extension Act 2, ley aprobada por el Congreso de Estados Unidos para ampliar por segunda vez la extensión de los plazos de protección del copyrigtht, conocida también como la Mickey Mouse Protection Act 2, por la presión que ejerció el lobby de Disney para la aprobación de esta ley.
El ancestral combate entre David y Goliat se repetía, esta vez en el ámbito menos cruento de un proceso judicial, enfrentándose en la lid una de las multinacionales más gigantescas y poderosas del mundo contra cinco individuos anónimos e insignificantes. Un combate tan desparejo se me antojaba como la gran oportunidad que estaba esperando.
Después de la primera lectura, la demanda me pareció vaga, rudimentaria, desordenada, incongruente… en resumen: mala. Me extrañó que una multinacional como Disney, conocida mundialmente por la cantidad y calidad de sus abogados, planteara una reclamación que como mínimo podía calificarse de descuidada. Sin embargo, en una revisión posterior descubrí que su ambigüedad era deliberada, que su falta de concreción era una premeditada estratagema procesal que buscaba ocultar sus argumentos jurídicos para sorprenderme y desarmarme en el juicio.
Me enfrentaba con un abogado no falto de astucia y experiencia forense, un enemigo formidable. Esto no me desanimó, al contrario, fue para mí un estímulo más para acometer el caso. Estaba decidido plantear una defensa firme y a buscar todos los resquicios legales para desafiar cada uno de los fundamentos legales que sustentaban su reclamación. El abogado de Disney podía estar seguro de que enfrente tendría un letrado a la altura e, independientemente del fallo final, no le resultaría un juicio sencillo.
Me aprendí de memoria la Ley de Propiedad Intelectual, me estudié todos los volúmenes de doctrina sobre derechos de autor y saqué toda la jurisprudencia sobre el tema de las bases de datos a las que tenía acceso. La demanda tenía un talón de Aquiles en la prueba documental aportada, la misma se reducía a un acta notarial acompañada por unas fotos de unos individuos que, supuestamente, debían llevar prendas con dibujos de los personajes de Disney propiedad de la demandante, pero que no se podían distinguir pues las fotos habían sido tomadas a mucha distancia y las figuras aparecían borrosas. No habían aportado ni un informe pericial ni una muestra de las prendas o productos infractores. Aunque en el escrito de demanda referían constantemente que el uso ilícito de los derechos de su propiedad se probaría en el momento procesal oportuno, lo cierto era que la Ley rituaria civil obligaba a aportar junto a la demanda toda la prueba documental de la que la demandante pretendiera valerse, no pudiendo subsanar posteriormente esa deficiencia. Además, todo abogado precavido sabe que en asuntos sobre propiedad intelectual es necesario preconstituir prueba antes de presentar la demanda para evitar que el demandado avisado trate de destruir o hacer desaparecer los productos infractores y que la demanda se desestime por falta de pruebas.
Por sus nombres supe que los clientes cuya defensa me habían asignado eran extranjeros, pero no sabría decir de qué nacionalidad pues yo jamás había oído nombres tan extraños. Sospechaba que podía tratarse de una familia de turcos o de algunas de las exrepúblicas soviéticas que habían instalado en España un taller textil clandestino en donde se confeccionaban prendas decoradas con los personajes de Disney. Nada más recibir el encargo llamé al número de teléfono móvil que en el Colegio de Abogados me habían facilitado como única forma de comunicarme con ellos. Aunque el teléfono estaba disponible, al final de los cinco tonos de llamada acaba saltando indefectiblemente el contestador. Dejé una docena de mensajes que no fueron atendidos, pero por fin un día, después de muchas llamadas, una voz infantil atendió el teléfono. Me presenté como el abogado designado para defenderles, le expliqué la situación y le propuse mantener una reunión con todos ellos. A todo respondieron afirmativamente del otro lado de la línea, pero no podía estar seguro de que me entendiera pues por su aflautado tono de voz parecía entusiasmado con las noticias que le daba, aunque yo en ningún momento quise restar gravedad a un asunto que podía suponerles perder no solo una importante cantidad de dinero sino también su negocio y forma de vida. Durante toda la conversación tuve la extraña impresión de que mi interlocutor estaba sonriendo al otro lado del teléfono, como cuando te diriges a un extranjero que no entiende tu idioma y educadamente te escucha esperando a que termines para marcharse.
Como me temí los clientes no asistieron a la reunión a la que les había convocado. Les llamé, pero no contestaron; de hecho, no volvieron a atender a ninguna de mis llamadas, a pesar de que seguí insistiendo diariamente durante las semanas siguientes. Dudé si desistir de la defensa que me habían encomendado por la falta de colaboración de los clientes, pero tanto por el respeto que tengo a la profesión como por la enjundia del caso me decidí a preparar la contestación con los pocos medios con los que contaba, básicamente la propia demanda.
El procedimiento después siguió su curso habitual hasta que llegó el día del juicio. Yo había ido dejando mensajes en el contestador de mis clientes informando de las incidencias del pleito y les había comunicado varias veces, y con la suficiente antelación, la fecha señalada para la vista, pues su interrogatorio había sido solicitado por la demandante.
Estuve esperándoles en la puerta de los tribunales, pero no aparecieron. Con el retraso habitual de los juzgados nos llamaron para la celebración del juicio. Antes de entrar saludé a mi compañero, un abogado un tanto estirado y relamido, vestido como un pincel y con el pelo engominado. Aunque respondió a mi saludo correctamente como corresponde entre compañeros, noté en su mirada el desprecio que le producía mis trazas de abogado de oficio.
La primera prueba para practicar era el interrogatorio de los demandados y, después de la liturgia inicial, se les llamó para contestar a las preguntas de la parte demandante. El juez era un hombre mayor, con el pelo totalmente blanco y el rostro reposado de las personas a los que los años han hecho sabias y buenas. Le informé que los demandados no habían comparecido y aproveché para referirle las dificultades que había tenido para comunicarme con ellos, pero igualmente pidió a la oficial que les llamara como formalismo para consignar en el acta su incomparecencia. La oficial salió de la sala y oí como voceaba los nombres de mis clientes por el pasillo. A los pocos minutos entró de nuevo en la sala, estaba pálida como la cera y tartamudeando anunció que los demandados estaban esperando fuera. El juez le ordenó que les hiciera pasar sin más dilación.
La oficial volvió a salir y franqueó la entrada a la más patética y lúgubre compañía que jamás haya pisado un juzgado. Resulta difícil referir la siniestra impresión que la procesión causó en todos los que ese día nos encontrábamos en la sala. Entraron cogidos de la mano y muy juntos. Eran cinco individuos y el más alto de ellos no superaría el metro veinte de altura, como si fueran niños de cuatro o cinco años. Aunque todos estaban enteramente cubiertos, ellos con una especie de gabán largo y un sombrero y ellas con una túnica que a modo de burka les tapaba de los pies a la cabeza, algo había en sus figuras que parecían contrahechos. Andaban renqueantes, arrastrándose, como si algunos estuvieran cojos o fueran tullidos. Un rumor quejumbroso, un sollozo o una plegaria mascullada a media voz, acompañaba a la comitiva. Agarrados de la mano se sentaron en el banco que la oficial les indicó.
Toda la sala se había quedado en silencio, sobrecogida por la siniestra procesión. El juez llamó a Miki Fare, el primero de los demandados, para contestar a las preguntas del letrado de la actora. Una de las figuras oculta tras el gabán y el sombrero se levantó y la oficial lo llevó hasta el estrado. Al resto de la comitiva pareció afligirles la separación, aun fuera solo un par de metros, y cuando sus manos se separaron se escuchó un lastimoso quejido.
Aunque su cabeza estaba cubierta por el sombrero y sus facciones tapadas por una especie de chalina, se advertía que detrás había un rostro que no era del todo humano. El juez le dijo que por razones de identificación debía descubrirse para testificar. Como no pareció entenderle, el juez le instó por señas para que se descubriera.
Cuando se quitó el sombrero y destapó su rostro la oficial del juzgado presente en la sala no pudo evitar soltar un chillido de espanto. Su rostro no era enteramente humano ni enteramente animal, pero no sabría decir cuál de estas naturalezas pesaba más en sus monstruosos rasgos. Tenía un horrible hocico ratonil que destacaba sobre su cara y los redondeados pabellones de las orejas despuntaban por encima de su cabeza. Un pelaje liso y suave de color oscuro le cubría la cabeza hasta el arco de las cejas, incluidos los pabellones de las orejas. Sin embargo, su boca, aunque le faltaban dientes y los que tenía estaban descolocados y torcidos, era humana y no dejaba de sonreír patéticamente. Sus ojos también eran humanos y, rodeados de los demás rasgos animales, me parecieron los más sensibles y cargados de humanidad que jamás había visto. Era obvio que sus rasgos eran un remedo torpe y atroz de los del roedor más famoso del mundo: Mickey Mouse.
El juez, tratando de mantener la dignidad que es propia de su autoridad, hizo las preguntas convencionales previas al interrogatorio que el monstruoso sosia de Mickey Mouse respondió en una jerga ininteligible que a mis oídos legos parecía un idioma oriental.
—Vaya a buscar al traductor de chino y, por favor, trate de sosegarse. —le pidió el juez a la oficial que no dejaba de gimotear nerviosamente.
Mientras esperábamos a que viniera el intérprete yo no podía apartar la mirada del aquel horrible rostro que no dejaba de sonreír un solo instante. Resultaba a la vez siniestro y patético, daban ganas de llorar y apenas podía reprimir que mis lágrimas fluyeran.
Cuando llegó el intérprete, a pesar de que seguramente la oficial le había avisado de lo que se iba a encontrar, no pudo evitar una mueca de repulsión al descubrir la grotesca sonrisa de Mickey Mouse. Después de un breve diálogo entre ellos, el intérprete le dijo al juez que el demandado hablaba en una complicada mezcla de chino, coreano, japonés, intercalando palabras de otros idiomas que desconocía y que podían ser turco y árabe.
—¿Puede ayudarnos? —le preguntó el juez haciéndose cargo de las dificultades del intérprete.
—Haré lo que pueda.
Con la asistencia del traductor el juez reanudó las preguntas para verificar la identidad del demandado. Respecto a su nombre contestó que se había llamado Mi Laoshu, Miki Kuchi, Topolino, Miki Fare… Sobre su edad no supo responder, ni siquiera pudo asegurar que fuera mayor de edad. Tampoco sobre su nacionalidad pudo contestar, afirmó haberse criado con el «resto de sus hermanos» en un lugar donde la gente llevaba batas blancas y que el padre de todos ellos era Walter-sensei. Sin embargo, según refirió, por alguna razón todos ellos habían sido vendidos a un circo que los había exhibido por muchos países del mundo antes de recalar en España, donde el circo se había desbandado. Se habían instalado en Madrid, ocupando una chabola en algún lugar a las afueras de la ciudad y ganándose la vida recogiendo residuos de todo tipo y vendiéndolas a las plantas de reciclaje.
Más o menos esto es lo que recuerdo que el traductor refirió, no sin dificultad, de las respuestas del demandado a las preguntas del juez. Cuando el juez terminó sus preguntas no dio la palabra a la parte demandante para que comenzara su interrogatorio, como dispone la ley ritual, sino que se quedó ensimismado durante unos largos segundos.
—A la vista de las excepcionales circunstancias de este asunto, propongo a los letrados de ambas partes suspender la vista pendiente de una resolución definitiva de archivo —dijo finalmente el juez, dando la palabra a los letrados.
—Señoría, con todos los respetos, no hay ninguna razón legal para suspender el procedimiento. Solicito que se continúe la vista conforme se establece en el artículo 433.1 de la Ley de Enjuiciamiento Civil —pidió el letrado de Disney, aparentemente indiferente al horror que había ante a sus ojos.
—Letrado, dictaré una resolución escrita para que usted alegue todo lo que en su derecho estime —dijo el juez.
—Señoría, los demandados constituyen en sí mismos una violación de los derechos de mi mandante sobre sus personajes. El propio demandado ha admitido que se han lucrado indebidamente con el uso ilícito de los personajes propiedad de mi mandante. Mi mandante tiene derecho a ser indemnizado por los daños y perjuicios ocasionados por los demandados. El procedimiento se debe continuar hasta la conclusión del mismo —replicó el abogado de Disney.
—Letrado, estoy acostumbrado a escuchar extravagantes peticiones, pero la suya es la más repugnante de todas las que he oído en todos los años que llevo impartiendo justicia. Desestimo su solicitud y declaro la suspensión del procedimiento —concluyó el juez.
—Debo recurrir en reposición la decisión de su señoría —atacó nuevamente el letrado de Disney.
—Muy bien, letrado. Desestimo su recurso y hago constar en acta su protesta a efectos de apelación.
—Gracias, señoría.
—Declaro terminada la vista, pueden retirarse. Letrado —dijo el juez dirigiéndose a mí— quédese un momento con sus clientes.
Después de que el abogado de Disney y los procuradores se retiraron, el juez pidió a la oficial que llevara a los demandados a su despacho y que avisara al forense de guardia para que les realizara un examen médico.
—Si le parece, letrado, podemos esperar a que el forense les examine mientras pensamos en algo que hacer —me propuso el juez.
Le manifesté mi conformidad y salí a los pasillos del Juzgado a esperar que el forense realizara su examen.
Estuve esperando casi dos horas hasta que el juez me llamó a su despacho. El forense parecía bastante afectado y fumaba nerviosamente un pitillo que le temblequeaba entre los dedos.
—Doctor, presente su informe —le pidió el juez.
—Es lo más monstruoso y atroz que he visto en toda mi vida de facultativo…
—Por favor, limítese a informar sobre su estado de salud —le interrumpió el juez.
El forense acercó su temblorosa mano a los labios y dio una profunda calada al cigarrillo.
—Se ha realizado un primer examen y, obviando las particularidades de los individuos examinados, el estado de salud que presentan es penoso. Su higiene es muy deficiente, uno de los sujetos examinado está afectado por la sarna y otro tiene una plaga de un tipo de piojos propio de las aves. Todos ellos padecen de desnutrición y avitaminosis. Las patas… las piernas de uno de ellos están tan atrofiadas que apenas puede andar, pero casi todos presentan lesiones en sus extremidades inferiores, como si hubieran estado atados o sujetos a algún tipo de cepo. Tienen cicatrices y señales por todo el cuerpo de haber sido golpeados. Uno de los examinados tiene un tumor detrás del cuello del tamaño de una pelota de tenis, otro tiene el cuerpo cubierto de llagas supurantes…
—Ya es suficiente, doctor —le interrumpió nuevamente el juez.
—También presentan un estado mental muy precario, puede que algunos padezcan trastornos psíquicos… —continuó el forense ignorando la petición del juez.
—¡Ya basta, doctor! —le gritó el juez.
La orden del juez esta vez hizo enmudecer al forense bruscamente.
—Disculpe, doctor, pero creo que es suficiente —dijo el juez recuperando la compostura.
—Perdón — se disculpó el forense.
Durante casi medio minuto estuvimos todos callados, como despejando la tensión que se había creado.
—¿Cree usted que han sido sometidos a cirugía estética? —le preguntó el juez.
—No, señoría, no he advertido rastros de cirugía. Parece un caso de ingeniería genética.
—Eso pensaba yo también ¿Cómo cree que podemos proceder en un caso como éste?
—No le entiendo, señoría.
—¿Qué podemos hacer por ellos?
—Este no es un caso habitual, señoría.
—Lo sé, pero no podemos dejarlos marchar y desentendernos del problema ¿Podemos apelar a alguna institución?
—Existen centros de acogida donde creo que podrían atenderles y darles los cuidados y asistencia médica que precisan. Aunque en principio solo acogen a menores de edad, creo que en este caso podrán hacer una excepción. Ellos sabrán qué hacer con ellos.
—Me parece muy buena idea —consideró el juez—. ¿A usted qué le parece, letrado?
—Me parece bien, señoría —contesté.
—¿Se puede encargar de los trámites del acogimiento? —le pidió el juez al forense.
—Sí, señoría, necesitaría una instancia firmada por usted.
—No hay ningún problema, la letrada de la administración de justicia se ocupará. Le voy a pedir al intérprete que de la forma más delicada posible informe a sus representados de que van a ser acogidos. A ustedes dos les pido discreción.
—Por supuesto, señoría —respondimos al unísono el forense y yo.
El forense se marchó a iniciar los trámites del acogimiento y nos dejó solos al juez y a mí.
—Letrado, creo que puede despreocuparse del pleito. Convenceré al abogado de Disney de que desista de su demanda. Sin perjuicio de lo que ese picapleitos opine, los demandados no son personajes, son seres humanos, criaturas de Dios provistos de alma como usted y yo.
—Gracias, señoría, pero siguen siendo mis clientes y es posible que todavía necesiten mis servicios. Me gustaría seguir asistiéndoles.
—Me temo que ni usted ni yo podemos ayudarles. Es posible que nadie pueda, pero existen profesionales más cualificados que nosotros. Comprendo su interés y agradezco su humanidad, pero debo pensar primero en ellos y no creo que pueda ayudarles.
—En cualquier caso, la oficial tiene mis datos, si me necesitaran para algo no duden en llamarme.
—Descuide, letrado, le llamaremos si le necesitamos.
Me despedí del juez, recogí mis códigos y mis legajos y me fui del juzgado. Recuerdo que el edificio a esa hora estaba vacío, ajeno al trajín y bullicio matutino, y mis derrotados pasos resonaban en los pasillos silenciosos. Cuando por fin llegué a casa rompí a llorar las lágrimas que había estado reprimiendo toda la mañana y no dejé de llorar hasta que al amanecer caí piadosamente dormido.
Después de esa mañana no supe nada más de mis clientes. Durante los días siguientes indagué en internet, pero no encontré ninguna mención sobre ellos. Resultaba casi irreal que en plena era de la información esa noticia pasara inadvertida y no apareciera en ningún periódico ni en ningún blog ni en ninguna página web, como si todo hubiera sido una pesadilla. Poco después recibí copia del escrito presentado por la representación de Disney desistiendo del procedimiento y casi inmediatamente el auto de archivo. A los dos meses me di por vencido y dejé de buscar noticias de mis clientes, intrigado y a la vez agradecido por ese telón de silencio que los protegía.
De casualidad un día me fijé en el deslucido cartel pegado en una pared de ladrillo que confinaba un solar. En el cartel anunciaba la llegada de un circo a la ciudad y «la actuación de las criaturas reales de Disney», mostrando los descoloridos dibujos de sus personajes en sus simpáticas monerías, muy distintas de la patética mueca del Mickey Mouse que yo había conocido. Ese día no arranqué el cartel y cuando volví el muro había sido derribado para empezar las obras de construcción de unas viviendas. Fue el único vestigio que descubrí de ellos, por ese cartel sabía que lo que había visto no era una pesadilla, que había sido real.
A lo largo de estos años no he dejado de conjeturar sobre ellos, estérilmente, desde luego, pues de las conjeturas no ha devenido ninguna certeza. No resulta difícil admitir al entendimiento que todos ellos fueran criaturas concebidas en un laboratorio, experimentos de algún proyecto científico secreto, individuos cuyos genes habían sido manipulados para parecerse a los personajes antropomorfos de Disney. Obviamente no debían de tratarse del proyecto principal, sino de algo accesorio, algo así como un capricho de los brillantes genetistas para que sirvieran de mascotas y divertimento del laboratorio: el sueño de la razón produce monstruos. Sospecho que el proyecto en que fueron concebidos era chino, pero los genetistas serían en su mayoría japonenses y coreanos, superespecialistas atraídos por el dinero y la falta de restricciones legales a la ingeniería genética de su poderoso vecino. Es mejor no pensar en las atrocidades que se habrían cometido en ese laboratorio en nombre de la ciencia y la investigación. Luego, el proyecto se cancelaría y el laboratorio clandestino se desmantelaría en secreto, haciendo desaparecer cualquier indicio de su existencia, incluidos naturalmente los sujetos del experimento. Pero ellos sobrevivieron, alguien debió salvarlos, quizá el demiurgo se apiadó de sus criaturas o quizá algún empleado sin escrúpulos los vendió a un circo a cambio de unos yuanes. El caso es que lograron escapar y se convirtieron en una de las atracciones de una feria que deambuló por Asia central hasta llegar a Europa y en España se desbandó, abandonando a su suerte a la que debió ser su atracción principal. Aquí fueron descubiertos por la compañía Disney y sus abogados consideraron que su mera existencia constituía una infracción de los derechos exclusivos que ostentaban sobre sus personajes y los demandaron. En su declaración, el demandado Mickey Mouse había referido que el padre de todos ellos era Walter-sensei; sensei es un término japonés para referirse a una autoridad, un profesor o un médico, y Walter podrá ser el nombre propio del jefe del proyecto. Walter, Walt, Walt Disney… en mis conjeturas más fantasiosas me dejé tentar por uno de los mitos modernos más absurdos y elucubré sobre la posibilidad de que el propio Walt Disney fuera el líder del Proyecto, reanimado de la crionización y curado con los nuevos remedios contra el cáncer. Su ideología de ultraderecha, su simpatía por los regímenes fascistas y su celo en la protección de sus creaciones me inspiraron algunas hipótesis más bien disparatadas, figurándomelo como un perverso científico experimentando con seres humanos, como un Josef Menguele favorecido por las nuevas oportunidades para la infamia que ofrecen los avances de la ingeniería genética. Pero esto no es un cuento de ciencia ficción, la crionización no es un proceso reversible y, además, Disney falleció en Los Ángeles el 15 de diciembre de 1966, siendo su cuerpo incinerado y sus cenizas enterradas en el Forest Lawn Memorial Park Cementry. No, no era Walt Disney, era un hombre que jugaba a ser Walt Disney, un demiurgo despiadado, perverso y con un morboso sentido del humor ¿Qué le inspirarían sus lúgubres criaturas? Soberbia, ternura, risas… Textos gnósticos sostienen que el mundo es la creación imperfecta de un dios inepto o la obra perversa de una criatura satánica, pero nadie ha escrito que el mundo pudiera ser algo así como una gran broma de Dios, nadie ha concebido la creación como un monstruoso chiste divino; un chiste viejo, cruel y sin gracia, pero un chiste, al fin y al cabo. Nadie ha pensado que Dios pudiera tener sentido del humor, nadie lo ha concebido como una divinidad riente, nadie ha imaginado a Dios riéndose; sí, Dios también se ríe, se ríe estúpidamente de su propia broma, sobre todo de nosotros, sus criaturas más patéticas; de nuestras tribulaciones, de nuestras ambiciones, de nuestras amarguras, de nuestros empeños, de nuestros sufrimientos, de nuestras ansias ¿No oís sus carcajadas? Son terribles catástrofes, estruendosas como truenos, explosivas como volcanes, devastadoras como huracanes, destructivas como terremotos… Desvarío, cuando especulo sobre el monstruoso demiurgo que creó a las criaturas me dejo llevar por el delirio o la furia. Me enfurezco cuando pienso que ese hombre sigue vivo y pueda ser ahora un respetable miembro de la comunidad científica, e incluso un premio nobel.
A menudo he fantaseado con un encuentro tardío de las criaturas con su creador y que, como en la vieja película de Tod Browning, lo transmutaran aplicándole los mismos procesos a los que ellos fueron sometidos en uno de los villanos de las viejas películas de Disney, el vanidoso Rei Lui de los monos Bandar-log de El Libro de la Selva o la decrépita Cruella de Vil de Los 101 Dálmatas. Ellos le rodearían mirándole traviesamente y uno le diría «ahora eres uno de los nuestros», y todos romperían a reír y chillar.
En cuanto a mí, finalmente nunca me llegó el asunto excepcional que me situara en el olimpo de los abogados y durante toda mi carrera seguí dedicándome a los humildes pleitos de cada día: reclamaciones a vecinos morosos, desahucios, accidentes de tráfico, alguna herencia modesta si había suerte… pero no me importó, por alguna razón después del caso de Disney perdí interés o ambición y me conformé con mi sencilla condición de abogado de barrio. Mi carácter independiente, individualista y solitario condicionó mi vida y nunca me casé ni tuve una amistad íntima a quien poder contarle lo que sucedió ese día en el juzgado, así que ésta es la primera vez que la historia se refiere. Voy a cumplir sesenta años y aún sigo buscando algo en lo que miserablemente creer.
Madrid, noviembre de 2058.
Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de dicha ciudad. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet, bajo el seudónimo de Horacio Hellpop, una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.
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Contactar con el autor: mmbellosillo [at] hotmail [dot] com
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Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 124 • septiembre-octubre de 2022 • 👨💻 PmmC
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