relato por

Francisco García Marcos

L

e había dicho al cabo Gómez que controlase al pinche de cocina. Aunque fuera su enchufado, no tenía una idea que evitara dejarnos al borde de algún precipicio; de un precipicio bien alto, además. He de reconocer que las tortillas de hachís nos ayudaron a sobrellevar al capitán Machaquito. Ese hombre hacía honor a su apodo. No por ser un fino y eficaz matador, como el torero cordobés de principios del XX, si no a causa de su fervor por el anís, cuanto más seco mejor, como la marca que tiene un retrato del famoso torero en su etiqueta.  Cuando iba de anís hasta las orejas, es decir, prácticamente siempre, podía salir por cualquier lado y ponernos a hacer lo primero que se le pasara por la cabeza; en una palabra, machacarnos física o psicológicamente. Era una angustia perpetua estar en su compañía. Sin las tortillas del moro enchufado en la cocina del batallón todo habría sido más cuesta arriba, eso hay que reconocerlo, porque fue así. Pero eso era una cosa, y otra que aliñara la comida con esas plantas siempre, incluso cuando salíamos de maniobras. Sobre todo si andábamos en la cosa internacional, eso de los ejercicios conjuntos de la OTAN, una mierda. Para empezar, nunca entendíamos nada de lo que decían. Nos teníamos que creer a Machaquito, poco fiable, las cosas como son. Además de por su estado habitual, porque lo único que le escuchamos en inglés durante todos esos años fue «yes, yes». Y luego pasaba lo que pasaba, que hacíamos las cosas al revés, que los otros se enfadaban y nos debían decir cosas tremendas, a juzgar por lo que gritaban y por cómo gesticulaban, aunque no entendiéramos lo más mínimo.

Aquella mañana no les dio tiempo ni a eso.  El mando conjunto nos había encargado una sutil maniobra envolvente por la cara norte del Monte Rúculo. Nuestros aliados debían castigar la cara sur, para hacer una pinza a nuestros enemigos, la imaginaria tropa de un país musulmán pendiente de determinar. Al poco de iniciar la marcha, con el sol empezando a calentar en medio de la tierra yerta que recorríamos, nos encontramos con una lluvia de proyectiles de la artillería alemana.  A la espalda de nuestra posición, entre el polvarín reseco que se formó, parecían entreverse las siluetas de los franceses haciéndonos gestos ostensibles de que retrocediésemos. El cabo Gómez cometió el error de advertírselo al capitán. Machaquito entonces se puso heroico, como si Daoíz, Velarde, Cascorro y Millán Astray hubieran resucitado de golpe para fundirse en él.

—¡Los cojones vamos a retroceder! Esto es la fiel infantería española. Un soldado español nunca retrocede. Este cuerpo ya conquistó el mundo una vez, de América a Filipinas, pasando por Flandes.

Mientras Machaquito nos arengaba, la precisión milimétrica de los alemanes acertó de lleno en una patrulla que habíamos enviado de avanzadilla exploradora. Hasta nuestras botas llegaron algunos jirones de lo que había quedado de nuestros compañeros. El cabo Gómez, ostensiblemente histérico desde hacía algún tiempo, se atrevió a quitarle al capitán la hoja de ruta del bolsillo del pantalón.

—En la dirección opuesta, mi capitán, vamos justo al contrario. Nos van a freír a todos.

Machaquito se sintió ultrajado en todos los sentidos. Le iban a explotar las quijadas, inflamadas por momentos. Sin más preámbulo, sacó la pistola y le pegó dos tiros a Gómez, allí mismo y ante todos los demás, mientras seguían lloviendo proyectiles alemanes.

—Esto pasa por maricón y por insubordinado. He dicho que adelante.

La verdad es que, llegados a ese punto de la maniobra, ya era indiferente la dirección en la que prosiguiéramos. Empezaba a llegar el fuego aéreo de los británicos y los noruegos para apoyar la artillería. En cualquier supuesto nos iban a acribillar. A mí solo se me ocurrió ponerme a correr, sin tener exacta conciencia de hacia dónde, simplemente corría para retrasar, aunque fuera unos segundos, el momento en que abandonara este mundo. Tampoco podría haber elegido destino preciso, la verdad, en medio de la niebla viscosa que se había formado, entre el polvo de las detonaciones, los matojos reventados volando por los aires y las esquirlas de los proyectiles. No sé cómo, pero al final me pareció intuir el hueco de una cueva, como una inmensa boca abierta llamándome para engullirme hacia la salvación. Me tiré de cabeza con todas mis fuerzas. Caí de morros, reventándome el labio que empezó a chorrear sangre, pero estaba dentro. Sobre mi espalda escuché una voz angelical.

—Vaya, Perojil ha decidido reunirse con nosotros.

¿Estaría ya muerto y eso era la entrada en el paraíso? Me giré y traté de incorporarme. Me extrañó porque tenía entendido que en el cielo uno se queda eternamente en la posición en la que entra allí. Luego se seguirá flotando, para siempre, digo yo. Pero, por fortuna, mantenía la movilidad a pesar de la ingravidez celeste. Me incorporé y vi una sombra borrosa. Debía ser el ángel que acababa de escuchar. Le daba un aire a la sargento Peláez, una exageración de mujer, impresionante. No sabía si allí en el cielo se podían tener pensamiento impuros. Por si acaso, los reprimí con fuerza, aunque no sé qué tiene de malo que la sargenta Peláez me parezca una mujer de bandera.

—Perojil, pedazo de blando estás hecho. ¿Qué haces aquí dentro en lugar de estar al cuidado de tus hombres?

Me impresionó la segunda voz. Tanto que me caí de espaldas y me quedé sentado de culo, apoyado contra algo duro y bastante frío. Esa voz cascada y alcohólica no podía ser de ángel alguno. Más bien parecía un demonio que venía también a recibir a los recién llegados, supongo que con la intención de convencerlos para alistarlos en su bando. No era tan distinto, a fin de cuentas, de lo que sucedía en el centro de instrucción de reclutas, cuando pasaban las brigadas de los paracaidistas, los cuerpos de operaciones especiales o la legión buscando voluntarios. Yo, en todo caso, prefería al ángel, entre otras cosas, porque me recordaba a la sargenta Peláez, como ya he dicho. Pero mis preferencias no contaban para nada, porque el demonio continuó acercándose, bamboleando una barriga que parecía un globo indomable en el momento previo a explotar. Me soltó un par de bofetadas sin venir a cuento. Debe ser que adivinó los pensamientos impuros sin yo abrir la boca. Luego empezó a reírse con unas carcajadas que retumbaron en todo el trozo de cielo en donde estaba. Me cogió la cabeza con una mano poderosa y, todo sea dicho de paso, bastante maloliente. Cerré los ojos al ver la otra encaminarse hacia mi rostro. Ni llegué a sentir la tercera bofetada porque antes me desmayé con la cabeza apoyada contra algo duro y rugoso, ya menos frío.

Desperté con los ojos de la sargenta Peláez mirándome con cierta sorna. La barriga aguardentosa pateaba la cueva haciendo círculos, oteando el campo, en pose de fiera enjaulada impaciente por saltar sobre alguna presa. Como empezaba a temerme, su dueño era el capitán Machaquito que no sabía cómo había llegado también hasta allí. Ya que me tenía de cara, me dio una patada en la espinilla izquierda.

—Levanta, Perojil, cojones, que esto no se ha terminado.

Luego se volvió hacia la puerta de la cueva y sucedió el momento, que más tarde supimos que no era un momento cualquiera, sino el momento más desgraciado. Una ráfaga repentina aclaro un poco el polvo de la neblina. Lo suficiente como para distinguir cuerpos, que corrían desorientados de un lugar para otro. En la cabeza del capitán Machaquito debió sonar la corneta llamando a la carga, digo yo.

—Ya son nuestros, nadie escapa a la infantería española.

Dicho y hecho. Sacó la pistola, se cuadró en el vano de la cueva y empezó a disparar compulsivamente contra todo lo que intuía a través de la neblina. La respuesta fueron varias ráfagas enfebrecidas de ametralladora. Todo retumbaba, como si fueran balas que se reproducían en más balas nuevas, más y más, y más. Me tiré sobre la sargenta Peláez en una esquina de aquel lugar. Cerré los ojos, me hundí en su pecho y agradeceré siempre que me apretara la cabeza, bien fuerte. Ella continuaba respirando inalterable, como si allí no estuviera pasando nada. A Machaquito, sin embargo, lo había silenciado dejándolo como a un colador.

No sé decir el tiempo que pasó. Puede que me durmiera al compás de la respiración de la sargenta Peláez. Solo sé que desperté frente a las gafas doradas del comandante Camacho. Me tranquilizó porque era básicamente un oficinista con uniforme. Nunca se había molestado en demostrar que las maniobras le incomodaban, todas, las domésticas y los jolgorios internacionales. Pero, cuando vi aparecer al general Michael supe que todo estaba perdido. Entró gesticulando y dando puntapiés a todo lo que se le cruzaba, con los ojos inyectados en una indignación casi animal.

—¿Pero que coño es esto?

Michael era de signos evidentes, no se andaba con medias tintas. A mí me pateó los riñones hasta ponerme en pie. Con la sargenta Peláez tuvo algo más de consideración. Solo la abofeteó hasta que le empezó a chorrearle sangre de la nariz.

—¡Cobardía, infamia! Habéis manchado este sagrado uniforme, dejando solo a vuestro oficial

Después de todo lo que había pasado allí, con un muerto de por medio y, sobre todo, con el general Michael suelto en modo colérico, aquello no pintaba bien. Terminamos, como era de esperar, frente a un consejo de guerra. El general Michael clamaba para que nos fusilaran. Exigía que lo dejaran ejecutarnos con sus propias manos. Pero eso ya no es posible en nuestro país en tiempos de paz. Además, el togado militar era Orozco, un compañero de promoción de Michael. Era un hombre de pocas palabras y menos gestos, siempre correcto en su aspecto y en sus modales, sencillamente era lo contrario de Machaquito y Michael. Después de que confundiera las órdenes, de que provocara el estropicio que provocó, de que no distinguiera que estaban disparando a sus propios soldados, quitarse de en medio a Machaquito era un regalo divino para las Fuerzas Armadas. Además, dejarme que contara todas esas cosas le permitía observar en la distancia la indignación uniformada de Michael. Así que me explayé, con todos los detalles habidos y por haber, porque intuía que la satisfacción silenciosa de Orozco podía canjearse por clemencia.

La sargenta Peláez, sin embargo, tuvo la boca sellada. Mantuvo la posición de firmes durante toda la vista, enhiesta, con aquellos ojos negros penetrantes mirando siempre de frente, sin pestañear, como si estuviera en otra dimensión por encima de todo lo que sucedía allí. No respondió a ni una sola pregunta, dispuesta a aceptar cualquier decisión que dispusieran sus mandos sin rechistar. Cuando la miraba, no podía evitar recordar sus brazos sujetándome la cabeza. Lo mismo era el único de toda la sala que sabía la verdad, que la sargenta Peláez no era de bronce; al menos, no siempre, o al menos, de bronce líquido, en todo caso.

Al final Orozco lo dejó en que nos expulsaran del cuerpo sin honores. A la puerta del castillo en el que nos habían arrestado hasta la celebración del juicio me esperaba el pinche de cocina del cabo Gómez. Tenía el aspecto de un huérfano abandonado en la puerta de una iglesia. Se acercó y me abrazó. Todavía, muchos años después, no termino de entender el por qué de aquella deferencia.

—Menos mal que has salido. Me tenías muy preocupado, Perojil.

Un instante después oí los pasos decididos de la sargenta Peláez. Iba con unos tejanos y una blusa amarilla, con la melena suelta. Nunca antes la había visto con la melena suelta. Quise despedirme, o decirle algo, simplemente oírla después de todo lo que habíamos pasado. Sin detenerse, giró la cabeza.

—Que te vaya bien, Perojil, y no te metas en más cuevas.

No me dio tiempo a contestarle. Apresurada, se fundió en el bullicio de la ciudad y la perdí de vista. Y ahí estaba yo, rodeado de edificios, autos y personas, pero solo en mitad del universo. Aunque el pinche de cocina se acercó a mí y se quedó mirándome interrogante.

—¿Y ahora qué hacemos, Perojil?

No había asimilado todavía que tendría que hacer algo, menos que lo que fuese mi vida a partir de ese momento había de compartirlo con el pinche de cocina del cabo Gómez, que en paz descanse. Lo único que tenía en Labruna era una vieja casa, en el centro, junto al Parque de la Alameda. La habían comprado mis padres para sacarnos de La Cuchareta, nuestro barrio de toda la vida, convertido en un santuario para yonquis. Pero el caso es que nunca llegamos a ocuparla. A mí me dio por irme al ejército. Loli, mi hermana, tiró para la Antártida, en una misión científica. Siempre ha sido muy lista, aunque no termino de comprender para qué le ha servido. Ha estudiado tanto para pasar más frío que nadie. Es raro, al menos a mí me lo parece. Así que mis padres decidieron morirse donde habían estado desde que se casaron. Así fue, juntos, mientras yo estaba en Afganistán. Cuando volví a Labruna, un notario me comunicó que Loli me cedía toda la herencia. Así que tenía un piso cutre y una casa en ruinas. Lo de La Cuchareta lo malvendí, sobre todo para quitármelo pronto de en medio, con lo que me quedó solo la casa del centro. Instalarme en ella sentía que era casi una forma de cumplir con el sueño de mis padres. Con lo poco que saqué del piso me bastó para adecentar la planta superior y poner un barecito en el bajo. Más que nada pensaba en mantener ocupado al pinche del cabo Gómez, que seguía pegado a mí, como si fuera su padre o yo no sé qué. Por supuesto que no cambió sus hábitos culinarios, sin dar mucho cuarto al pregonero, desde luego. Claro, eso terminó consiguiéndonos una clientela más que fiel, las cosas como son, de la que vivimos aceptablemente, sobre todo porque terminé por dejarle una habitación arriba. Total, me sobraba casa. Ahora que caigo en la cuenta, después de todos estos años, resulta que todavía no se cómo se llama esta criatura.

Esa es mi rutina diaria. Hay que reconocer que el pinche del cabo Gómez es muy eficiente. Yo me limitó a estar en el negocio, llevar las cuentas y tratar con los proveedores. Vivo tranquilo, leo la prensa por la mañana, comemos allí, damos una cabezada arriba y por la tarde volvemos a la tarea. Eso sí, cuando empieza a caer la noche, me siento en una esquina, con un wiski que me preparo yo solo, con hielo y sin hierbas. Miro la puerta siempre. Sé que algún día aparecerá por allí la sargenta Peláez. Seguro.

 


 

Francisco García Marcos. Es profesor de Lingüística General en la Universidad de Almería. Ha publicado libros sobre dicha temática y, también, ensayos como La Divinidad Políglota o La Trastienda de la enseñanza de lenguas.

👀 Lee otros relatos de este autor (en Almiar): La cara oculta del solUn, dos, tres negritos

Contactar con el autor: fgarcos [at] gmail {dot} com

Ilustración relato: Fotografía por Polina Tankilevitch (en Pexels)

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

El hombre que se evaporó en De lo que queda El hombre que se evaporó, por Fernando L. Pérez Poza. En Margen Cero («Cuentalia» – 2002)
Cuento cruel (en Bronce líquido) Cuento cruel, por Eduardo Jauralde. Primer premio del Certamen de Literatura La Barca de la Cultura y Revista Almiar. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2009)
El unicornio en el jardín (en Leocadia Fritz) El unicornio en el jardín, por Elena Ortiz Muñiz. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2010)

 

Relato Ismael López Gálvez

Biblioteca de Margen Cero

Revista Almiar · n.º 135 · julio-agosto de 2024 · 👨‍💻 PmmC · MARGEN CERO™

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