relato por
Alexandro López Baquero
«¿
… qué fue ese grito?»
Uno siempre grita con la muerte. A veces se grita por dentro, pero es igual.
Sabía que mataron a Mauricio Salém. Sabía más de la cuenta, por eso me costaba mantener la discreción ante las noticias de allá. En especial esa del Daily News:
… se halló el cuerpo sin vida en su departamento, junto a los libros… un impacto de bala… entró por la boca y salió por el hueso occipital…
(Periodista: Frederick Cambell)
Todos se alborotaron en la casa y fue insoportable. A los días que se enteró, mi mamá quiso apagar las computadoras y las luces: «apaga todo lo que haga ruido, por Dios, hay que respetar» y no lloró. No tenía por qué llorar, pero ella lloraba por todo y fue extraño.
Los fósforos ya no estaban sobre las velas —siempre estaban allí—. Se golpeó un par de veces con todo porque la casa quedó medio oscura. Se cortó con la caja de inciensos y comenzó a derramar sangre. Yo la sangre no la puedo tolerar, me da ansiedad… me da mareo.
En realidad, nadie veía un carrizo, y lo que yo acababa de ver fue tanto que sencillamente ya no podía ver nada más.
Por fin, los fósforos estaban en el cofrecito del té. Encendieron la vela del santo más pequeño del altar solo para ponerse a pensar en su vida y en su obra. La noticia de una muerte siempre había prendido la vela de ese santo.
Hasta cierto punto era como si yo tuviera algo que ver, (o no sé, así lo sentí, estuve paranoico por días, lo admito). Como que se acercaban mucho. Y, cuando quería encerrarme, insistían más en las cosas del señor Mauricio y en todo lo que yo hablaba con él.
«¡¿Qué carajos?! ¿Piensan que lo maté, acaso? ¡No pregunten tanto que no sé nada!», les dije así porque ya me tenían hasta acá.
Después, mi mamá se puso a buscar una fotografía junto a él. Antes que el exilio se lo llevara lejos de Bellas Artes, y de esos cafés que parecían comunistas donde solo firmaba novelas. La señora Arias, la decana, me las había obsequiado en la facultad cuando a las librerías de Caracas llegaban cosas buenas. Mi mamá decía que era mayor para mí y que no confiaba en esas relaciones, pero por ella fue que supe mucho de Mauricio Salém y lo empecé a leer, hasta le agarré cariño.
Mi mamá fue la única de la familia (y no me lo había dicho) que llegó a estar muy cerca suyo. Vivía diciendo que era más pequeño y más agradable en persona —¿hará unos treinta años?—. Todavía no ganaba los premios y las estatuillas que vi en su repisa, faltaba mucho para volverse ministro y aún escribía sus corrientes de filosofía y una crítica muy densa de novelas.
A los días, pasaron el funeral por televisión. Se transmitió en el mismo canal donde el señor Mauricio moderaba su programa.
«¿… qué fue ese grito?», otra vez.
Quería responderles que por la sangre. Pero no, no había sido por ninguna sangre. Además, nunca les respondí. Y después de los días, se me hizo desagradable que Gregorio y ella abrieran toda una materia de opinión sobre el señor Mauricio.
Apenas transcurrió una semana cuando sus adversarios ya habían montado una campaña bochornosa en su contra. Según: el patrimonio estaba manchado porque el cargo de ministro de Comercio lo asumió en una de las décadas más corruptas de la república: un soborno por diez millones de dólares de las tres petroleras más grandes (para entonces), una malversación de fondos por casi quinientos mil y un desfalco de treinta millones sobre los años que se mantuvo el control de divisas. En fin, unas sumas espantosas que no hacían otra cosa que restar.
Se dijeron tantas cosas suyas: Que suscribía los principios de alguna religión porque se había comenzado a vestir con batas y sandalias. Que consumía drogas, porque tenía los ojos muy reventados. Que su cuerpo siempre estaba a punto de quebrarse; o que sus dedos tenían la maldita enfermedad de Paganini, el violinista genovés. Si era cierto o no, no viene al caso. Pero quienes lo dijeron solo lo hicieron por cómo lucía en el programa, y eso me molestaba.
▫ ▫ ▫
El señor Mauricio era de esos que viajan. Conocía lo deslumbrante del planeta, la constitución de todo país rico y el palacio de los reyes que quedaban vivos. Era mujeriego (que no es más que otra forma de viajar) y le gustaban las muchachitas que no habían sido tocadas. Pero también se dijo que las humillaba y las vestía de blanco. Quien lo sostenía (una de sus damas en los bufetes profesionales) mencionó sin escrúpulos la cantidad de todas ellas: un número grande y redondo.
Se dijo que le rendían visitas, así como que recibía el cuidado de una gitana que conoció en los Cárpatos de Hungría, cosa más rara. Se atrevieron, también, a poner en duda su sexualidad cuando lo vieron salir de algunas tascas de Brooklyn acompañado de alguien que se vestía de cuero y gabán, olía a remedios, y como que se escondía siempre de los hombres. Después de muerto se supo que era el médico personal quien se enfrentaba ahora a dos cargos: uno por negligencia, al suministrarle excesivamente unos gramos de Tiosican, y otro por asesinato en primer grado cuando lo mandó a matar porque don Mauricio como que nunca se moría por sí solo.
Se reveló públicamente una foto de su rostro sin vida en la sala de disecciones —que se viralizó en internet, por cierto— a unas horas de haberse anunciado la muerte. Supe, ahí mismo, que no era el de la foto.
No sé: quizás porque no vi, por ninguna parte, lo que lo dejó sin vida. Pero también podía ser la textura o el color: algo de su piel. Parecía todo menos vivo, sí. Pero parecía todo menos un muerto.
Pensé lo mismo que decían los demás —a fin de cuentas, yo era parte de esos demás—: que era un muñeco de cera y no el Mauricio auténtico.
De allí se especuló sobre su salud y se dijo que, a su edad, una enfermedad terminal se lo estaba comiendo. «Se ve muy chupado cuando sale en el programa», esto lo dijo mi mamá una vez.
▫ ▫ ▫
Los agentes mediáticos, en sus declaraciones, mencionaron que tanto el médico como la gitana debían estar bajo custodia. En el caso del médico, ya lo estaba, pero en el de la gitana permanecían en su búsqueda, pues como que se la había tragado la tierra.
Quise alzar mi voz. Que dejaran de un lado las opiniones de los que vieron «todo» y que se centraran más en lo que nadie vio.
Pero, ¿quién carrizos me iba a escuchar una verdad?
Nuestra justicia es pésima, no puedo criticar nada. Así que fui a la embajada americana para darles la información, pues, aunque el señor Mauricio era originario de Puerto la Cruz, tenía cuarenta años en Norteamérica, y los gringos ya habían tomado sentido de pertenencia sobre su trayectoria, hasta lo habían vuelto personaje de su propia enciclopedia.
Fue estúpido presentarme sin evidencias, lo sé, y que correspondieran a mi demanda fue toda una ilusión. El embajador decidió deshacerse de mí postergando indefinidamente nuestras citas, quizás sospechó del escalofrío y de mis nervios la primera vez que me vio; pero no creo que haya sido por eso más que por el hecho de estar entregado al proselitismo de las noticias oficiales y de todas las cadenas televisivas.
Intenté conseguir otros canales de difusión —redes sociales, videos— pero me quedaba a mitad de camino por temas de organización. Un blog, quizás, necesitaba la logística menos complicada. Pero sin evidencia alguna, mi contenido iría al último piso de la asquerosa farándula. Tampoco quería eso.
▫ ▫ ▫
Por el octavo semestre de Historia, debíamos entregar una investigación sobre los ochenta y noventa, política y disturbios (por allí Mauricio había estado en el gabinete). Recuerdo que a la profesora del departamento de filosofía, la decana Arias, había logrado echármela al bolsillo cuando le mostré unos ensayos sobre Lacan que había redactado dos semestres atrás, yo los releí un montón de veces y me parecieron malísimos, pero a ella le habían encantado. Nos acercamos, y hasta creo que nos enamoramos, aunque eso ya es otra cosa.
Ofreció ayudarme con la colaboración del propio Mauricio Salém, ya que este era un contribuyente del departamento, y con quien mantenía un contacto más que moderado. No me dio su paradero, solo me dijo que era un hombre que siempre vivía lejos, así que los encuentros los haríamos de forma virtual.
La noticia fue una maravilla y no podía creérmelo. Me trasnoché, sufrí ansiedad y migraña, temía meter la pata con una pizca de mi ignorancia tan joven.
Pero, eso no importa, pasemos de una vez a los acontecimientos.
▫ ▫ ▫
La casa era pequeña y de muchas cosas viejas. Una biblioteca rodeaba toda la antiguedad con cientos de libros afelpados y grises, que amenazaban con reventar y salirse de sus depósitos para desmentir a la sociedad. Había premios y estatuillas, y el oleo de una dama blanca sobre el único pedazo de pared que pudiera verse con su ausencia. Y unos mesones arcaicos que delataban cierto olor a cartones y a tablas. Dos puertas adyacentes en una esquina, nada más: la entrada principal, y la otra que parecía la entrada a una alcoba. Yo las veía al fondo, en una esquina, franqueado por dos pedazos de madera que me hacían pensar que don Mauricio Salém situaba su computadora en un hueco bien protegido o en un tramo de esta biblioteca.
Su sentido del humor fue todo un poema. Yo estaba más acostumbrado a leer a Mauricio Salém que a verlo y, pues, uno a través de las páginas y de la teoría clásica de ciencias políticas, jamás se imagina que quien lo escribe pueda gozar de ese sentido del humor ordinario que está en la carne y en el hueso del hombre —y el hombre que escribe, para mí nunca es de carne hueso—, intenta serlo en el proceso, allí está la maravilla de todo. Así que cuando se puso a contar la década del ochenta tan alejado de la complejidad de su obra y, por el contrario, se le escapaban los chistes y las vulgaridades de un hombre verdadero, resultaba para mí una cosa fascinante, y me provocaba unas risotadas, y un efecto quizás desmedido por el cual (me acuerdo ahora) comenzó a mirarme de refilón.
Lo otro fue su cordura. Esto es más serio porque perdía el equilibrio. Al comienzo me dio por burlarme, pero después me preocupé: el señor Mauricio hacía unos paréntesis extrañísimos para arremeter contra lo que parecía un fantasma ajeno al hilo de su narración. Al principio se daba cuenta y lo intentaba ocultar, pero al prolongarse la retórica, el encubrimiento se cansaba y desfallecía.
«¡Maldita sea!», (la que más pronunció bajo esos términos). También «hija de puta», «mierda» o «malparido», muchas veces «malparida». A la tercera sesión le pregunté si estaba bien.
No importa lo que me dijo.
▫ ▫ ▫
Por la travesía de un miembro de la Guardia —o del Ejército, no recuerdo— para filtrar soldados de la guerrilla, se le escapó un frenesí con el que tembló la cámara y hasta me hizo doblar la silla: ¡Malparida! ¡Malparida! ¡Malparida, puerca come mierda!
Y fue más extraño, mientras me decía que el contralor del Gobierno, un tal Amundaray, tenía la mano metida en el guiso de la industria eléctrica, gritó casi con los dientes apretados:
¡Hijo de puta! ¡No sabe cortarle la cabeza a la puerca! (Muy rápido, todo en casi una palabra).
Ya no fueron expresiones solamente sino oraciones completas. Eso sí, se avergonzaba mucho y nada era intencional. En la hoja donde tomaba los apuntes del tema escribí esas lagunas que coloreaban bizarramente el matiz de la sesión. En el transcurso, comencé a investigar algunas anomalías que tuvieran por síntomas estos episodios. Di con el llamado síndrome de Turet donde las personas presentan movimientos involuntarios o a veces frenéticas reacciones verbales.
No sé si era el caso, pero probablemente lo haya sido.
▫ ▫ ▫
El señor Mauricio, como era de esperarse, había desarrollado una habilidad (no sé si la mejor) para «cuidarse». En repetidas ocasiones echaba una mirada por las ventanas. Hacía pausas repentinas para escudriñar los rincones, como si un animal se le hubiera metido. Cuando tocaban su puerta, sabrá Dios quién fuera, respondía las peticiones desde adentro y no abría. ¿Qué paquete? ¡Yo no he pedido ningún paquete! Chao, Adiós, por favor —dijo una vez cuando llamaron al timbre.
Sin embargo, abría la puerta por las noches, para un receso de cinco minutos ya que habíamos acordado hora y media de clase. Me decía que necesitaba asomarse a ver la luna porque a través de las ventanas no se veía nada. Alguien tan inteligente y tan loco necesita la luna siempre para algo. Abría la puerta y se tomaba un vino en el sereno, mientras preguntaba algunas cosas sobre mi vida y sobre mi carrera, y sobre cómo había conocido a la decana Arias. Eso me hacía sentir honrado, como importante.
No sé por qué, pero me dio lástima lo viejo que se veía. Es verdad, se vestía con batas, sandalias y a veces una toga, tenía un cuerpo que ya no quería funcionar, se veía roto, y la salud le había dado una forma redonda y acapullada, ya sus piernas no caminaban y ya sus movimientos no hacían ruido.
Al ingresar, cerraba la puerta con llave. Aunque unas cuantas veces (no pocas) lo olvidó: quedaba a medias y yo tenía que recordárselo. Lo mismo con las ventanas, siempre tenía que cerrarlas, pero a veces como que no.
A lo largo de su instrucción le llegaron muchas llamadas telefónicas, y para cada una atendía un teléfono diferente. En solo una sesión vi cuatro aparatos (¡cuatro!), todos rústicos, sin las decoraciones de la nueva tecnología. Lo que se me ocurre es que clasificaba sus contactos y sus primicias, era vertiginoso ver sus dedos estresados ante el deseo de sostenerlos, ya que eran larguísimos y huesudos, como sacados de un musical de Tim Burton.
Por si fuera poco, respondía con un idioma diferente. No soy un lingüista ni mucho menos, pero el contraste con cualquier otro idioma popular era tan fácil de ver como se advierte el contraste del mandarín al inglés, o del francés al alemán. No obstante, no era ni mandarín ni inglés; ni francés ni alemán. En fin, puede que una corriente de secretos haya pasado por mis narices sin darme cuenta, ya que nunca abandonó ese tipo de comunicación.
El señor Mauricio desconfiaba de la vanguardia digital; apenas tocaba su superficie como quien sumerge solo los pies en el mar porque no sabe nadar, algunas veces se hundía un poco y terminaba ahogándose como después le pasó. Vale decir que esto explica por qué usaba esta lengua en lugar de apagar el micrófono de nuestra sala. Era esta vieja ignorancia que arrastraba del siglo veinte, y que lo llevó a revelar la información que voy a mencionar.
Estábamos hablando de las persecuciones, y me dijo que varios escuadrones de la Guardia habían amedrentado a un grupo de estudiantes que militaban en células radicales de la política opositora, todo para darme el bocado de un 26 de febrero que seguía siendo uno de los dolores crónicos de la historia nacional. En medio se produjo otro de los episodios:
¡Malditos puercos, todos gordos y malditos! Por vez primera se atrevió a disculparse.
¡Perdóname, querido, en serio! —hizo una larga pausa donde se escuchó lejos un carro policial, y prosiguió—. Mira este video: cómo le pegan a este muchachito por las costillas y lo pelan… mira cómo todo se desmoronaba… te voy a compartir la pantalla —a pesar de que titubeó, porque se veía claramente indeciso, aun se atrevió a burlar ese miedo y cruzar esa línea que respetaba, a arriesgar la mentira de su vida pública para develarme su anonimato.
Quise pedir que no lo hiciera porque sufría mareos cuando veía la sangre. Pero antes sucedió algo que nos sobresaltó a ambos y que lo hizo postergar el video. La puerta que estaba al fondo (la de la alcoba) se abrió lento y con mucho silencio, como algo que desea hacer daño. Apareció un brazo flaco, de mujercita, con decoraciones y una manga blanca, tenía una escritura y una música. Hizo sonarse en la pared con un dedo; y quien fuera, sabía que era suficiente y que no podía salir por completo sin licencia.
Yo, la verdad, siempre pensé que estuvimos solos… hasta allí.
Mauricio Salém se crispó de inmediato y todo tembló. Se volteó y le gritó en el idioma que usaba en sus teléfonos. Estaba colérico, se había puesto oscuro y despiadado, pero al cabo de unos segundos reguló diestramente su temperamento. Se puso a buscar un libro, se tomó su tiempo con elegancia, y se lo alcanzó al misterioso brazo antes de cerrarle la puerta.
Cuando volvió a sentarse olvidó por completo el video, no obstante, su pantalla… ¡Ya la había compartido! No tengo idea, como que el mal momento le quitó la memoria por ese rato, o lo había olvidado cómo olvidaba cerrar la puerta y las ventanas, pero esta vez no le recordé nada. Se puso a dictarme con los dedos una vieja lista de presos políticos, mientras yo leía un correo que aún no estaba terminado, y que se agazapaba en una ventana levemente expandida. Me sentí emocionado como con algo de poder, por la información que podía tener allí. No sé, quizás nadie más la conocía. Al lado, un recuadro me lo mostraba a él, muy claramente, diciéndome cosas de las cuales ya no seguía con atención.
Me abstraje en la lectura de ese correo, no pensé en registrar nada, no lo tenía en la cabeza, tampoco sabía lo que iba a pasar. Primero que nada, lamento que esta información vaya a ser muy breve e insuficiente en muchos de sus matices. Como dije, estaba inconclusa y un par de párrafos se veían desordenados y recortados por los límites de la ventana. Además, todo se interrumpió, así que probablemente sea más breve que la versión original.
De igual forma voy a contarlo para que se tenga una idea de la oscuridad que había en Mauricio Salém.
Todo comenzó por un esquema de su cuadro sanitario, donde habló de los valores que más le cobraban la vida. Tenía el colesterol alto, la glicemia desbordada, y otras cosas que lo podían asesinar. Dejó claro que, a esas alturas, no le importaba; y que las veces que se iba morir siempre terminaba salvándose, por eso ya no le creía nada a la Muerte, llegaba, pero siempre se iba. Dijo que cuando el final verdadero lo fuera a solicitar sería por lo mismo que lo harían quienes lo querían con vida:
… quieren que devuelva lo que me robé, porque ¡ay! ¡Cómo he robado, camarada! La corrupción es una enfermedad, y ya me está poniendo feo y aniquilando (una risa).
El correo era, de igual modo, un relato sobre las fuentes de corrupción que alimentaron su fortuna, don Mauricio afirmaba haberse enriquecido los bolsillos con el régimen cambiario y la Magia del mercado negro del 88. Dijo que había creado empresas de maletín en conjunto con tres presidentes de la época (el de Brasil, Argentina y el de Bolivia). Maquilló falsos presupuestos en las dos cadenas de supermercados más importantes, cuyas sedes hoy eran castillos de ratas y perros callejeros.
Mencionó que usaba a las mujeres como testaferros para sostener las cuentas que tenía en San Vicente y las granadinas. Y que actualmente se veía con un viejo amigo (Médico de esos malos) en The Castle, por la Monroe Place, en Brooklyn, para hablar de un fármaco que pretendían comercializar. De este amigo se tuvo que distanciar porque en llegado momento sintió que quiso envenenarlo para quedarse con las cuantiosas ganancias en lo que apenas iba de año.
Escribió que tenía casi un año metido de lleno en una comunidad, cuyos principios estaba estudiando con entusiasmo. Le encantaba su vestimenta y toda su estructura filosófica. Le deslumbraba el hecho de tener un idioma propio que no le había costado dominar. Sin embargo, aun desconocía ciertas cosas de la sacristía que lo tenían inquieto. Pensaba volver a Budapest (donde se había germinado la doctrina), porque la primera vez que viajó a Hungría le había encantado y se había enamorado de una muchachita que apenas se iniciaba en la congregación, también quería comprar los textos sagrados de sus mandamientos más primitivos. No conocía todos los dioses que alababan (porque era una secta politeísta) y la mayoría eran mujeres blancas, mencionó algunos nombres extraños, pero no los recuerdo. Dijo que quería profundizar en su visión moral y la forma en que distribuían los castigos (las mujeres en la mayoría de los casos eran causa de todos ellos, lo único que sabía), y las penitencias aún las desconozco casi por completo.
Esa fue nuestra última sesión. Él continuó. Quizás preguntó algo de mí y quizás le respondí, pero yo sencillamente ya no estaba allí con él, estaba con otro. Me empezaba un ligero aborrecimiento.
Hasta allí fue todo. Yo quería seguir leyendo, pero unos sonidos retumbaron en la profundidad, venían de la puerta principal. Don Mauricio se interrumpió mientras se disculpaba. «¿Quién?», preguntó, y me miró asustado, quizás pensó que ese «Quién» era el nombre de alguien.
Respondieron detrás de la puerta en otro idioma. Gritaban con severidad, y el señor Mauricio les respondía fluidamente. Miró de inmediato hacia la puerta de la alcoba: creo que deseaba que estuviera vacía (es lo que creo), pero no, estaba llena como nunca lo había estado su vida. Me miró, y se le arrugó la cara, contuvo una impotencia. Sé que gritó por dentro, lo sé muy bien. No sé si porque observaba algo que no debía, o por la gran ironía de estar en una escena del crimen sin poderlo salvar.
Se resignó entonces a abrir la puerta. Fue empujado por ocho hombres muy raros. Eran muchas personas para el tamaño de la casa, esto la hacía ver más pequeña y menos evidente. Creo que por eso nunca me vieron.
Vestían túnicas negras y unos sombreros de coronas elevadas; todos llevaban unas gafas de cuya montura colgaban cadenas plateadas. Se dejaban muy larga la barba. Eran hombres muy altos, más altos que el señor Mauricio lo que hacía interpretar la situación como un castigo de la superioridad.
Lo arrimaron hacia el cuadro de la Dama y con una orden en su idioma, quién parecía ser el jefe, lo obligó a arrodillarse. Entre su parafernalia trajeron unas pancartas y la extendieron de frente a Don Mauricio; ellos estaban de espaldas a mí, y no pude leer nada.
Mauricio habló de pronto en español y esto fue lo que dijo: —Para qué me van a matar, se las dejo en la cama y listo…
Sentí que lo dijo para que yo lo escuchara, pero es una suposición. ¡Con qué debilidad lo dijo, además!, ¡con qué pereza! Nunca había escuchado un para qué me van a matar que dijera ¡mátenme ya! ! Tanto como ése.
Después dijo: !Malparidos puercos! Todos malparidos —pero creo que no le comprendieron nada.
Una vez terminaron de pronunciar las palabras de lo que parecía un ritual, sacaron un arma y se la metieron en la boca. Todo fue rápido, don Mauricio no había opuesto resistencia. Se desplomó inerte cuando sonó el tiro. Por la nariz y la boca se derramaron los sesos claros y derretidos, la sangre tomó, después, la forma de un cauce que buscaba salir rápido de la casa. Yo me comencé a marear.
Luego sacaron unos trapos y se limpiaron lo que les había caído encima. Intercambiaron entre ellos unas palabras, y el verdugo entró a la alcoba contigua donde forcejeó con la puerta. Algo del otro lado impedía que se abriera. Se terminó imponiendo su fuerza y su tamaño, entró y se escuchó un disparo lejano, más pequeño, más silencioso —el arma era consciente de que asesinaba a una persona menos importante que la primera.
Quienes quedaron fuera sacaron de unas maletas, unas enormes bolsas de basura y envolvieron el cuerpo de don Mauricio en ellas. Entre dos hombres se lo llevaron del departamento y luego hicieron lo mismo con la chica del brazo. Se marcharon, sin inspeccionar, sin limpiar nada… No eran asesinos profesionales, no mataban por venganza, creo que mataban por creencias. No tenían que borrar evidencias porque parece que nunca habían huido de nada.
La casa quedó sola, las puertas abiertas, la Dama de blanco herida por la bala, y en el piso un cabello largo de sangre, la huella de una muerte que no se sabe si había llegado o se acababa de ir. Estuve paralizado, la única forma en que pude activar mis movimientos fue gritando. Grité… grité muy duro y mi mamá me escuchó, y allí comenzó todo.
No quería saber de nada, de ninguna pregunta, de ningún libro, de ningún santo, ni de mamá ni de Gregorio. Pero cuando vi la noticia del Daily news, comencé a reprochar mis reflejos mediocres e irresolutos. El avance de la tecnología me había dado el poder para hacer justicia, pero no hice nada, no tomé ni una fotografía, no llamé a nadie mientras pasaba.
¿Al fin y al cabo Mauricio era una escoria y un corrupto que por fin estaba fuera de la tierra? No lo sé… no sé nada, aunque sé todo. Dije que lo había comenzado a aborrecer, sí. Pero ante la muerte cualquiera es una víctima.
Las noticias en la televisión, el foco de la justicia global dirigida a aquel médico y aquella gitana que se la había tragado la tierra o se la iba a tragar, yo no sé. Todo me desesperaba. ¿Cómo era posible que dijeran haber hallado el cuerpo en su casa, cuando yo mismo vi cómo se lo llevaban? ¿Cómo se atrevían a mentir en aquella clave y acertar en ese disparo tan preciso y tan bien ubicado?
¡Paren ya y enfilen su búsqueda al Daily News y a sus periodistas!
Eso se lo grité al embajador, pero como les dije, nunca me creyó ni esto.
Alexandro López Baquero: «Amante de la lectura desde los nueve años. Fanático indiscutible de la saga literaria de Harry Potter, mediante la cual mi madre inculcó el amor a los libros desde temprano. Destaqué, muy pequeño, en habilidades artísticas: escritura y dibujo. Estudié en el colegio Teresa Carreño de Caracas, donde conocí el ajedrez, cuya influencia accidentalmente cultivó, aún más, el amor a las letras. Estudié ingeniería en la Universidad Simón Bolívar; pude allí labrarme una reputación moderada en algunos docentes; a través de escritos y los cotidianos ensayos de tarea. Dejé mis estudios inconclusos, porque emigré al Ecuador donde actualmente desempeño la carrera de periodismo en la UTPL (Universidad Politécnica Particular de Loja), de la mano con la práctica diaria de escritura».
alex27.lopezb [at] gmail [dot] com
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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 123 · julio-agosto de 2022
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