relato por
Julián Jiménez de Pedro

N

ací hace treinta años en una ciudad pequeña de la que prefiero no decir el nombre.

Lo primero que quiero dejar claro es que mis padres siempre nos trataron bien a mi hermana mayor y a mí y que, además, en nuestra presencia nunca se faltaron al respeto entre ellos.

Una vez aclarado este punto, comenzaré mi relato el día en que una señora gorda y rubia, acompañada por otra más joven vestida de policía, me informó de que mi hermana y mis padres no habían sobrevivido al accidente de coche. Supongo que antes de hablar conmigo ya habían hecho su trabajo y sabían que no podrían contar con ningún pariente en donde colocarme ya que, sin que yo les preguntara nada, me insistieron en que no me tenía que preocupar por nada. Vas a ir a un lugar muy bonito con otros chicos que están en tu situación, me dijo la señora gorda.

Así, a los catorce años ingresé en mi primera institución. Hogar para jóvenes, le llamaban. Aproveché los cuatro años que pasé allí para para alimentarme bien, imitar a mis compañeros de habitación para aprender a masturbarme con método y observar los gestos y las palabras de las personas que estaban al mando para poder mantener una distancia conveniente cuando era necesario. También pasé mucho tiempo mirando la televisión. Después de cenar nos permitían sentarnos en la sala común a ver los programas que seleccionaban los educadores para pasar un rato agradable en familia, como decían ellos. Todo parecía fácil para los que vivían dentro de la pantalla. Tenían buen aspecto y vivían en lugares que debían oler bien.

A medida que se acercaba el día en el que tendría que abandonar la primera institución, crecía mi ansiedad por resolver el problema que me rondaba la cabeza desde el mismo instante en que la señora gorda me dijo que no me preocupara por nada. No dejaba de pensar a todas horas qué iba a comer y dónde iba a dormir una vez me echaran de la institución. Durante el último año, cada día justo después del almuerzo, los educadores nos reunían en la sala de la televisión y nos daban consejos prácticos para empezar a recorrer nuestro propio camino y poder ganarnos la vida. Pero, al menos en mi caso, no consiguieron que prestara mucha atención durante las reuniones. Simplemente no era capaz de imaginar a los tipos de la televisión siguiendo aquellos consejos. En realidad, conseguir dinero no parecía ser un problema para ellos.

Afortunadamente, el ejército no es demasiado escrupuloso a la hora de rebuscar candidatos a soldados entre los hogares para jóvenes y así pude pasar de mi primera institución a la segunda sin apenas esfuerzo. Esto resolvía el problema de comer y dormir durante algunos años más.

Nada mas incorporarme a la unidad a la que fui destinado, me resultó muy reconfortante la ausencia de prudencia de los tipos que nos gritaban día y noche. Sabían lo que querían y cómo conseguirlo sin tener que emplear demasiadas palabras. Me tomó algunos meses —y poner en práctica toda la capacidad de observación que había desarrollado durante la estancia en la primera institución— conseguir pasar desapercibido respecto a los jefes durante días, incluso semanas. Pero desde el principio había algo que me preocupaba. Las tardes de domingo mis compañeros preferían cualquiera de las tabernas que rodeaban el cuartel a la sala de la televisión. Las primeras salidas yo les acompañaba en silencio mientras ellos brindaban a gritos por la patria y por los pechos de la camareras. A mi el alcohol siempre me ha dado dolor de cabeza y la patria y los pechos de las camareras no despertaban mis ganas de gritar ni de abrazar a nadie, pero algo tenía que hacer si no quería pasarme las tardes de domingo en el cuartel, expuesto a que cualquiera de los jefes se fijara en mi presencia. ¿Cómo lo resolví? Una tarde, al pasar una camarera a mi lado después de descargar un generoso número de botellas de cerveza de su bandeja, le di un buen azote en su trasero blando y grande —ni siquiera se giró para mirarme— y, acto seguido, me puse de pie y comencé a recordarles a todos el honor sin parangón que significaba servir en nuestra compañía, imitando de forma bastante convincente la voz nasal de nuestro capitán. Al finalizar me senté emitiendo una sonora ventosidad y todos mis compañeros se levantaron entre risotadas y empezaron a darme palmadas en la espalda y a chocar sus botellas con la mía. Problema resuelto.

 

A los dos años de haberme unido al ejército me había convertido en el mejor tirador del cuartel, y mis compañeros me insistían cada domingo por la tarde para que me presentara voluntario para participar en las misiones en terreno que eran asignadas a nuestra división. Como la paga era mucho mejor que si permanecía en el cuartel, solo tendría que dedicarme a disparar y a mantener mi arma en perfecto estado de revista, finalmente me decidí. Los jefes no tardaron en considerarme apto para incorporarme al equipo de operaciones especiales. Aquellos hombres me obligaron a guardar silencio sobre la naturaleza de nuestras misiones y, como aún merecen mi respeto, no daré más detalles sobre este periodo.

También llegó el día en el que tuve que dejar la segunda institución. Tras la última evaluación anual me entregaron un informe en el que, tras exponer una serie de informaciones —que francamente no leí con mucho detenimiento—, concluía que a pesar de las numerosas oportunidades que había tenido para reconsiderar mi actitud, algunas de las acciones que había llevado a cabo durante la ejecución de las misiones en campo, hacían de mi una persona no apta para el servicio. Así, unos pocos días después de cumplir los veintidós años me encontré sentado en la parada del autobús a doscientos metros de la puerta del cuartel, sin ningún lugar donde dormir, sin nadie a quien telefonear, con una libreta de ahorros con la paga de un año de soldado (no fui capaz de ahorrar nada más en cuatro años) y toda mi ropa guardada dentro de una bolsa de deporte grande colgando de mi hombro derecho.

No sé si por aburrimiento o por curiosidad, hacía algún tiempo había decidido perder la virginidad en la casa con la puerta de madera azul, un pequeño edificio de dos plantas situado a las afueras del pueblo que era muy popular entre mis compañeros del cuartel. Sentado en la parada del autobús el día que abandoné la segunda institución, tratando de resolver el problema de donde dormir aquella misma noche, recordé como una tarde, meses atrás, mientras un compañero del cuartel y yo esperábamos sentados en los sillones mullidos de la salita de espera de la casa con la puerta de madera azul, una señora mayor con el pelo muy blanco le explicaba a un señor bajito vestido con un traje gris que si quería pasar toda la noche con alguna de las chicas, tenía que pagar un precio especial. Entonces no me parecía una oferta interesante y yo tan solo pagaba por el servicio normal, pero aquel día sentado en la parada del autobús me pareció una buena manera de comenzar la tercera etapa.

 

Pasé algún tiempo saltando de un burdel a otro con mi bolsa de deporte al hombro. En estos lugares, para los que no los conozcan, no hacen demasiadas preguntas si te comportas bien y pagas por adelantado. Como yo tampoco era muy exigente con las chicas, y podían colocarme las que tenían menos demanda, creo que me consideraban un buen cliente. Por una cuestión de respeto hacia mis anfitrionas, trataba de utilizar sus servicios al menos dos veces por noche, pero transcurridas varias semanas tuve claro que ni mi libreta de ahorros ni mi cuerpo iban a resistir aquello durante mucho tiempo. Por primera vez en mi vida, me vi enfrentado a la inquietante necesidad de tener que trabajar y buscar algún lugar en el que vivir.

Muchas de las chicas con las que pasaba la noche en los burdeles se quejaban de sufrir de insomnio y de soledad por lo que, después de acabar su trabajo conmigo, las animaba a que me hablaban de su vida y, sobre todo, de la vida de otros clientes. Yo las escuchaba con atención, rastreando cualquier pista que me pudiera conducir a alguna salida. Por mi parte, el único cebo del que disponía era contarles la cantidad de concursos de tiro que había ganado los años que estuve sirviendo a la patria. Tu ya me entiendes, remataba mientras les acariciaba los pechos. Una cosa fue llevando a otra y una tarde, justo antes de que todo empezara a llenarse de movimiento en la casa que me tocaba aquella noche, una de las chicas me presentó en la barra del bar a un hombre calvo y nos dejó solos deslizándose en silencio por el corredor que conducía a las habitaciones. El hombre me saludó y me advirtió que la chica le había asegurado que yo era un tipo de discreto y que no me temblaba el pulso con un arma en la mano. No parecía ser una persona que necesitara detalles para tomar sus decisiones, así que no tuve más que asentir y no tardó ni un minuto en explicarme que trabajaba para alguien que buscaba personas que solucionasen problemas y que pagaba muy bien a quien los resolviese. Lo único que he aprendido sirviendo en el ejército es a disparar y a mantener en perfecto estado de revista el arma que disparaba, le expliqué aprovechando el hueco que dejó un trago a su copa entre sus palabras. Así quedó inaugurada la cuarta etapa.

A todos los he tratado con el mismo respeto y consideración con el que me gustaría que me trataran a mí. Antes de ser cadáveres eran personas y merecían un poco de intimidad en los momentos más duros. Fui cuidadoso para que nadie escuchara sus súplicas, preservando su dignidad. Siempre les golpeaba sin que me viesen para no asustarlos y les transportaba en el maletero del coche de segunda mano que me compré con los pocos ahorros que me quedaba en mi cartilla. Los llevaba a la montaña, muy lejos de cualquier casita o pueblo, les disparaba en la nuca antes de que se despertasen y les enterraba en lugares recónditos para que nadie tuviese que llorar ni su desaparición ni, mucho menos, su muerte. Los encargos a veces eran complicados de realizar. Los objetivos, como decían mis jefes, eran individuos importantes que siempre estaban en estado de alerta. Tenía que esperar a que me dijeran cuándo y dónde tenía que ejecutarlos y, como gastaba todo el dinero en los hoteles en los que dormía y en los restaurantes en los que comía, pasaba algunos apuros económicos ya que, hasta que no terminaba el trabajo, no recibía mi salario. Ni entonces ni ahora me gusta andar sin saber dónde voy a dormir o qué voy a desayunar, por lo que decidí independizarme y comenzar a trabajar por mi cuenta.

Matar a personas que no tienen nada que temer es una tarea muy sencilla. Se elige a alguien bien vestido, se le sigue durante unos días hasta que entra y sale de un banco y se realiza el trabajo. El problema de este método es que tienes que matar muchas veces para poder reunir la cantidad de dinero que te permita vivir con tranquilidad. La gente cada vez utiliza menos los billetes. Y, además, como nadie te ayuda a preparar todo el trabajo, al final te descuidas y lo haces de cualquier manera. Era cuestión de tiempo que me descubriesen y alcanzar la quinta etapa.

 

Transcurrieron dos años en la tercera institución hasta que se celebró el juicio por el presunto asesinato de M.A., la última persona bien vestida que me vi obligado a matar. Mi celda no debía medir más de cuatro metros de largo por tres de ancho y, aunque la compartí con varios compañeros, yo siempre ocupé la litera superior. Las luces se apagaban a las veintidós horas y se encendían a las siete treinta. En general se podía dormir bien, excepto cuando el compañero de turno se pasaba la noche roncando o llorando y no tenía más remedio que colocarme en los oídos bolitas de algodón que había conseguido en la enfermería. Durante el primer año, aparte de cumplir con rigor las tareas obligatorias, me presenté voluntario para todos los trabajos que se hacían para fuera de la cárcel. Era la única manera de conseguir algún dinero, pero después de repartir lo que correspondía a los funcionarios y algunos de los compañeros para poder garantizar mi seguridad (yo nunca he sido una persona robusta), apenas me quedaba lo suficiente para comprar un poco de chocolate en el economato.

Durante el tiempo libre que pasábamos en la celda, la mayoría de mis compañeros no hacía otra cosa que explicar lo injusto que resultaba que ellos estuvieran allí o los planes que tenían para cuando salieran. Yo permanecía tumbado en mi cama y, de cuando en cuando, les respondía con frases cortas que elegía cuidadosamente para cada caso. Nunca les hacía alguna pregunta, a esas alturas ya había aprendido que la mejor manera de evitar el peligro era evitar la ocasión. Pero con R. fue diferente. R. pasaba todo su tiempo libre leyendo libros que tomaba prestados de la biblioteca y escribiendo en un cuaderno que guardaba debajo de su colchón, cuando apagaban las luces cada noche. Ya he explicado que soy una persona que sabe guardar secretos, por lo que nunca leí su cuaderno, ni siquiera cuando pasó un par de semanas en la enfermería después de un incidente del que tampoco pienso dar detalles. Pero unos días después de regresar de la enfermería, justo antes de que apagaran las luces, no pude resistirme y le pregunté por qué se pasaba las horas sentado en la silla leyendo y escribiendo. Sin levantar la cabeza de su cuaderno me dijo que podrían hacer lo que quisieran con su cuerpo, pero que jamás podrían meterse dentro de su cabeza. Unos días después, a la misma hora, le pregunté como había aprendido a hablar de aquella manera. Sin dudar ni un segundo, me dijo que muy fácil, leyendo libros y escuchando con mucha atención. Pasaron algunas semanas y continué haciéndole preguntas que él siempre me respondía sin levantar la vista de sus libros y sus cuadernos, hasta que un día me decidí a preguntarle lo que no paraba de darme vueltas dentro de la cabeza cada vez que apagaban las luces. ¿De qué te ha servido leer tantos libros y escuchar a tanta gente si al final te han pillado y has acabado aquí como los demás? R. se puso de pie muy despacio y se acercó hacia la cabecera de mi cama. Yo estaba tranquilo porque estaba al día con mis pagos. Pegó sus labios a mi oreja y me susurró que a él no le habían pillado, que lo habían traicionado, que la gente está dispuesta a cualquier cosa para poder seguir con su vida sin preocupaciones, los malos apartados, en su mundo de malos y los buenos a salvo, en su mundo de buenos. Regresó a la mesa, cerró su cuaderno y sin volverse me dijo que los que no encajamos no tenemos más remedio que aprender a pelear con sus propias armas si queremos sobrevivir.

Aquella noche dio comienzo la etapa actual, la etapa de los libros y las palabras.

 

Nunca había entrado en una biblioteca. Tanto en la primera institución como en la segunda podría haberlo hecho, pero ninguno de mis compañeros entraba nunca en ellas y yo no iba ser menos. En la tercera era diferente. Uno pasaba desapercibido porque a nadie le interesaba por dónde andabas siempre y cuando no te retrasaras con los pagos. Me recordaba a la etapa en la que iba saltando de burdel en burdel. Allí, en la biblioteca del penal también había personas solitarias y se hablaba en voz baja. Al acabar mis tareas diarias, todas las tardes disponía de dos o tres horas libres para poderlas pasar en la biblioteca. Al principio, siguiendo las recomendaciones de R., comencé por leer los periódicos. Leía todas las secciones excepto las de política, economía y deportes, R. ya me había advertido sobre ellas, y, como era de esperar, las que más que más interesaban eran las que incluían noticias de sucesos o artículos relacionados con la sociología o psicología —me ha llevado algún tiempo averiguar que lo que leía entonces pertenecía a estas disciplinas—. A los pocos meses comencé a alternar los periódicos con los libros que me recomendaba R. Filosofía y libros de autores casi siempre americanos. No comprendía la mayor parte de lo que estaba escrito en aquellos libros, pero, por alguna razón que aún desconozco, no podía dejar de leerlos, uno detrás de otro. Ahora continuo sin comprenderlos del todo, pero ya me he acostumbrado y sigo adelante sin hacerme demasiadas preguntas.

Una mañana R. fue trasladado y no he vuelto a saber nada más de él.

Algunos días más tarde comenzó mi juicio.

A lo largo de los dos meses que duró el proceso una mujer aún joven (no tendría más de treinta años) fue la psicóloga forense responsable de mi evaluación. Era agradable pasar un par de horas a la semana con ella, oliendo su perfume y observando sus pechos pequeños y firmes. La única parte más aburrida era tener que responder una lista interminable de preguntas que preguntaban lo mismo de diferentes maneras.

Las sesiones parecían un concurso de los que veíamos en la tele en la primera Institución. El juez, un señor gordo con aspecto de morsa, parecía el presentador. Serio y muy preocupado con que se respetaran las reglas. Mi abogado y el fiscal parecían las estrellas invitadas y el jurado el público. El juego consistía en  averiguar dónde había enterrado el cuerpo de M.A. Tal y como repetía una y otra vez mi abogado, todas las pruebas que había contra mi eran circunstanciales y el único hecho cierto es que M.A. había desparecido y que no se podía demostrar de ninguna manera que estuviera muerto. Pero el fiscal no hacía más que llamar a personas que parecían que sabían todo sobre mi vida, aunque yo, francamente, excepto a la psicóloga guapa, una de las prostitutas y los que acudieron de las dos primeras instituciones, apenas recordaba haberme cruzado con el resto de aquellas personas.

Claro, yo era el premio.

Unos días antes de que el juicio se diera por finalizado mi abogado me informó que había averiguado que el fiscal tenía un as guardado en la manga, que su último testigo iba a ser un especialista que podría demostrar que unos restos de huesos que se habían encontrado en un bosque alejado de la ciudad correspondían a M.A. y que, en base a todas las preguntas, pruebas y estudios que me han realizado desde que estoy aquí, se me planteaban dos opciones. La primera consistía en tratar de encontrar la manera de convencer al jurado de que lo mejor para todos era que pasara a vivir durante el resto de mi vida en una Institución de Salud Mental —sería mi cuarta institución—. La segunda, si no hacíamos nada, podría ser que la justicia considerase que no había ninguna razón para alegar que no soy capaz de pensar con claridad o no ser consciente de mis actos y, por tanto, se aplicaría la pena capital por el asesinato de M.A.

En este punto, tras sopesar detenidamente las dos opciones y haber constatado la cantidad de gente que estimaría imprescindible localizar los restos de cada una de las personas que había ido matando durante la cuarta etapa, al día siguiente le hice llegar una nota a mi abogado en la que recogía mi propia propuesta y le pedí que la entregase en mano al hombre morsa.

Aquí os dejo una transcripción exacta de la nota:

Solicito mi ingreso en una institución de salud mental disfrutando de una habitación individual, cuatro comidas diarias y acceso a la biblioteca durante tres horas al día sin ningún tipo de restricciones. A cambio, además de cumplir con las tareas que me sean asignadas acorde con el buen funcionamiento de la Institución, y con el objeto de atender las insistentes demandas de información que, sin duda, le serán requeridas por parte de un número elevado de personas una vez que esta nota llegue a sus manos, me comprometo a que, el día de mi cumpleaños, iré desvelando, a razón de uno por año, la situación exacta de los más de cincuenta cadáveres que he aportado a este mundo. Asimismo, puesto que espero que se me trate con la misma consideración y respeto con el que yo traté a estas personas antes de convertirse en cadáveres, para evitar confusión acerca de la forma en la que se han ido sucediendo los acontecimientos que nos han llevado a todos a esta situación, en caso de que alcancemos un acuerdo, la única información sobre mi persona que será publicada en cualquier medio escrito o hablado será el contenido de un relato que será convenientemente enviado por mi abogado coincidiendo con el primer aniversario de mi estancia en dicha institución.

El incumplimiento de cualquiera de las condiciones indicadas por alguna de las partes autorizará a las mismas a dar por concluido el acuerdo y tomar las decisiones que se considere.

Hoy, después de desayunar, he pasado la mañana en la biblioteca de la cuarta institución. He hojeado un par de libros y a última hora, justo antes de la hora del almuerzo, he leído el presente relato en el suplemento dominical de un periódico importante.

Supongo que mis padres habrían estado orgullosos de mí.

 


 

Julián Jiménez de Pedro

Julián Jiménez de Pedro, nacido en 1971 y empresario de profesión: «Tengo una formación multidisciplinar en ciencias, economía y filosofías orientales y la pasión por la literatura me ha llevado a escribir desde mi más temprana adolescencia. Hace algunos años decidí impulsar dicha actividad por lo que comencé a asistir de manera regular a numerosos talleres de escritura creativa, entre los que destacan los dirigidos por Javier Sales, Valeria Correa, Ariana Harwicz o José Carlos Somoza. He participado en dos recopilatorios de relatos cortos, Historias del tarot y Cuentos para un viernes, y mi relato Máscaras tribales ha formado parte de la colección «El viaje de la heroína» de El asombrario & Co, revista cultural del diario Público (https://elasombrario.publico.es/despertar-en-medio-de-una-frenetica-danza-tribal/).
📧 Contactar con el autor: jjp.291271[ at ]gmail [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Samson Jay (en Pixabay).

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

Los confines del mundo Los confines del mundo, por Carlos Montuenga. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2006)
La colección (en El relato de mi vida) La colección, por Pedro M. Martínez Corada. En Margen Cero (Taller literario de El Comercial – 2003)
En la madriguera (en El camino del samurái) En la madriguera, por Marcelo Choren. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2003)

El camino del samurái

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 130 · 👨‍💻 PmmC · septiembre-octubre de 2023

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