(reseña de la novela de Mariano Quirós)
por Ricardo Rodríguez Boceta

 

E

l Tragadero es un río que, como su nombre describe, engulle, mediante el cieno de sus fondos, a quienes se atreven a atravesarlo a pie o, incluso, a nado. En cuanto uno se ve atrapado en su fango, intenta, por lo menos, liberar un pie; no obstante, esta intención ayuda a que la otra pierna se hunda, todavía más, en las arenas movedizas. El protagonista de esta novela vive en una casa encantada junto al mencionado, casi se diría, río maldito.

El aire que se respira mientras el lector va profundizando en la novela de Quirós es espeso. Su aroma resulta, en ocasiones, similar al de la narrativa de Rulfo. Pero Una casa junto al Tragadero no es una reescritura de Pedro Páramo o de El llano en llamas; más bien, una reformulación. El personaje narra en primera persona una serie de acontecimientos que, en un principio, parecen no tener mayor trascendencia. De hecho, a veces nos recuerda al primer narrador de El ruido y la furia por su pensamiento errático y enajenado. Se comparte, en cualquier caso, con Faulkner el interés por escarbar en la singularidad de la mente humana; lo cual es, para quien está leyendo, a todas luces, intrigante.

Como en la última novela de Barba, República luminosa, la trama también se sitúa en la selva; pero esta vez, en el monte. Los pocos habitantes no tienen apenas recursos para subsistir. La naturaleza se percibe dura y enigmática, despiadada y mágica, hipnótica. No parece casualidad que algunos de los nuevos novelistas prefieran situar en estos entornos sus historias por su fuerza telúrica y su capacidad narcótica que tanto inspiran a la imaginación. Allá, lejos del neón de las ciudades, en el verde oscuro, todo es posible. La algarabía de las cotorras y de los loros, el comportamiento antropomórfico de los monos, los peligros inherentes al paisaje, sobrecogen continuamente la respiración. Son las historias de los lugares sin historia alguna, que carecen de nombres propios como los personajes que viven por aquellos páramos. Allí, junto al Tragadero, el silencio de la civilización no puede contradecir la voz honda de la Naturaleza.

El lenguaje utilizado —tosco, rudo, a veces soez— sirve a la adecuación. El uso de regionalismos, de expresiones vulgares e, incluso, de estructuras gramaticales fuera de la coiné normativa es equilibrado. Gracias a la música —o al ruido— de este lenguaje, utilizado por el propio narrador en primera persona y por otros personajes adyacentes a él, la prosa consigue sumergirnos con mayor calado en las aguas que giran, en un movimiento continuo e infinito —esto se entendiere al leer la novela—, en torno al torbellino del argumento. Sin embargo, el habla no orbita tan lejos del español estándar como para que nos resulte difícil la entera recepción de la obra; su decodificación lingüística, por tanto, se infiere de forma sencilla y exótica para el lector hispanohablante medio. Cabe resaltar esta característica dado que otros autores, al otro lado del Atlántico, ya se sirvieron de esta técnica como pudimos apreciar en la novela Cristo versus Arizona de Camilo José Cela.

En resolución, la pluma de Marino Quirós en Una casa junto al Tragadero verdaderamente engulle al lector entre sus líneas; con la diferencia de que no lo asfixia y, una vez acostumbrados a la espesura de la selva y al protagonista, resulta grato cuando la mente respira hondo el aire del monte. Sus aguas quietas, traicioneras, infestadas de yacarés, son dignas de las mejores fuentes literarias.

Los muertos caminan hacia atrás, los vivos no saben si lo están. Premio Tusquets Editores de Novela 2017. Una joya de argenta.

 


 

 Ilustración artículo: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

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Revista Almiar · n.º 97 · marzo-abril de 2018 · MARGEN CERO™

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