relato por
Ernesto Castro Herrera

 

I am here to tell what makes me hollow
In a world of hate we are forced to swallow.

Aurora Aksnes

 

L

a casa estaba rodeada por el verde del bosque salvaje. Era sencillo subirse al techo y desde ahí tratar de lanzar piedras a las montañas. Una casa sin pintura ni soleras. En ella se podía escuchar el aleteo de los peces en el río, el batir de las alas de moscas, aullidos de jabalíes agonizantes sobre el barro y el graznido atroz que aprendieron a hacer algunos loros en enero. No había gente alrededor.

—¿Te gusta esta casa, Solly?

—No.

—A mí tampoco, pero ni modo. ¿Desde cuándo en esta vida jodida importa lo que a uno le gusta?

Estaban perdidos en una zona donde era fácil respirar, caminar, comer, excitarse con el frío seduciendo brazos y quijadas, pero donde era muy difícil sentirse humano sin otros seres semejantes cerca. Era el norte, donde además de lluvias exageradas, había una capa de niebla que emborronaba cualquier conocimiento. La casa era pequeña, de madera, del tamaño necesario para que alcanzara una niña y sus padres. Los padres eran un adolescente con espinillas pasajeras en la frente y una señora que se ponía mascarillas de pepino o piedra arenisca. Estaban influenciados por las modas ecológicas —paz y amor, rastas amarillas— y por eso abandonaron la ciudad sin contemplaciones, pocos años atrás (cuando la niña aún no caminaba). La niña, con los mocos de fuera, se llamaba Solly.

Su padre, al que estaba obligada a llamar Mercurio, le recordaba de vez en cuando lo que era la vida citadina:

—Edificios de muerte. Personas egoístas y comida inhumana. Carros desbocados, de a puta madre. Ah, cuánto me alegra que no hayas conocido las escuelas: puros pasillos de suicidio. Los hospitales: pasillos de homicidas. Sí, sí, mi niña. Hicimos lo mejor en traerte aquí. Vivimos solos y solos moriremos. Sin críticas y sin imposiciones sociales. No hay nada mejor. No, no, te lo digo yo; un macho experto.

Ella asentía, aunque lo dudaba. Le aburría terriblemente ese bosque de monos saltarines, en esa casa donde las termitas se robaban su cena. Le hubiese encantado ver el tráfico atascado en las avenidas y quizá entretenerse con escenas en que la gente se quitaba la vida con corbatas apretando sus cuellos. Adoraría enfrentarse a los profesores de una hipotética escuela, con lápices afilados y gomas de mascar envenenadas. Besar la corriente eléctrica de un enchufe, toda mojada de curiosidad. Pero no podía. Sus padres le habían arrebatado esa aventura.

Odiaba a sus padres. Ellos tenían una rutina que la enervaba: despertaban, se desnudaban, hervían raíces, bebían agua con gotitas de sábila, discutían, discutían, discutían. Y, si les sobraba tiempo, discutían otra vez. Su mamá, a la que estaba obligada a llamar Mercuria, era una experta en gritos y amenazas de abandono. Mercurio era un experto en puñetazos. Y Solly, para no verlos más ignorándola en exabruptos de furia, se hizo experta en perseguir ardillas por las ramas y deambular con la nariz atenta como hacían los cobayos.

—¿Y qué hacés tanto en el bosque? —preguntaba Mercurio o Mercuria, de repente, entre los humos de sus cigarros caseros.

Solly contestaba:

—Nada. Jugar con animales. Correr. Saltar. Pintar mis párpados con el color de las hojas cerca del acantilado. Bueno, a veces un tímido jaguar me enseña a rugir.

O, si Solly estuvo todo el día con los patos del río, contestaba nada más:

—Cuack, cuack, cuack. ¿Cuack?

Con algún gato montés:

—Miaaaaugrrr.

Con lagartijas de cresta anaranjada:

—Tiiiiiiicccck.

No obstante, si estuvo reptando en nidos de conejos con serpientes hambrientas, de escamas rojas, Solly no respondía nada.

Mercuria decía:

—Qué bella es la imaginación de los niños.

Mercurio respondía:

—No. Qué bellos son los patos.

—Son asquerosos.

—Callate, zorra.

—No quiero callarme maricón enano…

—Sos una perra casquivana. Vieja robacunas.

—¡Pelele!

Esto podría desembocar en una pelea encrispada, pero como estaban obnubilados con las alucinaciones herbales, tonadas de John Lennon en sus cabezas, sólo seguían con sus insultos y se reían de ellos hasta que se quedaban dormidos. (Eran muy brutos y no sabían preparar sus porros; sus hierbas nunca les daban euforia, sólo amodorramiento). Solly escupía sus cuerpos desnudos, justo en el ombligo, y sin importar la hora que era, se iba a jugar con los búhos o, tal vez, si acababa de llover, con las lombrices.

Rodeada de rabia y bajos instintos, deseos insatisfechos, no ha de sorprendernos que pronto haya decidido matarlos. Matar no era malo; generalmente se hacía en defensa propia, en busca de supervivencia. Pequeños contra grandes en la lucha por reinstaurar el poder sobre los elementos. Era una buena enseñanza del bosque. Además, Solly era una niña casi salvaje: sabía hablar como gente, pero en realidad sólo cuando era necesario; prefería antes que todo comunicarse con maullidos que con palabras (también era buenísima aullando). ¿Ley? ¿Dioses? De eso nadie le enseñó. Sabía del mundo abandonado, pero pocas historias manchadas de nostalgia y rabia de sus padres. Mercurio se rascaba la barbilla, donde le crecían varios pelos ralos, y le describía esos días en que andaba con su bicicleta en el parque, sudado, enamorando muchachas y huyendo de sus rucos —así llamaba él a sus padres— que querían pegarle con una faja porque no aprobaba Matemáticas ni Inglés. Mercuria, a la que no le gustaba demostrar que era tan vieja, le contaba sobre las cremas que compraba en los centros comerciales (de pepino y sábila; las más baratas) que le dejaban el cutis muy liso y sin líneas de expresión. Solly les gruñía. Le entretenían sus historias, pero también le exasperaban: cansa saber tanto de un sitio al que no se puede ir. Esa exasperación la llevó a querer matarlos. Matarlos debía ser para ella como arrastrarse en excrementos de venado: hediodamente natural.

¿Y cómo matarlos? Fácil. Si debía matar, lo haría como un ave. Las aves no eran sus animales favoritos; lo eran los grillos, por el largo interminable de sus patas. Patas que podían ir a cualquier parte. Pero las aves eran infalibles para matar. Miraban su presa de lejos, ojos imponentes, alas de acero, bajaban en picada, machacaban huesos y piel con su pico y se iban plácidamente por los aires, con el cadáver inerte despedazándose entre las nubes. Verlas era presenciar el vuelo de heroínas despiadadas. Aves sangrientas. Aves libres. Así quería ser ella.

Se convirtió en ave gracias a su imaginación. En su espalda nacieron plumas púrpuras y sus manos brillaron con garras enormes.

Ese día, Solly dejó de jugar con las hormigas cerca de las cuevas del oeste, por los pinares, y se fue directo a su casa. En el patio había una bodega en que sus padres guardaban objetos de su vida anterior. Solly rebuscó en las cajas polvorientas y tomó el marco de una foto. Era de una boda en barco, con un puente de fondo. No le prestó mucha atención —se dijo que las aves no miraban fotos— y quebró el marco estrellándolo contra la pared. Éste era de vidrio y Solly ocupó dos pequeños añicos para ensartárselos en las encías, ahí donde unos dientes de leche caídos dejaron espacio. Le dio ganas de llorar, pero ella jamás había visto un ave llorando, así que se aguantó.

Necesitaba un pico letal.

Con gotas de sangre derramándose por las comisuras de sus labios, llegó a la sala. Sus padres estaban discutiendo y no notaron su presencia, ni tampoco su transformación. En realidad, ellos jamás notaban cuando ella se transformaba en animal. La semana antepasada había sido una tortuga senil, más o menos como una lenta tortuga de las Galápagos, y ellos no se dieron cuenta, incluso aunque vieron pedazos de su cascarón de doscientos años de edad entre los cojines del comedor.

Solly se hizo en una esquina, observando a sus presas, y las escuchó por un rato.

Ellas peleaban, claro, como era usual.

Mercuria, rascándose el vello púbico:

—Te odio. ¿Por qué no nos vamos? No soporto a estos mosquitos del demonio.

Mercurio, lamiéndose los labios:

—No podemos. Nunca podremos. Y dejá de preguntar lo mismo a cada rato. ¿Es que no lo podés aceptar?

—No. No puedo.

—Y siempre son los mosquitos. ¿Qué onda con los mosquitos? Son seres vivos. También merecen amor.

Y al decir eso, Mercurio soltó un erupto. Fue tan aparatoso y denso que hasta en la esquina de Solly se percibió el fétido hedor. Solly reprimió una arcada. Las aves asesinas eran más fuertes que eso.

—Maldito el día que se nos metió en la cabeza venirmos acá —dijo Mercuria.

—Maldito el día en que decidí que debía hacerte caso. Ese fue el verdadero problema. Problema en que nos metimos solo para ahorrarte a vos el enfrentar tus miedos. Miedosa. Puta mediosa.

—¿Perdón? ¿Ahora es mi culpa?

—Sí. La mujer es siempre la mala de la historia.

—Machista de mierda. Nada que ver. Los dos somos los malos. La idea de dejar la ciudad porque yo no soporto a esa gente fue tuya. La idea de oh, mira ese bosquecillo en medio de la nada se ve muy lindo, fue tuya. Yo temía y vos me convenciste. A los dos que nos amarren a la silla eléctrica.

—Callate. A lo único que quiero que me amarren es a un cigarro. ¿Dónde los dejaste, perra?

—En la alacena. Arriba del chilero, para que no los alcance Solly.

—Andá, traelos. No lo volvás a dejar ahí, que se podrían poner peores con el vapor del chile.

—Pero Solly…

—¿Qué? ¿Qué tiene de malo que ella los alcance? Solly también tiene derecho a fumar extractos del cielo. ¿No creés? Tal vez así deja de parecer una desquiciada detrás de los escarabajos.

—Uy… Qué malote. Bueno, si vos lo decís, ya voy.

Mercuria se fue a traerlos a la cocina.

Solly salió de su escondite, alentada por la posibilidad de probar algo nuevo, cigarros, cigarros, fumar cigarros, y así de rápido se le olvidó que era un ave asesina. Lo cual no debe asombrarles. Les recuerdo que ella era una niña y que la maldad y la angustia no duraban lo mismo en ella que en los adultos. La promesa de lo novedoso era aún más inspirador. Se fue a sentar al lado de su padre en el sofá. Mercurio la vio, le extrañó que sangrara entre las comisuras de sus labios, pero de inmediato pensó en otra cosa.

Le preguntó:

—¿Dónde estabas Solly?

—En el bosque. Y, bueno, hace rato estaba en esa esquina de allá —y Solly apuntó hacia la derecha; Mercurio no siguió su dedo con la vista— siendo un ave que escucha.

Ella no mencionó que además estaba ahí, tramando formas de descuartizarlos con su pico de vidrio.

—Excelente, excelente. Seguro escuchaste lo de los cigarros. Con ellos podrías ir a mejores sitios que ese bosque hijueputa.

—Sí.

—Pero te tengo malas noticias.

—¿Sí?

 —Sí, pequeña. Lamento decirte que hoy no lo vas a probar porque tenemos muy pocos, ¿verdad, perrita?

—Sí, maricón —dijo Mercuria, con dulzura, entrando en la sala—. Quizá mañana le demos uno a Solly. Pero sólo uno. Más noche vamos a preparar más. Tenés que aprender a ser paciente, Solly.

—Oh —dijo Solly muy triste.

—Sí, quizá mañana —repitió Mercuria.

Mercuria le tendió un par de cigarros a Mercurio. Tan rápido como se enciende un fósforo, ambos estuvieron fumando y discutiendo sobre el humo: su color, su sabor, su travesía densa y alucinante por los resquicios de la casa. Solly estaba muy decepcionada porque no fumaría, pero no hizo más que quedarse ahí, viéndolos el resto de la tarde. El humo de segunda mano en su garganta la hizo toser. Ni modo. Eso era lo que había. Una decepción más de ellos que no cambiaba mucho.

Los pedazos de vidrio en sus encías ardían tanto que le provocaron dolor de cabeza, así que se los sacó lentamente. Ellos no la vieron. Con el vidrio rojo en sus dedos Solly se dijo, bajito como los quejidos de las arañas, que sus padres en verdad eran una pareja de animales —ahora se besaban y se metían los cigarros por agujeros que Solly creía muy incómodos— y aunque quisiera matarlos, no podría hacerlo nunca. Porque los animales, lamentablemente, eran lo único que ella tenía.

 


 

Ernesto Castro Herrera

Ernesto Castro Herrera. Autor nicaragüense (Matagalpa, 1995). Primer lugar en el Festival Ecojoven 2015 en la categoría de microrrelato. Ganador de la convocatoria para la publicación de obras literarias Editorial La Chancha 2017, con la novela breve Los yákarix. Ha colaborado en diversas revistas internacionales como Penumbria y Dos Disparos.

Leer otro relato de este autor: Cambiarse los ojos

Contactar con el autor: ernestocastro2903 [at] gmail [dot] com

🖼️ Ilustración relato: Fotografía por corgaasbeek / Pixabay [public domain]

 

biblioteca relato Ernesto Castro Herrera

Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 103 · marzo-abril de 2019

Lecturas de esta página: 190

Siguiente publicación
por Ricardo Rodríguez Boceta   L eídas La deshumanización del arte…