relato por
Pablo Tesio
E
l viento soplaba fuerte. El reflejo del sol en los altos ventanales de cristal lo encandilaban y, luego de un arrebato causado por una impresora con opción de tinta a color o blanco y negro, allí se encontró, parado en la cornisa.
Lo de la impresora no había tenido especial importancia, pero inevitablemente fue la gota que rebalsó el vaso. Un vaso atestado de disyuntivas que día tras día lo iban obsesionando. Eso de tener que elegir no le gustaba mucho. Él prefería las cosas «funcionales». Si quería comprar una pasta de dientes, era para cepillarse y punto. Odiaba tener que estar decidiendo si contra caries o sarro o aliento fresco o dientes más blancos. No me malentiendan, no era un sociópata, ni mucho menos, pero el final de una cena agradable podía tornarse amarga a la hora de elegir el mejor sabor de helado —porque siempre hay que elegir el mejor sabor, no vaya a ser que por descuidado termines pidiendo sabayón—. Por eso estaba allí. Porque le pesaba pensar lo que hubiera sido de haber elegido otra cosa. A ver, a todos nos gusta fantasear sobre otras vidas posibles. Nos pasamos los ratos libres pensando lo que hubiera sido si hubiera dicho que sí, si hubiera cogido ese vuelo, si hubiera continuado con el entrenamiento, si hubiera dejado de lado la vergüenza… Eso que tanto nos gusta, soñar sobre conjeturas e infinitas posibilidades, a él lo angustiaba terriblemente.
Mientras buscaba un agarre, recordó que su tormento venía desde niño. De cuando le preguntaron si quería un caramelo de fresa o de frutilla. Tener que elegir entre dos cosas que son-en esencia-lo mismo, causó un cortocircuito en la mente del pequeño que lo marcaría para siempre.
Así que allí estaba. Parado en la cornisa a punto de tomar la decisión última.
Ciertamente la situación no respiraba calma, mas bien jadeaba nerviosismo. Pero como era un analista financiero hasta los huesos —al igual que su padre y abuelo—, antes de tomar una decisión todavía más apresurada a la que lo había llevado hasta allí, contempló sin querer sus opciones con preciso detalle.
La primera era fácil: Podía dar un paso adelante y caer hasta impactar crudamente contra el pavimento. Al momento de pensar la segunda, su mente, negada a tener que volver a decidirse por algo, despegó burlescamente en busca de alternativas tan delirantes como divertidas. Visualizando lentamente una a una.
También podía saltar y hacer un paracaídas con su saco, pensó. Podía saltar, desplegar sus alas y salir volando como un pájaro. O mejor como Superman. También podía saltar, encestar un doble y colgarse del aro. Podía tirarse y chocar con un suelo elástico, haciéndolo rebotar hasta arriba nuevamente. Podía caer y la caída ser de veinte centímetros, ya que todavía no había visto el suelo. Podía caer y quedar congelado en el aire justo antes de colisionar con la calzada. Podía arrojarse y estar atado de una cuerda de bungee jumping. Podía saltar y caer sobre el auto volador como Marty McFly en Volver al Futuro II. Podía saltar en alto y ganar una medalla olímpica de oro. Podía caer como un gato, parado sin rasguños y descontarse una de las siete vidas. Podía caer como un perro, caliente adentro de dos panes en un puestito de hot dogs en una esquina de Nueva York. Podía caer en la desgracia y entregarse a la bebida y las drogas por culpa de ese amor clavado como una espina en su adolorido corazón. Podía saltar la cuerda. Podía tirarse de cabeza a una piscina. Podía flotar como un astronauta con gravedad lunar. Podía lanzarse y a mitad de camino atravesar un portal hacia otra dimensión donde todo es de color violeta y verde fluorescente. Podía dejarse caer en la trampa de un cazador intrépido de los bosques de la Araucanía. Podía caerle bien al nuevo vecino. Podía caer bajo y estafar a su hermano. Podía saltar lejos, muy lejos, por encima de la calle y llegar hasta la terraza de otro edificio como Neo. Podía caer la noche y acabar aullando a la luna. Podía caer en la tentación y enroscarse con la hermana de su esposa en el cumpleaños de su sobrino. Podía caer en la cuenta de que su mujer lo engaña desde hace medio año. Podía ser una caída imaginaria y despertar de un mal sueño empapado de sudor. Podía caer hacia arriba como en un cuadro de Escher. Podía caer simbólicamente para desarrollar una metáfora acerca de la decadencia de las relaciones sociales influidas por la interconectividad mediática del capitalismo posmoderno y el irresponsable uso del big data por parte de los monopolios de la información. Podía caer de maduro el final de esta historia. O también podía pasar por cagón, dar un paso atrás y volver a su escritorio a terminar el papeleo de mañana.
Pero no. Nada de eso.
Tenía que escapar de la elección. Escapar de la presión constante de su vida. Si su mente no podía decidir, entonces iba a cambiar las reglas.
Iba a echarlo a la suerte.
Cara, saltaba; Cruz, volvía a su escritorio. Taca-taca. Así de fácil. Así se quitaría esa zozobra y acabaría con todo esto.
Honestamente, le daba cosa legar una decisión monumental a algo tan insignificante como una moneda de cincuenta céntimos, pero pensando que su nerviosismo era normal —considerando la situación— escondió su dedo pulgar bajo el índice, posicionó la moneda en la punta —con el mismo pulso que el último jugador en patear pone la pelota en el punto penal en una final 4-4— aguantó el aire y tiró hacia arriba.
La moneda ascendió girando en un loop eterno y en cada rotación, lo que en teoría sería liberador, contraía su pecho inflando el nerviosismo.
La moneda ya estaba por encima de su cabeza y su corazón cabalgaba cada vez más fuerte impulsado por el motor del sistema de elección. Porque en busca de soltarse de las cadenas del juicio, había caído en dictaminar su destino. Sea cara o sea cruz, él había limitado sus opciones a esas dos. Él había decidido que esos eran sus posibles finales. Su escape era su prisión. El pesar que lo había llevado hasta la cornisa lo acompañaría hasta el final. Y quién sabe si aún más allá.
La moneda caía frente a sus ojos y él ya no podía tolerarlo. «¿Acaso su tormento era intrínseco del ser humano? ¿O una maldición construida en el afán de ordenar nuestras vidas? ¿Y si aquella vez le hubieran ofrecido un caramelo de manzana en lugar de frutilla?». Pensó en regresar a su escritorio y buscar un algoritmo digital que encuentre la solución, pensó en lo que diría su carta astral china, pensó en llevarlo a la corte, pensó en el destino escrito en las líneas de su mano, pensó en hacer un «de tin marín de do pingüé», pensó en si se le había cruzado un gato negro en la última semana, miró a su alrededor en busca de una señal, cualquiera, la que sea. Su mente corría por ramas lejanas y rebuscadas a la velocidad de un rayo rastreando una revelación, un consenso… pero la moneda ya estaba en el suelo.
—¡Basta! —gritó—. Estoy repodrido con esto de decidir. ¡Todo es decidir! Si blanco o negro, si light o zero, si vida o muerte. ¡Me harté!
Si la vio o no, no lo sé. Lo que sí sé, es que seguidamente apretó los ojos y de una sacudida pateó la moneda al vacío.
El viento soplaba con fuerza, el reflejo del sol en los cristales ya quemaba su piel y el nudo de su estómago seguía apretando. Exhaló por completo buscando un respiro, mirando hacia arriba, entregándose a algo superior.
De repente, una sonrisa comenzó a dibujarse en su rostro.
Tenía la respuesta.
La única manera de evadir el tener que elegir era no elegir.
En vez de saltar o no hacerlo, optó por no hacer nada. Es decir, quedarse allí, en el borde.
Quedarse parado en la cornisa para siempre y esperar que el lector elija por él.
Sí, que el lector tome la trascendental decisión en cuestión.
Su plan era perfecto. Si el lector tomaba la decisión en su lugar, sería él el único consecuente. Sería él quien deba cargar con el peso de la responsabilidad. Él se convertiría en héroe y villano.
—Pero que tome una decisión propia, ¿eh? —me dijo—. Que ni se le ocurra buscar una reseña de la historia en Internet para conformarse con el final que algún crítico o bloguero mediocre haya confabulado.
Y desde ahí nomás, esperando, paradito en la cornisa, al no elegir nada, te enmarañó en esta jocosa pero seria dicotomía de decisiones. Y desde ahí, te convirtió en juez de su destino. Y desde ahí, fue libre.
Pablo Tesio. Nació en Río Cuarto, Córdoba. Luego de estudiar creatividad publicitaria se fue a viajar por el mundo. Actualmente reside en Madrid donde ha realizado varios cursos literarios y lecturas. Ha publicado en revistas locales y fanzines.
🔗 Web del autor: http://cargocollective.com/pablotesio
📷 Ilustración relato: Fotografía por doctor-a / Pixabay [dominio público]
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 105 • julio-agosto de 2019
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