por Ricardo Rodríguez Boceta

 

L

eídas La deshumanización del arte (1925), La rebelión de las masas (1929) y otros ensayos adicionales en ambas obras; cumpliendo con el deber autoimpuesto de escribir sobre los filósofos que me parecen interesantes: explicar a Ortega y Gasset no es easy.

Existen decenas de documentales y artículos en Internet que desarrollan la vida de este español tan internacional y, por eso, tan ilustre; tan incomprendido por su tiempo y su sociedad como cualquier buen español que se precie: tan preocupado por sus circunstancias y por los problemas de aquella España al borde y al cabo de una guerra. Filósofos de barba blanca, un poco obesos, de voz gruesa, dan cuenta en antiguos programas de televisión sobre la vida y obra de este otro filósofo que siempre sale fumando en las fotos o conduciendo un anacrónico descapotable con sombrero panamá.

«Yo soy yo y mis circunstancias, y si no las salvo a ellas tampoco me salvo yo», repite un poco todo el mundo sin saber que la frase es de Ortega y sin entender muy bien lo que significa. Porque a mí también estas palabras me han venido a la cabeza en multitud de circunstancias, he decidido emprender un viaje intelectual en borriquito, a trote cochinero, y pasearme por la prosa de Ortega sin detenerme en conceptos como «razón vital» o «perspectivismo filosófico»: eso es trabajo de los filósofos de barba blanca.

Mi  vocación  de  profesor  de  secundaria  y  el  hecho  de  pasarme  las  horas  entre  adolescentes  sin  pelos  en  la  lengua,  me  hace  explicar —y explicarme— la figura de este intelectual de una manera diferente. Podría hacerlo con mayor rigor y con palabras más altisonantes, pero entonces me aburro y no escribo. Será que yo también soy un poco adolescente y un poco viejo cascarrabias y un tanto enfant terrible para ser intelectual.

Perdón por el desorden de palabras y fragmentos sin una estructura muy definida. No obstante, me sirve para que el lector entienda el estilo del autor objeto de nuestro ensayo: José Ortega y Gasset. Él es como los mejores y peores escritores españoles, es decir, es como Orbaneja, pintor de Úbeda, que preguntado en su pueblo qué demonios pintaba, él respondía «lo que saliere» —búsquese: «Orbaneja, el Quijote, fragmento» o léase El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615)—  y así, vemos en Ortega un ensayista que escribe según lo que a él le saliere: sus libros son semilleros de ideas.

Nunca se desarrolla una teoría clara y concisa, bien estructurada al modo decimonónico y vetusto de las novelas naturalistas que de joven le tocó defender. Los textos de Ortega pueden leerse por separado, todos juntos, desordenados, ahora el primero, luego el último y el lector nunca encuentra, ni pierde, el hilo. Quizás por ese motivo se pasó algunos artículos defendiendo La deshumanización del arte: el arte nuevo de hacer poemas, de pintar cuadros obtusos, en aquel tiempo. Era la era de vanguardias y futurismos que vivieron deprisa y envejecieron pronto. Ortega es también un artista de su tiempo, a veces incapaz de hacer otra cosa que no fuera amoldarse las circunstancias. Y así, como hoy encontramos innumerables novelas que mezclan la ficción con el ensayo, el diario y la autoayuda, así encontramos el estilo de Ortega. Pero para algunos criticones posmodernos, los cuales repiten frases como parrots, Ortega no tiene interés.

Y yo, en aquella obra del 25, encuentro mis principales diferencias con el madrileño. No estoy de acuerdo con muchas de las cosas que afirma. De hecho, me pasé la lectura escribiendo contraargumentos en los márgenes del libro o apóstrofes retóricos tal como: ¡qué dice este tío! ¡cállate, no! y exabruptos del estilo. También frases que uso ahora on writing. Por otra parte, le gustaba mucho ir poniendo palabrejas en inglés o en francés, las lenguas de moda de su tiempo, y aunque este estilo está un poco demodée, encuentra en Ortega cierta gracia, como esos cómicos a los que se les perdona los chistes de mal gusto sin motivo aparente. Incluso le disculpo los dislates por su gran inteligencia.

En pocas palabras, defiende que el arte debe deshumanizarse: cuanto más alejado de las pasiones humanas, de las altas y las bajas, tanto mejor, tanto más arte será. Y así, repasando toda la historia de la humanidad, de forma muy somera, llega a concluir que el arte de su tiempo no puede ser de otra manera, enfrentándose, con la dialéctica, a los moralistas de su época que criticaban esa condición del arte nuevo. La tradición era una cosa bizantina, es decir, tan hierática y oriental que no debía interesar al europeo artista. Y claro, yo, que soy un ser demasiado apegado a las pasiones, las altas y las bajas, tan cerca del romanticismo y de sus diversos precedentes —y de sus futuras restauraciones— a lo largo de la historia, no podía estar más en desacuerdo. Y me reafirmaba el hecho de que, cuando defendía a determinados artistas como grandes precursores del arte futuro, ahora ninguno es Góngora, sino que son todos tierra, humo, polvo, sombra, nothing.

Pero, aunque se equivocara en sus predicciones, y a pesar de no estar de acuerdo con  su  perspectiva,  no  pude  dejar  de  leer  La  rebelión  de  las  masas —con ese título, quién puede resistirse— y, entonces, el lector encuentra a un Ortega muy diferente: más bien contrario al crítico literario. Si en La deshumanización parecía apreciar la tontería en el arte, en este, cuando habla sobre la Historia, es decir, de temas serios —piensen que corren los bélicos años treinta, con todos sus muertos a cuestas—, resulta que es un gran adivino.

José Ortega y Gasset

Ortega decía que la historia podía predecirse, de hecho, lo dice varias veces a lo largo de sus ensayos. Si uno estudia a los pensadores de otros tiempos, encuentra aciertos que parecen imposibles, genialidades. No obstante, él afirma que tales aciertos responden a un ejercicio de lógica. Y es muy curioso que el propio Ortega previera una futura Unión Europea que el llamaba con otro nombre, donde todos los países deberían unirse con todas sus diferencias, no entendiéndolas como obstáculos, sino como elasticidades para afrontar los distintos problemas posibles que pudiera afrontar esa sociedad. O eso o la autodestrucción de Europa. Por otra parte, también afirmaba que la política estaba dominada por el hombre-masa, es decir, por personas que piensan que tienen todos los derechos y ninguna obligación, que creen que todo lo que ha construido la humanidad y la cultura hasta ahora ha caído del cielo como cae la lluvia. Que la sociedad, la democracia o la ley es tan antigua como la naturaleza, por eso no se preocupaban por conocer su propia historia, por eso estaban condenados a repetir los mismos errores. Es diabólico el grado de acierto, impresiona que aún, todavía hoy, estemos en las mismas. Mientras me deleitaba con la lectura pensaba: ay, Ortega, ¿qué pensarías hoy en día?

Uno de los debates encendidos que cada día me toca afrontar desde la intelectualidad con el resto del mundo es el de la importancia del humanismo respecto a la ciencia. En mi profesión existen los profesores de matemáticas. No todos, pero muchos de ellos se creen los alquimistas del conocimiento, o por lo menos, los poseedores y transmisores del único conocimiento válido, contrario a las lenguas, la historia y, no digamos, el arte. Lo mismo sucede con algunos científicos: biólogos, ingenieros, tecnócratas. Apátridas de la filosofía y el pensamiento, según ellos, en pro de los números. Pero Ortega ya habla de ellos, ya los esboza como vetustos decimonónicos, como abejas en su celda haciendo avanzar la ciencia por su cuenta y riesgo: encerrados en su mentalidad sin atender a lo que pasa en torno, sin ver para qué o a quién sirven los avances que ellos realizan. Y yo pregunto, si como ellos afirman, todo es química o biología o fríos números: ¿qué falta hacen las religiones, las sectas, el tabaco, el alcohol, las pastillas para dormir o los antidepresivos? Parece ser, en mi empirismo, que los más científicos son los más miopes. Ortega lo ve, Ortega lo esboza, y me dio esta idea que escribo aquí y ahora.

No todo está tan claro como afirman los libros de autoayuda y las ciencias exactas que curan todas las enfermedades del alma con químicos. Hay esperanza para la filosofía, para la literatura, para el arte, la duda. Decía el filósofo: Ortega es un semillero de ideas.

 


 

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Ilustraciones reseña: (inicio) Fotografía por bluelightpictures / Pixabay [public domain] | (en el texto) Jose Ortega y Gasset.jpg, See page for author [Public domain], via Wikimedia.

 

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