relato por
Alberto Rojas

 

L

aura ya casi no podía respirar. Era la mitad de la noche y la oscuridad parecía tener peso y materia, tocándola con sus pesados tentáculos en cada parte del cuerpo. Ella sabía que era inútil cerrar los ojos, pues dormir era una triste ilusión. Su mente era un infierno que no paraba de girar y girar. No sabía cómo era posible que la lástima, la tristeza, la ira, la desesperanza y la impotencia se mezclaran y combatieran unas contra otras, dejando un caos dentro de ella, rompiéndola dolorosamente.

Finalmente no pudo tolerarlo más y a velocidad luz, salió de su cama, se vistió y salió corriendo a la calle. Quiso gritar pero era inútil, al igual que dejar de llorar. En ese momento, la ira se abrió paso entre las demás emociones supurantes y Laura levantó las manos en un gesto dramático, con la intención de prender en llamas un auto estacionado en su calle, pero como siempre, no funcionó.

Laura sabía que se balanceaba en el punto más álgido de la locura pero, aun así, y  sinceramente, esperaba que el cielo reaccionara a su espantoso estado de ánimo. Que comenzara a llover o que las nubes se formaran sobre ella, a la espera de sus órdenes. Pero nada pasó y ella se maldijo para sus adentros. Harta de ser una mortal común y corriente.

«No. No lo soy». Se repetía a sí misma incapaz de digerir la idea contraria. «¡Un hechizo! ¡El maldito hechizo que me retiene, eso es».

Corrió en medio de la noche sin temor a los ladrones o a los espíritus malignos que allí pudiesen merodear. Le temía más a lo que estaba dentro de ella y por nada del mundo podía sacar.

Tarareó aguda y compulsivamente entre jadeos, invocando desde sus entrañas una voz melodiosa e hipnótica, pero solo salió su espantosa y plana voz de humana.

Finalmente llegó al arco, casi aliviada. Ella estaba segura que atravesando el enorme arco de piedra bajo aquella luna llena, el hechizo terminaría.

¡Cuánto podría hacer con sus poderes! ¡A cuántas personas no podría ayudar! ¡Cuántas personas malas serían por fin castigadas!

Cerró un instante los ojos despidiéndose de su vida anterior y cruzó el umbral con los mismos resultados de siempre. Nada cambió. No podía mover cosas con la mente ni ver los sueños de nadie. Ni volar ni convertirse en animal, ni prenderle fuego a las cosas y, después de rasguñar con sus llaves su brazo, comprobó que tampoco tenía poderes de curación.

El dolor se extendió dentro de ella con una rapidez apabullante. Se vio de nuevo en la horrible necesidad de enfrentar su vida y problemas humanos con sus pobres habilidades humanas. Y no podía, ya no. No veía su futuro, nada de lo que alguna vez soñó, aun como mundana, parecía posible; todo se veía empañado por suciedad y sangre, estaba flotando en el tiempo, pero de una manera horrible que la hacía sentir perdida, sin nada a lo que aferrarse.

De nuevo echó a correr, pensando en otro lugar de alto poder energético. Debía haberlo, debía haber algo más que amor descompuesto y fracasos patéticos. Debería poder curar a la gente con las manos ¡Cuán maravilloso sería eso!

Subió al puente que atravesaba la avenida principal y se quedó un buen rato ahí, oliendo el aire frío que desgarraba sus pulmones y su piel y contemplando la luna, implorándole que la sacara de la porquería que era su vida como humana.

Y su mente no dejaba de doler ¿Por qué tenía que estar tan zafada? No podía recordar el último momento de paz que había tenido. Un momento en el que había dejado de pensar en qué pudo haber sido en su vida pasada o qué ancestros con poderes mágicos tendría o porqué, por más que lo intentara, no podía ver el futuro.

Su mente, sin su permiso, por supuesto, comenzó a moverse a un plano más mortal. A explicaciones lógicas.

Lo llaman desorden de personalidad ezquizoitípica.

A lo otro, con un nuevo término: «Ensoñación excesiva».

—¿No has contemplado la posibilidad… Laura… de qué todas esas fantasías tan vívidas, que crecieron hasta el punto de crear conductas peligrosas, son una medida de escape de tu realidad, que bueno… te parece insoportable? —Laura casi escuchó esa voz en su mente, la de la doctora. Casi. Porque no se cansaba de afirmar que ella no escuchaba voces, eran sus propios pensamientos los que estaban fuera de control.

Los ojos de Laura estaba tan, pero tan hinchados, que apenas podía ver.  Se subió al barandal del puente y miró hacia abajo. Tal vez sí podía volar, solo que nunca lo había intentado desde una altura considerable.

Laura tenía toda la experiencia del mundo con el dolor y con aquel tipo de tortura. Uno esperaría, que como casi cualquier dolor físico, se aplacara con el tiempo, se aprendiera a domar, pero no, éste era como un cáncer y cada vez que aparecía, había menos y menos que pudiera comerse, dejándola más y más débil para el siguiente ataque.

Aquella primitiva parte racional que se aferraba a la vida dentro de ella se encendió como una explosión tratando de luchar contra los sentimientos que la asesinaban lentamente, tratando de actuar como analgésico para que dejara de hiperventilarse por un rato, pero era inútil, ya era demasiado tarde. Las fantasías dentro de Laura ya habían cobrado vida y se apoderaron de ella, volviéndose más fuertes que la propia realidad

Laura se soltó tanto del barandal, como de su última llana esperanza.

 


 

Alberto Rojas, es mexicano, tiene veinte años y es estudiante de Letras Hispánicas. Una de sus novelas ha sido premiada y ha publicado con anterioridad en revistas como La Sirena Varada.

📩 Contactar con el autor: soylibredepensamiento [at] gmail[dot]com

🖼 Ilustración relato: Foto por Sponchia / Pixabay [public domain].

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Revista Almiarn.º 103 • marzo-abril de 2019MARGEN CERO

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