por
Dominique Gómez Zepf
L
legué a mi hogar cansado, más de lo habitual. Al salir esa misma mañana, iba con la cabeza alta, pecho inflado y espalda recta. Pero el día fue largo y las horas iban cayendo una tras otra como pesados bloques de ladrillos sobre mí. Así que, a la hora de volver a casa, lo hice con la cabeza gacha, la espalda encorvada y arrastrando los pies por el suelo.
Cuando abrí la puerta, vi el lúgubre umbral de mi recibidor, iluminado solo por la luz del portal; se podían distinguir los contornos de mis abrigos que colgaban sin vida del perchero. A su derecha, las paredes del pasillo tenían un tenue tono gris apagado parecido a la ceniza y, conforme se adentraba en la casa, desembocaban en un oscuro agujero.
Al entrar, me invadió una sensación de pesadez, como si estuviera en un lugar prohibido y mi presencia no fuera bienvenida.
Me desabroché el abrigo y, rápidamente, estirando el brazo, lo colgué del perchero.
Dejé los zapatos junto a la entrada y me adentré en el pasillo. Con la iluminación encendida, las paredes eran blancas; estaban muy juntas la una de la otra, dejando apenas espacio para que pudiera pasar una persona. El pasillo se extendía a una gran profundidad y el techo era demasiado alto, lo que me provocaba una sensación de vértigo.
Mientras caminaba, pensaba solo en descansar un poco, tomarme un whisky frío, sentarme en mi sillón y ver algo en la televisión. Era una rutina casi diaria; muchas veces, por la ebriedad y preso del cansancio, me quedaba dormido en el sillón, con el vaso en la mano, lo que provocaba que más de una vez se me resbalara entre los dedos, cayera al suelo y se rompiera.
Tras lo que parecía una eternidad, llegué a una puerta de madera oscura, baja y con un hueco vacío sobre ella que se perdía en el techo alto.
Abrí la puerta, encendí las luces y entré. Mi salón era una habitación pequeña de forma cuadrada; tenía solo un televisor, una butaca y, a su derecha, se encontraba el mueble bar. Pero esta vez había algo diferente: mi sillón, que normalmente estaba firmemente en su posición enfrente de la televisión, no estaba allí; se encontraba flotando ingrávido unos tres metros por encima de su lugar habitual.
Me quedé de pie. Mi mente no procesaba lo que estaba ocurriendo. ¿Era real lo que veía? Cerré los ojos y, cuando volví a mirar, el sillón seguía suspendido en el aire.
Me entró miedo. ¿Era obra del cansancio o estaba ocurriendo algo más? Miré la botella de whisky para ver si también estaba flotando por la habitación, pero, por fortuna, seguía estando en su lugar habitual. Con las manos temblorosas y la respiración acelerada, tomé una copa, sentí el licor recorrer mi garganta y me invadió una cálida sensación en el estómago. Después de un tiempo me tranquilicé; volví a mirar y el sillón seguía en el mismo sitio, desafiando a la realidad. ¿Me estaba volviendo loco? No lo sé.
Di una vuelta por el pequeño salón observando el sillón desde diferentes ángulos; era de un color marrón claro casi rojizo, estaba ya algo desgastado por el uso y en los laterales presentaba ligeras manchas provocadas por el whisky. El sillón no estaba perpendicular al suelo, sino ligeramente torcido; en un punto, me puse de puntillas y, con esfuerzo, estirando el brazo, logré rozarlo con la yema de los dedos. Al tocarlo, se movió perezosamente en el aire; sin embargo, poco después volvió a tomar su lugar anterior.
Perplejo, me serví otra copa. Me invadió de repente el sueño. Decidí dejar lo que estuviera pasando para el día siguiente e irme a dormir.
Salí de la habitación frustrado por no poder disfrutar de mi descanso. Al cerrar la puerta, me percaté de que desde la parte sobresaliente que hay entre la ella y el techo se veía el contorno superior del sillón; parecía que me miraba desafiante y sentí una burla victoriosa de su parte. Enfurecido, le di la espalda y me dirigí a mi dormitorio.
La puerta del dormitorio era grande, encajaba hasta el techo y estaba construida de robusta madera; parecía un gran portón. Abrirla siempre me costaba un gran esfuerzo, pero aquella noche se veía dificultada por la presencia del alcohol y el cansancio.
Apoyé mi cuerpo contra la puerta y empujé con fuerza hasta que cedió de repente, impulsándome a la habitación con brusquedad.
Me incorporé, y al darme la vuelta para encender la luz, me di cuenta de que la habitación ya estaba tenuemente iluminada. Di la vuelta despacio y miré al interior; al ver la fuente de luz, instintivamente di un salto aterrado hacia atrás. La cama estaba cubierta de cientos de llamas pequeñas que cubrían todo el colchón y danzaban entre sí; parecían pequeños diablillos que habían decidido hacer su fiesta infernal sobre mi cama.
Fui corriendo al baño para llenar un vaso de agua, volví, lo vertí sobre el fuego; el agua lo atravesó, pero solo quedó una mancha en el colchón sin apagar las llamas.
Me quedé sin aliento; parecía que aquel día se había roto cualquier norma de la física. Miré más detenidamente y me fijé que el fuego no se propagaba más allá de mi cama; es más, ni siquiera la estaba consumiendo, solo yacía por encima de ésta y tampoco producía ruido ni humo. Acerqué la palma de mi mano temblorosa al fuego; al hacer esto, una llama saltó hacia mí, sentí un arduo calor y pegué un grito sordo. Me retiré rápidamente; por suerte no me había producido ninguna quemadura, pero seguía sintiendo el ardor en mi mano. Las llamas seguían con su danza, ignorando lo sucedido.
No podía soportar más ese espectáculo, así que salí de la habitación. Abatido, apoyé mi espalda sobre la pared del pasillo y me fui deslizando hacia el suelo.
¿Estaba perdiendo la cordura? ¿Era el alcohol, el agotamiento? No podía pensar, apenas ya me podía mover, no tenía fuerzas ni siquiera para llorar o gritar.
Solo quería descansar.
Me quedé sentado sobre el suelo de cuclillas, con mis piernas recogidas.
De repente, el suelo debajo de mí empezó a deshacerse y, antes de darme cuenta, estaba cayendo en un abismo negro. Arriba, el pasillo iluminado por una tenue luz se había convertido en un pequeño punto que se alejaba rápidamente. La negrura me envolvió por completo; no había ni viento ni ruido, solo estaba yo, la oscuridad, el vacío y no parecía tener fin.
Dominique Gómez Zepf. Es un joven autor de veintitrés años y un apasionado de la lectura. Sobre Ruptura nos dice que es «una mezcla de terror, surrealismo y existencialismo y quiero invitar, además, a la reflexión del lector».
dominiquegz19[en]gmail[dot]com
Ilustración relato: Fotografía por Mohamed Hassan (en Pixabay)
🔖 TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)
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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 139 · marzo-abril de 2025 ·👨💻 PmmC
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Sí, por supuesto, ese es un peligro que siempre nos acecha… Por eso no hay que descuidarse en el quehacer que es vivir.