relato por
Ana Martínez Mongay

 

¿Habrá perdón para el que estrangula una paloma?
“Delirios de una paloma”; Delirio y destino.
María Zambrano

 

Roma, 1964

La luz entra por la ventana en diagonal y en diagonal se pueden ver ínfimas partículas de polvo que sobrevuelan la cabeza morena de María. Le gusta escribir al lado de esta ventana circular en la Piazza del Popolo. Libros de Spinoza, Jung, Ortega y Machado se amontonan en la mesa sin orden aparente. Sobre ellos dos gatos durmientes, beatíficos, cuasi místicos observan a la escritora. Nunca hay que bajar la guardia.

María, envuelta en el humo de su cigarro prolongación de la boquilla art decó que le regaló Camus en París, piensa en su hermana Araceli que ha salido a dar un corto paseo por el vecindario y a alimentar con restos de la cena a los gatos romanos. Su piedad no tiene límites. Por eso la llama Antígona, porque la tragedia siempre la ha perseguido y cree que todo lo que le ha sucedido desde 1936 no es real: el exilio, la persecución de la Gestapo en París, todos los familiares y amigos muertos.

Tigra, la gatita escamada color canela, la aleja de sus pensamientos al desperezarse y esponjar sus patas sobre el papel en el que María está escribiendo. Entonces repara en que la ceniza del cigarrillo ha emborronado de negra bruma la página y, cuando va a limpiarla suena el timbre de la puerta. Seguramente su hermana ha olvidado las llaves, y abre sin reparos:

—Buongiorno, signora —la saluda un carabinero mientras le entrega una citación del Ayuntamiento de Roma. Roma, la gattara.

I

Giuliano hizo pasar a su secretario, Leonardi. No le caía especialmente bien este joven que había estudiado en la Escuela de Administración, que creía en la reconstrucción europea y esperaba medrar con su pasado limpio de fascismo. Otra cosa que no podía soportar, que se jactara de ese pasado inmaculado cuando para él eso era una vergüenza. Él, que sí había luchado por la dignidad de la nación italiana, que había sufrido como nadie cuando ahorcaron al gran líder, al único, al carismático y popular Mussolini. Él, que había tenido que pagar más de un soborno para limpiar su pasado. Y ahora debía tragar con toda esta patraña si quería llegar a la alcaldía, igual que quería llegar su joven secretario, pariente según decían del nuevo presidente de la República, ese socialista que ni siquiera tenía lo que había que tener para ser comunista.

Sin embargo, allí estaban. Uno frente al otro. Leonardi le entregó la copia de una denuncia que acababa de ser enviada ese mismo día urgentemente a su destinataria. El joven parecía asombrado; no se explicaba la extraordinaria dimensión de la sanción impuesta y, ante su estupor, Giuliano le explicó que la denuncia partía de un respetable vecino de la ciudad de Roma, que se trataba de un tema de salud pública y que la nueva Italia debía mostrarse diligente. Ante lo cual, sobre todo ante la expresión «la nueva Italia», el joven Leonardi no tuvo réplica y salió del despacho con rapidez.

Giuliano se quedó contemplando el filo de su abrecartas con la cara de Mussolini bajo la columna de Trajano y la palabra Dux grabada.

II

Giossepo Fracastoro era un hombre sumido en una inmensa tristeza. Su depresión venía pareja a la de su mujer y se incrementaba cuando no podían dormir ninguno de los dos. A veces la causa de sus pesadillas se debía al hecho de que habían cenado mal o a que se habían encontrado a algunos de sus antiguos amigos avergonzados de su pasado fascista. Ellos no habían cambiado, no habían renunciado a nada, excepto a su bien más preciado: la vida de su único hijo en el bombardeo que sufrió la ciudad el 19 de julio de 1943. Esta era la pesadilla más recurrente y vívida. El ruido de las bombas, los gritos apagados, el humo y las llamas. Para colmo de males, la noche que él o ella conseguían retomar el sueño, los gatos en celo de las vecinas despertaban a todo el vecindario como el lloro de un niño angustiado. Como el lloro de su propio, pobre, niño.

Pero lo peor de todo no era eso. Lo peor de todo era encontrarse con esas mujeres, las dueñas de aquellos molestos animales. La dos hermanas españolas, la enferma, una tal Araceli, y la señora intelectual, María, se llamaba. Tenían que actuar educadamente y saludarlas, como si no les importara que ellas estuvieran viviendo allí con esa caterva de gatos. Y no digamos nada cuando las visitaban sus amigos escritores, pintores y periodistas de izquierdas. No, no iba a parar hasta que se fueran bien lejos y quizá así podrían dormir de una vez, sin llantos ni maullidos.

III

Esa tarde habían quedado con los Alberti en la tertulia del café Greco. Desde la plaza del Popolo a la vía Condotti había un kilómetro que las dos hermanas caminaron sin prisa seguidas por una cohorte de gatos.

Ángel, artista de paso por Roma y buen amigo de María, pensó divertido que eran unos gatos filósofos y se lo dijo a Alfonso, el primo de ambas hermanas, que reaccionó con una mueca de disgusto:

—Estoy preocupado por ellas, ¿cómo vamos a preparar todo en tan poco tiempo? Además, la salud de Araceli está empeorando y tenemos que llevarnos a los trece gatos al menos. Les he sugerido sacrificarlos o soltarlos en algún descampado a las afueras de Roma y no ha habido manera, se han negado. María incluso ha propuesto dejar sus libros y sus escritos para no llevar tanto equipaje.

—¿Cómo? —dijo Ángel sorprendido.

—Sí, sí, dice que esto no le preocupa, que lo tiene todo en su cabeza y lo podría volver a escribir mañana mismo. ¿Qué te parece? Y yo la creo, ¡es tan inteligente!

Ángel se enterneció al ver la preocupación de Alfonso.

—Estate tranquilo. Hemos sobrevivido a la guerra de España, hemos salido del París ocupado, hemos estado huyendo de un país a otro y siempre hemos mantenido la dignidad. Esta vez no será distinto. Seguro que en el Jurá tus primas encontrarán la paz y el sosiego que merecen.

IV

Giuliano descolgó el teléfono distraído.

—Pronto? —su cara cambió al instante y contrajo sus mandíbulas en un rictus. Lo que oía al otro lado de la línea no era de su agrado, pero no podía dejar de asentir. El mismísimo presidente de la República italiana le había llamado personalmente. En otro momento y en otro devenir histórico esa llamada hubiera supuesto el máximo honor para él; en cambio era ahora una pesada broma, un chiste de mal gusto, como si se estuvieran riendo a su costa. Y, sin embargo, no le quedaba otro remedio que tragar saliva y mostrarse sumiso si quería seguir ocupando su actual despacho. La máxima autoridad del país se lo había dejado bien claro: a las señoras españolas no había que tocarlas. La mayor era una intelectual reconocida, una filósofa de prestigio. Ambas, amigas de las hermanas Croce y de los Moravia.

Colgó el teléfono de mala gana y su ira contenida apenas estaba a punto de estallar cuando su secretario llamó a la puerta, al mismo tiempo que la abría y asomaba la cabeza a la que siguió el resto del cuerpo, en movimiento ágil como el de un felino:

—Excusi? —Leonardi se acercó a la mesa y rápidamente le tendió un papel para que lo firmara. Era la revocación de la orden de expulsión en veinticuatro horas de las hermanas Zambrano y sus gatos. Giuliano se lo quedó mirando lívido. Leonardi abrió los ojos más de la cuenta para no sentirse intimidado y a duras penas lo consiguió. Los dos hombres no intercambiaron una palabra pero se lo dijeron todo, se conocían desde siempre, desde que los dos bandos fueron inventados. Sabían lo que estaba pasando por sus cabezas y en ese instante infinito fueron conscientes de lo que ambos estaban pensando, como si pudieran verse en otra situación, con los papeles cambiados. Sin vacilar, Leonardi le señaló el espacio para firmar la orden de revocación.

Giuliano lo hizo de mala gana y en cuanto su secretario salió por la puerta se quedó mirando con deseo su abrecartas, su pequeño puñal.

Paso fronterizo de la Jurá, un mes más tarde

María mira por la ventanilla del coche el amanecer inspirador, su aurora llena de palabras que emerge de las sombras de la noche. Sin embargo, este amanecer le resulta inhóspito, quizá por la niebla que lo cubre todo; quizá por la tristeza de abandonar Roma. Menos mal que tiene a Araceli a su lado dormida, su querida hermana, cada vez más débil. María espera que el aire limpio de Suiza la reconforte.

De pronto, Alfonso comienza a arrancar el coche mientras se vuelve hacia sus primas risueño:

—Podemos seguir. Nunca tan bien el dicho, que de noche todos los gatos son pardos —sonríe.

Esto es lo bueno de ser inteligente, piensa María, el sentido de humor, bendito sentido del humor. Ella también sonríe.

El coche comienza a rodar primero lentamente, luego algo más rápido pero con cautela. El remolque detrás lleva el equipaje y trece cajitas con pequeños agujeros, desde los que salen lastimeros maullidos y algunos bufidos.

Dos guardas en el paso fronterizo observan alejarse el convoy mientras el sol despunta en el horizonte.

 


 

Ana Martínez Mongay. Ha publicado varios poemas en las revistas Río Arga y Luces y sombras y pertenece al grupo de poesía Ángel Urrutia del Ateneo navarro. En 2015 publicó su primer poemario: De la levedad (Editorial Los libros del gato negro, Zaragoza – ISBN 978-84-944423-3-9) y en 2019, con la citada editorial, el segundo: En apariencia el bosque.

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Ilustración por johnhain [Pixabay; dominio público]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 123 · julio-agosto de 2022

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