relato por
Carmen Sogo

-S

oy Leocadia Fritz, profesional y legalmente.

Así se presentaba una muchacha alta y flaca, con el pelo rubio muy corto, cada noche en el pueblo en fiestas al que había llegado la orquesta Sol y Mar por la mañana. Los ojos añil, una bata de cola áspera y desteñida, blanca, con grandes lunares rojos y amarillos, un collar de plástico y un profundo olor a limón. Y cada noche se escuchaba un murmullo de incredulidad que su voz apagaba al empezar a entonar la primera copla.

Leo tenía la voz profunda de las cantantes de cabaret alemanas, herencia de su abuela paterna. La mujer seria y rubia que le enseñó a cantar. De su padre había heredado el físico y una pistola, un recuerdo para tiempos desesperados que trajo de Alemania. De su madre, una medio gitana nacida en Móstoles, aquel vestido de lunares y el duende que emanaba de su cuerpo. Así convertía el espectáculo en misterio, cantando con voz profunda unas coplas largas y desgarradas, y unos pasodobles desgastados.

 

El guitarrista y dueño de la orquesta, aún joven, era alegre, muy ágil, y estaba feliz. Nunca habían tenido una buena cantante, y cada vez más hombres se trasladaban de un pueblo a otro para volver a escucharla. Pronto podría subir el precio del espectáculo y llegar a actuar en alguna ciudad pequeña. Desde el principio supo que era muy buena. Su voz, la mirada intensa, y la forma en que interpretó una triste canción francesa en aquel bar donde solía formar su orquesta de verano, le habían impresionado. No tenía duda, Leocadia Fritz era perfecta para los locales pequeños e íntimos de Barcelona, la ciudad más europea del país, a los que acudía la burguesía catalana y algún rico intelectual del resto de España. Tenía talento suficiente para un público sofisticado en una sala con luz tenue, pequeñas mesas donde reposan copas de coñac y mucho humo. Mujeres bien vestidas con olor a perfume caro y cigarrillos de contrabando acompañadas de señores trajeados que las consienten. Aunque no estaba muy convencido de que funcionase en los pueblos de Castilla donde ellos actuaban en fiestas. Pequeñísimas poblaciones para las que la orquesta solo era una excusa para bailar y divertirse, la música un telón de fondo. El guitarrista decidió que no podía desperdiciar la oportunidad de viajar con una mujer extraordinaria con añil en el iris y una voz profunda, y ella suplicaba el trabajo.

Aquella noche nada era muy distinto de las demás. El escenario de tablas no resultaba muy grande y el fondo era la fachada blanquecina del ayuntamiento iluminada. Leo comenzó con una copla y continuó con pasodobles que estuvieron de moda unos años antes con los que el público se lanzó a bailar. Después de un intermedio cantó otra copla y más pasodobles. Tras una mesa de madera como improvisado mostrador una mujer bajita de larga nariz servía chatos de vino tinto sólo para hombres. La mayoría no prestaba atención a la orquesta, bailar era lo importante. Los casados lo hacían con su mujer, las cuñadas y alguna vecina. Las chicas solteras esperaban, siempre nerviosas, que se acercara el muchacho que hacía tiempo que rondaba en su cabeza. Ellas llevaban el único vestido que estrenarían en el año, un collar que parecía de perlas y los labios brillantes muy rojos. Únicamente pensaban en lograr un baile con el joven soñado, y dos, y tres, y ya tenían el noviazgo asegurado. En los pies no se fijaba nadie.

Tristes tiempos para los artistas cuando la gente va al baile en alpargatas.

El vestuario de Leo concordaba con la austeridad del país. Para actuar en la segunda parte se enfundó una falda recta y marrón que le llegaba a la pantorrilla y una blusa blanca con estampado suave que se le ajustaba al pecho y ella remetía por debajo de la falda. Ni esas prendas ni los zapatos negros de tacón de aguja eran nuevos. Alguno la escuchaba con emoción pero para casi todos solo era el fondo de la mejor noche del año. Por fin la orquesta tocó una jota y se acabó la fiesta.

Cuando bajó del escenario una lágrima surgió sin restarle aplomo, se acababa el verano. El guitarrista se acercó a ella y le tendió un pañuelo blanco. Después de tanto tren ennegrecedor y demasiados coches de línea lentos, aún no era capaz de rozar su piel. Tan intensa Leocadia. Tan cobarde él.

Y si la ropa de escena de Leo era triste el resto del contenido de su maleta era parco, solo añadía un mono azul de loneta como el de los obreros que, junto con el cigarro que casi siempre llevaba en la boca y su cabello corto, hacía que en numerosas ocasiones la confundieran con un chaval. Pero ella nunca se esforzó por sacarlos de su error. Así vestida solía trabajar unas horas después de la actuación, cuando nadie quedaba en la plaza, recogiendo el material de la orquesta. Y si algún borracho se paraba a mirarlos no podía reconocer a la cantante. Y a la mañana en la parte trasera de la furgoneta, con el mono de loneta, iba dando tumbos, hoy rumbo a casa.

 

Al fin tocó despedirse. Sentados en la misma mesa de hierro de aquel bar de Ávila donde se habían conocido en junio, después de repartirse las ganancias, estaban cabizbajos. Cada uno con su pequeña maleta a la derecha y todos con la seguridad de que aquel dinero les llegaría hasta Navidad. Y en el año nuevo a buscar trabajos miserables hasta el siguiente verano.

—Tienen que empezar a mejorar las cosas.

Sí, asentían convencidos de que ocurriría algún día pero no pronto.

Leo vestía su falda y blusa del escenario, las únicas que tenía y que luego en invierno cubriría con un abrigo verde hoja que fue de su abuela y que debió ser hermoso.

Alzó la vista de la mesa y los miró fijamente.

—Tengo una pistola.

Más que decirlo lo disparó.

—Tengo una pistola… Podríamos atracar joyerías y empeñar lo robado.

Seis ojos que se clavaban en su añil y ninguno de sus dueños pronunciaba palabra.

—Yo conozco a uno que podría comprarnos el material —dijo el guitarrista—. Empeñar es muy arriesgado, piden documentos.

Los otros dos abrieron la boca pero ni un sonido articularon. Uno tenía dos hijos. El otro esperaba que su mujer le anunciara pronto que iba a ser padre.

—Mejor nos vamos a casa —dijeron—. ¿Quién paga?

El guitarrista y Leo se quedaron solos. Ellos eran libres. No es que les gustara atracar joyerías pero algo había que hacer cuando se terminase el dinero, que no sería muy tarde. Aquel invierno traería de nuevo barro y manchas de humedad.

—Cuando te quedes sin dinero pasa por mi casa y nos vamos a Madrid a dar algún golpe. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —contestó la muchacha.

 

Los tres primeros atracos en tiendas pequeñas. Leo apretaba la pistola con las dos manos, con seguridad y convicción. El guitarrista recogía lo que había tras la vitrina. El dueño temblaba.

Los dos vestían con mono azul y se cubrían la cara y la cabeza con gorro y bufanda. Hacía frío. La policía empezó a buscar a dos chavales, seguramente míseros obreros de fábrica. Uno muy flaco y alto, el otro rápido y ágil saltando mostradores. Pero tampoco se esforzaban en exceso porque ladrones había demasiados en Madrid.

Con el dinero que les pagaba el conocido del guitarrista llegaron a marzo. Un atraco más y empezarían a recorrer los pueblos de nuevo.

—Señoras y señores. La esperada gran orquesta Sol y Mar.

Fueron a Madrid en tren, como las otras veces. Se cambiaron de ropa en el baño de la estación y dejaron la maleta en consigna. Escogieron un establecimiento un poco mayor que los anteriores pero no demasiado grande ni céntrico. En la puerta se cubrieron la cara con la bufanda y entraron con el aplomo de siempre. Había un cliente que se quedó tan silencioso como el dueño. Leo estaba segura de que, sí uno de los dos se movía, le pegaría un tiro. Actuaron fríos. Los hombres los miraban demasiado asustados.

Luego corrieron, en silencio. Subieron al tranvía y se mezclaron con muchos otros con mono azul y zapatillas. El guitarrista la miró a los ojos y a sus labios asomó una pequeña mueca que podía confundirse con una sonrisa.

—¿Habrías disparado si hubiera sido necesario?

No. Ahora sabía que no. Leocadia Fritz llevaba el conjunto de blusa y falda cuando subió al tren. En la maleta lo robado y los monos azules. Se sentó junto al guitarrista, los dos en silencio. Una mano de él se posó al fin en su falda. Leo no miró.

Era martes. El mismo martes que un empresario de Barcelona entró en el bar donde se formaba la orquesta a preguntar por Leo. Un hombre grueso, brillante y de pelo escaso que buscaba por Castilla talentos para su local del barrio de Gracia donde se cantaban melancólicas canciones al estilo de la Piaf. Acordó con el camarero que volvería al día siguiente porque había oído hablar de ella y quería escucharla. El mismo martes que el Real Madrid ganó al Milán y las radios y los gritos llenaban de voces todo Ávila.

Y aquel martes fue su último golpe porque al día siguiente Leocadia Fritz cantaba para el barcelonés Lili Marleen. Con su falda marrón ajustada, los ojos añil y la voz desgarrada transportó al empresario a un cabaret centroeuropeo de tiempos pasados. Ella terminó de cantar y se quedó de pie, esperando. Él sentado, mirándola, en silencio, con el eco de su voz resonando aún.

Unos días después, cuando fue a despedirse, el guitarrista la felicitó con los ojos tristes, convencido de que ya no volvería a verla. Y como compensación Leo le regaló la pistola.

 


 

Carmen Sogo. Escritora española (Madrid, 1955). Estudió Magisterio en la Universidad Complutense de Madrid (UCM) y se especializó en Pedagogía en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Autora de la novela Los Owen: Lola y Carl (Casa del Libro, 2015, y Amazon, 2020) y del libro de cuentos Una piscina en la bodega (Clara Obligado, 2020). Relatos suyos han sido incluidos en antologías como Cuentos que llevó el cartero (Fuentetaja, 1998); Cuentos para leer en el metro (Editorial Catriel, 1999); Antología de relatos originales/2 (Editorial Jamais, 2001); Historias de amor y desamor (Editorial Tribium, 2001); Otoño e invierno III, microrrelatos (Diversidad Literaria, 2017), No encajas ( 2021). Ha publicado relatos en las revistas El Asombrario y Letralia. Ganadora del premio Getafe de Relatos Breves con Viaje en tren (1998) y de una mención en el concurso de relato corto «Antología Puente Rosario-Madrid» (2018), que después publicó Editorial Baltasara (Argentina). En 2022 publicó la novela Hefestia: la última ciudad civilizada (Editorial Círculo Rojo).
📩 mc.sogo [en] gmail [punto] com

Ilustración relato: Fotografía por StockSnap (en Pixabay)

TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

Las Marías en Leocadia Las Marías, por Luis Enrique Mejía Godoy. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2010)
La gordita (en Diario) La gordita, por Pedro M. Martínez Corada. En Margen Cero («Taller literario de El Comercial» – 2003)
El unicornio en el jardín (en Leocadia Fritz) El unicornio en el jardín, por Elena Ortiz Muñiz. En Margen Cero (Biblioteca de relatos – 2010)

Carmen Sogo: Relato Leocadia Fritz

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 135 · 👨‍💻 PmmC · julio-agosto de 2024

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