relato por
Víctor Parra Avellaneda
N
o puedo evitar recordar la vez en que Sara y yo fuimos a la playa, comimos ceviche de camarón y jugamos en la orilla del mar. Extraño mucho sentir mis pies descalzos sobre la arena mientras son acariciados por el oleaje, provocándome cosquillas, algo que aquí, en la monstruosa ciudad de Guadalajara, es imposible de experimentar. Aquí no hay playa ni arena, solo pavimento, ardiente al medio día, y un aire con sabor a metal y que reseca mi garganta. Pero el día en que fui a visitar a Sara el aire no olía a metal ni me lastimaba, era como si la playa estuviera escondida frente a mis ojos, sin poder verla. Posiblemente eran los efectos de recordar esa salida.
Tomo el tren ligero en la estación. Había bastantes lugares disponibles, pero no me senté en ninguno, en vez de eso me recargué en una de las puertas corredizas que tienen grandes ventanas y por donde es posible ver el exterior. A mí me gustan los sitios con ventanas y en cualquier transporte procuro irme sentada en un asiento con vista hacia afuera. Me gusta ver cómo se mueve y se transforma el paisaje frente a mis ojos, saber que lo que estoy viendo es único y jamás volverá a repetirse. También me gusta pensar que cuando hago esto, mirar, en realidad contemplo una parte del tiempo y del mundo que está siempre en peligro de extinción, porque, para mí eso es el presente, un instante que se evapora y nunca regresa. Por eso conservo con gran recelo mis recuerdos, en especial el de la playa con Sara; porque ese ceviche, el agua, la arena, el sol e incluso nosotras, las de aquel día, dejamos de existir, fuimos erosionadas por el viento del tiempo que avanza interminablemente.
Mientras el tren avanzaba veía a las personas deambulando por las calles de la ciudad y cómo eran iluminadas por el sol. En eso, miré la bolsa que traía entre mis manos, era de plástico, algo opaca y gruesa. Lo que había en su interior eran verduras que compré y la razón por la cual me dirigía rumbo a la casa de mi amiga. Íbamos a preparar ceviche de pescado. Ella y yo acordamos, espontáneamente como todo buen plan, preparar ceviche para comer algún día en que ambas estuviéramos libres.
—Hace mucho tiempo que no como algo que me haga sentir viva como ese día. ¡Si pudiera iría a la costa!, pero no se puede, está muy lejos y ni tú ni yo andamos bien de dinero como para emprender un viaje así —me dijo Sara ese día.
—Bien, pues podemos recrear esos momentos preparando lo mismo que comimos ahí —le contesté.
La idea le encantó y pronto nos pusimos de acuerdo para fijar la fecha y el lugar de nuestra reunión y los ingredientes que cada una traería. Toda una escapada sin ir a ningún sitio. Solo la evocación como transporte.
Llegué a su casa. Toqué y ella abrió. Con una mirada que me recordó a la de un gato al acecho de su presa, Sara me observó con una gran sonrisa después de echarle un vistazo a la bolsa de ingredientes. Sus ojos verdes resaltaban, como iluminados por un breve destello.
—¡Ceviche! ¡Puedo ya sentir cómo desaparezco de esta ciudad caótica y me transporto al mar por el sabor de este manjar! ¡Ah, ya quiero comerlo, tengo mucha hambre! —dijo ella.
—¿No comiste? —le pregunté.
—¡No! Cuando sé que comeré algo especial procuro no alimentarme de nada. Así se disfruta mucho mejor. Si lo hubiera hecho, no tendría el mismo apetito. Pero en cambio, ahora, el hambre incrementa todos mis sentidos gustativos y así puedo valorar en verdad la comida.
—Hablas muy místicamente.
—¿Y? ¿No es la comida algo místico? Uno no puede existir sin la comida. Comes, vives; no comes, mueres. La vida gira en torno a la comida. Por lo tanto, creo firmemente que si existe un dios este tiene forma de comida, indiscutiblemente.
—Vale, en verdad que tienes hambre. Es mejor que empecemos, no quiero que vayas a tener alucinaciones… —le dije a Sara, sarcástica.
Al entrar fuimos a la cocina donde coloqué la bolsa de los ingredientes sobre el pretil. Ella sacó del refrigerador otra bolsa similar a la mía, con bastante contenido. Se veía algo pesada.
—¿Son los pescados? —le pregunté.
—Sí. Muchos —contestó Sara, mientras al mismo tiempo asentía con su cabeza.
—Pero… con la mitad que hay en esa bolsa debe ser suficiente, ¿no?
—Para el ceviche nunca es suficiente, Amarantha. Ya te dije que tengo hambre y no creo que con la ración normal se ajuste para las dos.
—Bueno, hay que preparar todo. Se nos va a ir el tiempo y vamos a tener más hambre.
—Y si eso pasa estaré más insoportable… —dijo, abriendo la bolsa y colocando su contenido en una tabla de picar.
Miré los peces que ella había sacado de la bolsa y quedé helada. Se me acabaron las palabras y me quedé en absoluto silencio.
—Es un pez… acorazado —dije tartamudeando, muy nerviosa.
—Placodermo querrás decir. Creo que es una especie de Bothriolepis —respondió Sara con voz serena.
—Se supone que… que debería estar extinto desde hace 300 millones de años… —le dije, mientras contemplaba al animal prehistórico, de aspecto tan áspero y extraño. Jamás había visto una cosa así en mi vida.
—¿Extinto? ¿Los placodermos? ¡Claro que no!
No contesté nada. Lo cual, como pude notar, la preocupó un poco.
—Mira, sé que son desagradables a la vista. Todas esas corazas y espinas; le dan el aspecto de un cactus, pero en peces. Cactus del mar, lo llamaría yo; pero, cuando se cocinan el calor logra quitar esos caparazones, desprendiéndolos de la carne blanda que sabe deliciosa, como bien sabrás. ¿Qué, acaso no te acuerdas de la última vez que comimos ceviche de placodermos en la playa? —me dijo, frunciendo el ceño, mostrándose desconcertada. Ahora sus ojos verdes parecían haberse encendido como relámpagos en medio de la noche, lo cual delataba su consternación. Ella siempre mostraba esa clase de mirada cuando algo no tenía sentido.
Por otra parte, a Sara se le da muy bien meterse en el papel de personajes y actuar al grado en el que no se sabe si lo que dice es cierto o falso. En cualquier caso, ella logra engañar a cualquiera, incluyéndome, pero esta vez fue muy lejos.
—Buena tu broma. Me gustó la utilería que empleaste, se ve bastante realista —le dije, sonriendo, con cierta malicia, como quien descubre a un impostor.
—¿Utilería? ¿De qué hablas? ¿De los peces? ¡Son reales! —me respondió algo molesta.
—¡Já! Claro, los placodermos no se extinguieron hace millones de años —dije en tono burlón.
—Pues no. No se han extinguido. Nos los comemos.
—¡Esas cosas no se pueden comer!
—¿Qué no se pueden comer? —me dijo desafiante.
Sara tomó un cuchillo de un cajón y empezó a destazar con limpieza y gran velocidad a uno de los peces. Quedé asombrada por su manejo del cuchillo y la manera en la que seccionó al animal. Pero, sobre todo, lo que me dejó casi sin palabras y sin ninguna oportunidad de reacción por un buen rato fue el interior del pez.
—¡Sus órganos! —exclamé con voz quebrada. Sentía que el aire no me era suficiente para respirar por la impresión que me causó—. Sus órganos… son tan distintos… sus ojos… sus narinas… sus aletas… sus branquias… sus escamas…
—Amarantha… ¿Estás bien? —me preguntó Sara.
No contesté.
Ella me observaba con extrañeza, justo como yo miraba al pez. Ahora yo era otro espécimen raro en esa casa.
—¡Amarantha, se nos va a ir el tiempo y no vamos a comer nada por andar viendo peces descuartizados! Ya hay que cocinarlos —me dijo Sara, consternada.
Volteé a verla y no la pude reconocer, tampoco a los peces ni a la casa ni al aire ni a nada. ¿Qué estaba pasando aquí? ¿De dónde diablos sale un pez extinto y encima cómo toda la gente se lo come haciéndolo ceviche?
—Me preocupas —dijo Sara, algo angustiada al verme tan… callada, lo cual era raro en ella.
Puso su mano en mi hombro derecho y dirigió al sofá de la sala para que descansara.
—Han sido días muy pesados en la escuela, creo que yo me encargo de cocinar. Tú, necesitas relajarte un poco, ¿de acuerdo?
Nuevamente no respondí.
Ella me miró en silencio, seria. Se alisó un poco su cabello y se dirigió a la cocina con sumo cuidado, como si no quisiera hacer ningún ruido.
Dominaba ahora en la casa un vasto silencio. Solamente se escuchaban las agujas del reloj de la cocina, los cubiertos y las ollas que Sara tomaba y colocaba sobre la estufa.
Desde el sofá pude observar cómo Sara preparaba el pez junto a los demás ingredientes. ¡En verdad estaba cocinando a un animal que desapareció antes de que aparecieran los dinosaurios! ¿Cómo podía ser posible? Tal vez, se le ocurrió comprárselos a algún acuicultor que se dedicó, quién sabe cuántos años, a seleccionar un linaje de peces con cierta apariencia primitiva, como el pejelagarto, que después de muchas cruzas terminó pareciéndose mucho a un placodermo. Pero… no tenía sentido… las cruzas necesarias para lograr un resultado así abarcarían un periodo de tiempo de miles o incluso unos millones de años. O el pez existía o Sara se tomaba muy enserio su broma y comeríamos ceviche de utilería. Sin embargo… la carne, los ojos, la coraza, el olor de las vísceras y la sangre del placodermo me indicaban que eran reales, que no había ningún truco.
Después de una media hora, Sara terminó de preparar el ceviche y nos sentamos en la mesa del comedor.
No dijimos absolutamente nada, hasta que di el primer mordisco a una tostada que me preparé.
—¡Sabe muy bien! —exclamé.
En verdad, nunca imaginé que un pez prehistórico tuviera tan buen sabor.
—Hasta que dices algo, me asustaste por un rato —me dijo Sara seria mientras preparaba su tostada con lentitud.
Me pareció incómodo que mencionara mi ausencia de palabras porque me recordó todo el desconcierto por el que yo acababa de pasar.
—¿Otra vez muda? ¿Amarantha, qué pasa? —insistió Sara.
—Quiero saber una cosa. ¿En verdad esto es un placodermo? —le pregunté, señalando al ceviche.
—¡Que sí! ¡Es real! ¿Por qué no habría de serlo? Me gusta el ceviche y no jugaría nunca con eso.
Sara tenía razón en eso, ella nunca jugaría con algo tan serio como el ceviche, lo cual es algo muy importante para nosotras.
—Pero… es que están extintos —dije.
—¿En dónde viste eso?
—¿Qué en dónde? ¡En la universidad, lo hemos visto durante toda la carrera! ¡Esos peces son un taxón extinto! En su lugar quedan los peces cartilaginosos y los óseos. ¡Nada más!
—Esos últimos solo en los acuarios. En el mar no. Ahí no sobrevivirían.
—¿Cómo que en el mar no? ¡Si hay en el mar y en los ríos y en los lagos!
—¿De qué estás hablando? ¿Qué es un río y un lago?
Lo más preocupante para mí en esos momentos era darme cuenta de que Sara no estaba bromeando conmigo.
—¡¿Qué?! —exclamé. ¡No me hagas la contra!
—No te hago la contra. Eres tú la que me está molestando con preguntas extrañas —me respondió Sara, claramente enojada—. Ya, en serio, ¿qué es un río y un lago? No hay de esas cosas en Guadalajara.
—Ya sé que no hay en Guadalajara. No hay nada en esta ciudad, pero sí hay todo eso en otras partes del mundo.
—Ah, ¿sí? ¿Cómo en qué partes, según tú?
—En la costa, como Nayarit y Sinaloa. O, sin ir más lejos, ¿no te suena el lago de Chapala o la Laguna de Sayula?
—No. ¿Son barrios de Guadalajara?
—¡No! ¿Por qué todo lo centras en Guadalajara?
—Pues… porque es lo único que hay. Guadalajara es el mundo, Amarantha.
No pude contestar ante tal disparate.
—¡Ah!, volví a exclamar. Nos estamos saliendo del tema…
—Cierto —dijo, interrumpiéndome—. Me decías que esas cosas que mencionas, los lagos y ríos, están fuera de Guadalajara.
—Sí.
—Pero… ¿cómo va a haber algo fuera de Guadalajara? Solo hay océano, nada más. Agua y más agua. Y claro… estos peces que viven adaptados para las corrientes marinas tan violentas. Por eso sus corazas, les permiten sobrevivir cuando son traídos a las costas de la ciudad; así los golpes que reciben contra las rocas no los matan.
—A ver… ¿dijiste costas de la ciudad? ¿Me estás sugiriendo que Guadalajara, una ciudad que está en medio de una masa de tierra…es una ciudad costera?
—No sugiero eso. Guadalajara no es una ciudad costera: es una isla. Te digo que es lo único que hay en el mundo.
—¿Y la vez que fuimos a la playa a comer ese ceviche? ¿No te acuerdas que salimos de la ciudad y vimos los paisajes por la ventanilla del autobús? ¿No recuerdas que tardamos cuatro horas en llegar?
—Eso te lo estás inventando. Ya te dije que Guadalajara es el mundo y no hay nada más. No recuerdo nada de lo que dices, porque para empezar eso que cuentas jamás pasó. Creo que te confundes demasiado. Tal vez fue un sueño muy vívido…
—¡No fue un sueño, yo lo viví!
—Estás confundida. El día que fuimos a la playa tomamos la ruta 380 y nos bajamos en la barranca de Huentitán… bueno, en el Puerto de Huentitán. Ahí vimos el mar y comimos ceviche en un restaurante de mariscos.
—Esta broma ha llegado demasiado lejos —dije agotada por la conversación que me parecía que no conducía a ninguna parte.
—Yo diría lo mismo de ti. ¿Lo dices en serio, todo eso de las carreteras y que los placodermos se extinguieron?
—Sí, lo digo en serio. ¿Por qué no me crees? —le contesté, con ganas de llorar ante la frustración que me causaba todo eso. A este punto ninguna de las dos comía, ya no teníamos hambre.
—Mira. A veces cuando voy caminando por las calles de la ciudad pienso cosas como ¿y si dejara de recordar quién soy, si dejara de ser yo? Una vez eso me ocurrió: no supe quién era ni qué hacía. No pude reconocerme, tampoco en donde estaba. Me asusté por un momento y creí que todo lo que mis ojos veían, las calles, los autos, la luna, el sol, eran mentira, una ilusión. Sin embargo, pronto volví en mí y la experiencia se ha quedado en anécdota. Creo que te ha pasado algo similar. Puede que soñaras algo que te perturbara o asombrara, algo que jamás imaginarías que pudieras concebir en la mente. El subconsciente a veces es muy creativo y extraño, sobre todo extraño. Entonces, después de soñar con ese mundo que me cuentas, lo que viste te impresionó y comenzaste a dudar de la realidad. Pasa a menudo, sobre todo cuando no hay adonde ir en un mundo tan pequeño como el nuestro.
No dije nada. Lo que decía Sara era convincente, demasiado. Era como si… como si empezara a dudar de mí misma. ¿Cómo era posible? ¿Dudar de mí, de mis propios recuerdos? ¿Quiere decir que una de las memorias que más aprecio, el de la ida a la playa con Sara, nunca existió y me lo inventé?
Sara, al ver que yo no respondía dijo:
—Hicimos esto, lo del ceviche, para recordar los buenos tiempos. Pero creo que necesitas recordar tu lugar en el mundo. Estás confundida y es peligroso. Te puede pasar algo y eso sería terrible…
Hizo una pausa.
—Dime, del mundo del que me hablas, ¿qué es lo que más resalta con este?
—El aire —dije por fin—, el aire en la ciudad está muy contaminado. Huele a polvo y humo y metal. Me enferma. Por eso me gusta la playa, porque ahí el aire es limpio… espera… ¡el aire!, ¡pude notar que el aire hoy es muy respirable!
—Huele a mar porque estamos en una isla, Amarantha. ¿Sigues sin creerme?
La miré callada, sin saber qué decir. Con sus ojos verdes e inquisitivos sobre mí, como sabiendo leer mi mente, Sara me dijo:
—Vamos afuera.
—¿A dónde? —le pregunté, confundida y con una fuerte sensación de estar desorientada.
—A la playa. Vamos a ir al puerto, para que veas que no te estoy mintiendo. En el mar podrás reconocer tu origen, como el de todas las criaturas que pueblan este minúsculo mundo.
Salimos de la casa y tomamos la ruta 380 que nos dejó en el norte de la ciudad.
Pude ver a lo lejos, en la línea del horizonte, algo como un espejo que ondulaba, había millones de puntos brillantes que se oscurecían rápidamente y volvían a esclarecerse.
—¡Eso es el mar! —grité.
Casi se me acaba el aire y me desmayo. Sara me sostuvo para que no me cayera.
—Es el mar, Amarantha. ¿Ahora me crees?
Nos bajamos del camión y caminamos hasta llegar al puerto. A lo lejos había barcos pesqueros que eran apenas puntos negros entre la inmensidad azul.
Sara y yo nos sentamos en el suelo el cual estaba lleno de pasto. La brisa marina soplaba y me tranquilizaba. El ruido del mar me arrullaba, hace mucho tiempo que no lo escuchaba. Para mí eso fue como renacer.
—Amarantha, tienes ante ti al mar. De aquí para allá no hay nada más. Solo agua y más agua —dijo Sara, señalando con el índice de su mano derecha hacia el horizonte—, si pudieras navegar con un barco e irte en línea recta, pasado cierto tiempo darías la vuelta completa al mundo y terminarías al otro extremo de la ciudad, al sur. Los primeros exploradores, hace cientos de años, pensaban que encontrarían otros pueblos o incluso continentes. Pero no encontraron nada. Solo un desierto de agua azul.
—Qué terrible debió ser eso —le dije con voz apagada.
—Lo fue. Cuando regresaron, los marineros afirmaban que seguían en el mar y que las personas de la ciudad que los recibieron eran alucinaciones producto de la deshidratación.
Sentí que algo en mí se perdía para siempre. Mis recuerdos, yo misma… (¡Todo!) dejaba de tener validez.
—Aquí acaba el mundo —dije mirando a la orilla donde termina la tierra e inicia el omnipresente océano.
Mis cabellos se dejaban mecer por la fresca brisa. Cerré un momento los ojos y me pareció que nada existía, solo el sonido.
—Así es. Este es el fin del mundo —dijo Sara.
Lo era. Mi mundo, el que yo recuerdo como mi hogar dejó de existir; mi familia y mis amigos, desaparecieron en el momento en que vi el mar perpetuo rodeando la única masa de tierra del planeta. Más bien, mi familia, amigos y la misma historia de la humanidad nunca existieron. Tal parece que fue la confusión de un buen sueño, como dijo Sara. El anhelo de un mundo mejor, más amplio, más diverso y con más personas, nuevos paisajes y criaturas. Era eso, sin duda, nada más; solo una esperanza guajira.
Me resigné a dejar ese mundo del cual cada vez sentía mayor distancia, ese del que ahora dudo que alguna vez existiera.
Es inútil. No soy de ninguna parte. ¿Y si nunca lo fui? En ese caso, podría afirmarse que nada me ata, nada me aferra. Por lo tanto, soy libre.
El sol se ocultaba tras el horizonte. Vi a Sara, jugando con el pasto, mientras miraba hacia el mar y sus cabellos danzaban como espigas al ritmo de la brisa marina. Al verla supe que no todo estaba perdido en este mundo tan pequeño y solitario. Después de todo, comimos ceviche y fuimos a la playa.
Y, sobre todo, la tenía a ella, a mi mejor amiga.
Víctor Parra Avellaneda (Tepic, Nayarit, México, 1998). Estudia biología en Universidad de Guadalajara. Escribe prosa, gran parte de ficción especulativa. Es autor de la novela satírica El intrigante caso de Locostein (Editorial Dreamers, Ciudad de México 2019). Su trabajo ha sido publicado en países de habla hispana en revistas literarias como El Narratorio, La sirena varada, Penumbria, Sinfín, Monolito; también ha sido publicado en Inglaterra (Nymphs), Estados Unidos (Dumas de demain y Spelk), Canadá (The temz Review y L’Éphémère Review) y la India (Culture Cult Magazine). Fue becario del PECDA Nayarit 2018-2019.
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Ilustración: Fotografía por AbelEscobar / Pixabay [Public domain]
Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 114 · enero-febrero de 2021
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