artículo por
Douglas Bohórquez
a María Auxiliadora Mendoza
I. Ruta de entrada
Aunque Trujillo es oficialmente la ciudad capital del Estado Trujillo (Venezuela), es en realidad un pequeño pueblo de los Andes venezolanos. Escondido en las alturas de la cordillera andina, pocas personas en el mundo saben de su existencia. No figura en las grandes estadísticas, en los récords internacionales, ni en los grandes titulares de la prensa nacional o mundial. A este pueblo me vine a vivir un luminoso día de mayo de 1976. Esta es mi historia. Cuando entré al pueblo por primera vez, después de un viaje de cuatro horas y de aproximarme a desconocidas y misteriosas montañas, apenas divisé una de las dos calles principales y algunas casas cobijadas por la neblina. Hacía frío. Aquí comienzan los Andes venezolanos, recordé. No sabía dónde llegar y busqué refugio en una pequeña posada. ¿Por qué vine aquí?, ¿qué ha significado este lugar en mi existencia?, son algunas preguntas que todavía me hago. Me cuesta comprender tantas mudanzas. Se acumulan imágenes ahora borrosas, de pequeños acontecimientos, fechas, rostros. Solo recuerdo que siendo aún muy joven, una lejana mañana después de desayunar en mi ciudad natal, recibí una llamada a través de la cual alguien me decía que podía venir aquí a trabajar. Ahora mi casa está entre estas montañas y soy un habitante más de este paisaje en el que me confundo con campesinos y rutinarios funcionarios del gobierno local
El viaje estuvo signado por los cambios de clima y de paisaje. Del calor extremo de mi ciudad natal, Maracaibo, fui pasando gradualmente a un clima más agradable y al disfrute de un paisaje menos árido, más húmedo y arbóreo. El señor que me condujo en el taxi me indicó, que tomaríamos la ruta oriental del Lago de Maracaibo y a medida que avanzábamos me señalaba los nombres de pequeñas ciudades, urbanizaciones o poblaciones petroleras que dejábamos atrás: Cabimas, Lagunillas, Tamare, Ciudad Ojeda. Dejaba atrás también una época de mi vida. Una vez que entramos al estado Trujillo, me dijo: estamos en Flor de Patria, a poco tiempo de la capital. Eran las tres de la tarde y el paisaje cobraba ahora un intenso verdor: se había vuelto definitivamente andino. Cuando llegué supe que había entrado a un pueblo, es decir, a una dimensión diferente del tiempo, del espacio, de la vida. Entonces, me dije, aquí podré vivir tranquilo. Pude recorrer sus dos calles principales en breve tiempo. Sentí que descubría un hábitat nuevo cuyo agradable clima, la lluvia y la cercana vegetación de montaña, daban tranquilidad a mi espíritu. Era lo que yo buscaba: un lugar para leer y escribir, para reflexionar, apartado del ajetreo urbano
II. Mudanzas de la memoria
Desde que llegué todo transcurre parsimoniosamente. Ahora, como sucede con frecuencia, llueve y todo está tranquilo. Suele llover en las mañanas o en los mediodías, pero puede ocurrir a cualquier hora. Después todo tiene un nuevo resplandor, como de naturaleza recién creada, todo luce limpio, casi brillante, particularmente las flores y las plantas. La tierra se ve agradecida. Nunca imaginé que vendría a vivir aquí. Antes de conocerlo, Trujillo era una ignota posibilidad en mi existencia. Algo así como imaginar que un día vería un fauno o un unicornio. Hace más de treinta años vivo en Trujillo. De nuevo miro, recopilo y confronto datos, reflexiono. Estoy frente al antiguo convento Regina Angelorum. Aunque se le ha denominado «ciudad portátil» pues en los tiempos de su fundación hubo de ser mudada en varias ocasiones, en Trujillo nada parece cambiar. Transcurridos los años observo, sin embargo, que algunas cosas se han ligeramente modificado desde que llegué. Se han vuelto más ocasionales la lluvia y la neblina, pero Trujillo sigue siendo un pueblo casi escondido en la remota geografía andina. Antes, pocas personas llegaban de lejos. Se venía de pueblos cercanos a hacer un trámite administrativo o se venía de paseo a descansar porque apenas había comercio en Trujillo. Viví feliz durante esos primeros años. En esa época casi nada se veía alterado por las transformaciones que la vida moderna ha provocado en las ciudades. Fue como habitar otro momento de la historia, anterior a la era industrial. Se vivía con plena seguridad en las casas y en las calles. No había grandes centros comerciales, ni grandes edificios que perturbaran la vista de la neblina y de la montaña. Aún no hay grandes avenidas en Trujillo y por lo tanto no hay semáforos ni una excesiva cantidad de vehículos. Solo existían algunas bodegas en las que se podía encontrar lo indispensable. Trujillo no es, por lo tanto, una capital como las otras. Su capitalidad, que se ha dicho, obedece a razones históricas y administrativas (sede de poderes públicos y políticos) la veo más bien vinculada a un reino superior, a un orden del espíritu: ciudad de la paz, se ha dicho.
Sin embargo esta condición espiritual y su belleza primogénita han sido un poco trastocadas, envilecidas. Ahora ha aumentado el riesgo y la inseguridad, algunos buhoneros han ocupado algunas de sus escasas calles, interrumpiendo su tranquila hospitalidad y su atractiva tradición colonial. Son una fea mancha en el paisaje. Luce descuidada, desasistida. Pero a pesar de todo hay silencio en Trujillo, mucho silencio. Se le puede captar. Después de las seis de la tarde el pueblo se torna aún más solitario. Todas las puertas de las casas y de las pequeñas bodegas estarán cerradas. Escasamente alguien transitará por las calles.
Todos parecen familia en Trujillo. Quizás por eso no hay reclamos ni protestas. Quizás por ello se le llame ciudad de la paz. Ya nadie dice nada contra los buhoneros. Las personas suelen tener una amable disposición o aceptación de la pobreza y del estado de cosas, como si la fatalidad fuera un signo inexorable e inescrutable de la vida. Como en los antiguos conventos, cierto estilo monástico parece impregnar la rutinaria existencia. Se mira el cielo o se miran las montañas. Hasta ahora todo ha estado regido por la costumbre: la moral, el matrimonio, la familia. Pero los tiempos que corren van también pervirtiendo algunas de estas instituciones y hábitos tradicionales.
III. Pueblos, arte, poesía
Es 23 de diciembre, víspera de navidad. He decidido venir a Valera para hacer compras navideñas. Valera es la ciudad más importante del Estado, dada su mayor densidad poblacional y su configuración como encrucijada de lugares adyacentes y como eje comercial. En ella converge el intercambio de productos agrícolas y de otra naturaleza, la compra-venta de víveres y enseres así como las transacciones jurídicas, administrativas y comerciales de habitantes de distintas zonas aledañas. Su ritmo de vida es por lo tanto un poco más agitado y su clima más caluroso. Pero hay muchos pueblos en la geografía trujillana. Casi todos son lugares de montaña y lucen un tanto apartados del progreso y del fragor civilizatorio. Escuque es uno de ellos. Se le ha llamado pueblo de nubes. Allí vivió su infancia el poeta Ramón Palomares, en un diálogo íntimo y secreto con la naturaleza: Andaba el sol muy alto como un gallo/ brillando, brillando/ y caminando sobre nosotros/ Echaba sus plumas a un lado, mordía con sus espuelas al cielo.
Mi experiencia aquí no ha estado exenta de preguntas: ¿dónde está el alma de la mujer y del hombre de Trujillo? ¿Cómo es esa vida anímica? ¿Hay espacios en los que el alma reside o transita? ¿Cómo se avienen pobreza material y riqueza espiritual? Busco, escucho, leo, contemplo. Se ha dicho que la pobreza acerca a Dios. La poesía y la música, así como el arte popular, han sido importantes para la gente. Son como un reino que el poeta o el artista pueden inventar, distante de la pobreza material. Hay como una necesidad de fabular la realidad, la precaria existencia.
Ha existido siempre una tradición de cierto recogimiento espiritual y de austeridad en la vida familiar de estos pueblos andinos. Quizás el pausado ritmo de vida, la particular relación con la naturaleza y con el tiempo, con sus fantasmas familiares y ancestrales haga propicia la mágica fabulación. Porque es otra en estos pueblos apartados la dimensión de la vida. Hay gente que conversa con los árboles y con los pájaros, pero también con el pasado, con sus muertos. Hay como una disposición sensible que genera una relación distinta con el entorno. Nadie tiene prisa en Trujillo, como si se supiera resignadamente a dónde vamos. Cuando se le pregunta a alguien cómo está responde «aquí, poco a poco». Esta frase es toda una divisa y hasta, diría, una filosofía de vida. Resignación ante la pobreza. Tranquilidad de espíritu que puede propiciar cercanía con la interioridad, con Dios, con sus santos y ángeles, muchos de ellos presentes en el arte popular o a través de mitos y leyendas populares que se han hecho propios, configurando todo un imaginario colectivo. La pobreza material de estos apartados pueblos andinos contrasta con la belleza y riqueza espiritual de muchas de sus realizaciones artísticas y artesanales.
Esa relación o cercanía con los fantasmas personales, familiares, colectivos, está en el arte y la poesía de los artistas y poetas de los pueblos de Trujillo. Está en la pintura de un Salvador Valero, habitante de la comarca el Colorado, desde la que creó todo un universo propio, autónomo en su fascinante belleza, habitado de figuras míticas y oníricas iluminadas de un esplendor, una religiosidad y una sabiduría particulares o las tallas, pinturas o esculturas en madera de Rafaela Baroni quien se desdobla en una virgen de su propia invención a la que candorosamente denomina «la virgen del espejo» y a quien atribuye el milagro de curación de su ceguera. Pero esa imaginería alucinante está también en la poesía de Francisco Pérez Perdomo cuya infancia transcurre en el bucólico Boconó de los años 1930, en aprendizaje de una mitología personal que será luego lúcido ejercicio de desdoblamiento en su obra poblada de lechuzas, serpientes o insectos luminosos, o en la poesía de José (Pepe) Barroeta desvelado habitante surreal del poblado de Pampanito o en la obra de Ana Enriqueta Terán cuya infancia transcurre en haciendas cercanas a la población de Valera. Su palabra poética se despliega en enamoradas imágenes de la naturaleza, de si misma y de un pasado que es recuento y fábula de una familiar y mítica estirpe.
Este descubrimiento del Trujillo más auténtico o genuino a través de su arte, de su poesía, ha sido un precioso regalo en mi existencia. La poesía y el arte popular o naif de Trujillo es de los más importantes de este continente. Quizás se trate de una cierta visión mágica de la vida. La he percibido en el trasunto cotidiano de campesinos y gente de las comunidades apartadas del Estado Trujillo, en sus fiestas y ritos familiares o colectivos, en sus mercados populares, en sus días de santos y en sus entierros, en sus bodas y sus celebraciones de bautismo. Esta religiosidad y vida sagrada y profana particulares de la mujer y del hombre trujillano están transfigurados en sus pinturas y esculturas, en el arte y en la poesía. La obra de sus escritores y artistas es, en parte, revelación de una profunda espiritualidad y sensibilidad colectiva en la que dialogan la neblina y la memoria de un pasado mítico y de guerras caudillistas por el poder. Por otra parte es exorcismo de demonios personales. Lo sagrado parece pues consustancial a la existencia en los pueblos trujillanos de montañas en la que la cotidianidad de algún modo está alumbrada por mitos y leyendas, ángeles y vírgenes, santos y milagros.
IV. La mística pobreza
Desde mis primeros días en Trujillo me ha sorprendido ver que la gente se encuentra o se reúne en la iglesia o en los velorios, como si hubiese una celebración alrededor de Dios o de la muerte. Somos un pueblo funerario, me dijo un trujillano en una ocasión. También católico y conservador, pensé, a la vez que recordaba las procesiones de la Virgen en los días de la Semana Santa o en otras ocasiones litúrgicas en las que la gente participa fervorosamente en las calles. Pero los velorios han llamado mi atención. Muchas veces he escuchado decir que la persona debe cumplir con el muerto. Es una obligación familiar. La muerte es también un asunto cotidiano: alguien conocido o de la familia cercana o lejana muere y ha de ser llevado por alguna de las dos calles en último y ritual paseo a su definitiva morada.
En algunas horas de ocio recorría yo algunas calles de Trujillo capital. ¿Qué fantasmas colectivos concurren en la psique de estos pueblos andinos, me preguntaba, para que encarne en ellos la sensibilidad creadora? Pronto descubrí que hay mitos, leyendas, cantos ceremoniales y guerreros de los primeros pobladores indígenas que hablan de un original acervo cultural. Muchos de los elementos culturales del pasado, el hombre o la mujer trujillana los incorpora a su vida anímica y espiritual. A medida que caminaba observaba antiguas fachadas y estructuras de viejas casonas que me decían que hubo aquí, en época ya distante, conventos coloniales, escuelas de formación en artes y oficios, casas de imprenta pero también enfrentamientos de caudillos, por el dominio del poder político. En el siglo XIX los letrados y bachilleres servían a estos caudillos y jefes civiles que ostentaban el poder. Les redactaban proclamas, cartas, documentos jurídicos y personales. Doctores y generales o doctores generales se disputaban tierras y mujeres. Pero en el ámbito familiar se imponían estrictos códigos de moral y de conducta. Así se creó, pienso, una tradición de pobreza culta, una honestidad y dignidad afincadas en virtudes éticas, a pesar de las restricciones materiales.
Se puede intuir que la pobreza material pudo haberse revertido aquí en un modo de vida austero, un tanto místico y elegante, que hubo sólidas y orgullosas costumbres de vida que expresaban decencia y respeto por el otro. Todo esto me hablaba de códigos de conducta, de normas éticas cimentadas en el tiempo, de valores morales, de comportamientos sobrios, adecuados, que se han transmitido de generación en generación. Todo ello, pienso, propició un suelo nutricio para la construcción de una larga y firme tradición intelectual y de creación que se ha manifestado en la obra de pensadores, escritores, músicos, artistas y artesanos populares. Pensemos en hombres de la dimensión moral e intelectual de un Amilcar Fonseca, de Rafael Rangel, de José Gregorio Hernández, de Rafael María Urrecheaga, de Mario Briceño Iragorry por solo citar algunos. No hubo en sus vidas ostentación sino más bien una mística de la pobreza y del conocimiento. Pero no mitifico, el Trujillo que conocí cuando llegué hace más de treinta años, no es exactamente tampoco el mismo de ahora. Escribo en marzo de 2019. El país ha cambiado drástica y dramáticamente. La severa crisis que padecemos en todos los ámbitos de la vida nacional, ha afectado también, por supuesto a Trujillo, solo que aquí el consumismo y el efecto de la riqueza petrolera nunca fueron tan voraces como en otras regiones. Imagino que eso que pudiéramos llamar el pueblo llano de Trujillo siempre ha sido pobre. Seguramente durante el periodo de la colonia y posteriormente hubo algunas familias de la oligarquía, acaudaladas. Aunque un tanto refractario a la globalización y a la ultra modernización que ésta impone, algunas costumbres y tradicionales modos de comportamiento han sido modificados. ¿Se ha interrumpido el legado cultural? Al menos parece impactado. Pero los pueblos de la América profunda resisten a la globalización. Trujillo es expresión de esa América única y diversa, desconocida y secularmente olvidada por los gobiernos que han usufructuado el poder político y económico. En una oportunidad me decía un amigo escritor que Trujillo le semejaba a un pequeño pueblo mejicano. Es verdad. Al transitar por alguna calle o subir a una camioneta de transporte uno puede escuchar el ritmo de una ranchera que se escapa de la radio o de alguna celebración familiar. El picante no suele faltar en los hogares. Los pueblos latinoamericanos compartimos gustos, usos, costumbres. Somos, como me decía mi amigo, una sola pared con diferentes relieves.
V. Lo esencial es invisible
Mayo de 2019, 8 a.m. El clima es ligeramente frío. Recuerdo, escribo. Aquellas señoritas que resignadamente vieron pasar sus mejores días de juventud asomándose en las tardes a las ventanas de sus antiguas casas coloniales, esperando quizás un novio que cumpliera con las prescripciones familiares, ahora amparan las tradiciones católicas que sobreviven al naufragio de lo religioso o sagrado, custodian los secretos de los cuartos o de la intimidad familiar, cuidan las flores o riegan las plantas de los patios y jardines interiores. Mientras tanto hoy, como hace mas de treinta años, una cierta parsimonia discurre alrededor de la plaza Bolívar. Son las diez de la mañana. Ya no hay retretas como antes en los domingos. En su defecto se puede escuchar el trinar de un pájaro que se oculta en la rama de un árbol. En algún momento, de nuevo lloverá en Trujillo. Otra vez será el lujoso espectáculo de la naturaleza irrumpiendo en la monotonía. Detrás, como una presencia invisible, está la poesía. «Lo esencial es invisible», decía Saint-Exupery. Siempre me voy y siempre regreso a Trujillo. Otra vez me pregunto quién es Trujillo, por qué llegué aquí, qué me dice. Quizás la respuesta esté en la palabra y los mitos de los campesinos, entre sus santos y demonios y en el arte de sus músicos, pintores y escritores.
VI. El viaje a Cabimbú
Abril de 2015. Recuerdo los días de un viaje a Cabimbú a través de unas imperfectas notas. Cabimbú es uno de esos pequeños pueblos de vocación religiosa y agrícola del Estado Trujillo. Oculto en la alta geografía andina, su nombre, como el de muchos lugares de Venezuela, deriva de antiguas denominaciones indígenas. Escuchaba hablar de Cabimbú y no sabía qué era Cabimbú. Pregunté a unos amigos: es un lugar privilegiado, hay un páramo, se cultivan frutas y verduras, papas, zanahorias, fresas que son verdaderos prodigios de la naturaleza, me dijeron. Y para mi sorpresa agregaron: podemos ir. Me proponen que organicemos un viaje para el próximo domingo. Uno de mis amigos, Francisco Araujo, se ofrece como baquiano. Desde hace años visita esa zona y la conoce muy bien. Nos acompañará el poeta Raúl Ignacio Valera. Llevará un fino licor para celebrar el viaje. Leeremos poesía en las alturas, cerca de los dioses, acota. Hoy es miércoles y mis amigos se ocupan en sus tareas cotidianas, pero acordamos reencontrarnos el sábado para planificar el viaje.
Llegado el sábado, nos reunimos en la tarde en la casa de Raúl Ignacio para departir y finiquitar detalles. Francisco señala que el páramo es muy alto y muy frio, que hay que llevar un buen abrigo y algo liviano para comer allá, un almuerzo tipo picnic. Será un viaje de ida por vuelta pues hay que trabajar el lunes. Habrá que salir bien temprano el domingo, insiste.
En efecto, el domingo a las 6 de la mañana partimos a Cabimbú. La temperatura es agradable. Aún Trujillo duerme. Más tarde será la misa. Vamos en un jeep. El primer caserío que encontramos es Sabanetas. Hasta allí la carretera ha estado pavimentada y el recorrido es normal. Pero a partir de aquí comienza un cierto descenso y la ruta se vuelva más accidentada, con más curvas y algunos deslizamientos de tierra producto de las últimas lluvias. En poco tiempo estamos en la población de San Lázaro. Nos dirigimos a una bodega donde ofrecen empanadas para el desayuno y continuamos nuestra travesía. En muy poco tiempo alcanzamos el bello pueblo llamado Santiago. Estamos ya a 1050 metros sobre el nivel del mar, me hace saber Francisco. La temperatura ha descendido levemente. Las calles de piedra y las casas de estilo colonial denotan la antigüedad de Santiago, antes conocido como Santiago del Burrero, según me informa Raúl Ignacio. Ha leído en alguna crónica que fue fundado en 1686. Continuamos nuestro trayecto, siempre ascendiendo. Es mediodía, y ya estamos en Cabimbú. La perspectiva desde el páramo es hermosa. El verdor se ha vuelto más intenso. Una ligera llovizna nos recibe. Hay también cierta densidad de neblina que impide ver lejos, sin embargo se observan algunas casas dispersas de habitantes de la zona, campesinos que siembran frutas y hortalizas. Mis amigos lucen contentos y me explican que si no hubiera tanta neblina se podría observar la montaña más alta de Trujillo, llamada por su forma la Teta de Niquitao. Yo, por mi parte, la sensación que tengo es que aquí, definitivamente, termina el mundo. Reconozco la belleza del lugar pero poco a poco me invade un cierto desasosiego. Comienzo a contar las horas que faltan para el regreso
VII. Una desconocida capital
Hoy es 9 de octubre de 2019. Son las 7 a.m. Me he levantado temprano para escribir estas notas. Desde la habitación donde escribo veo parte de una montaña. A esta hora la neblina la cubre parcialmente. Vivo en el sector El Paraíso. Escucho algunos pájaros. Se acercan al árbol de mango que está en el patio. La temperatura es ligeramente fría. Trujillo es esto: Andes y trópico. Siento que habito aún un cierto reino de la naturaleza, un espacio que no escapa al terrible drama del país, pero en el que puedo respirar, observar la diversa vegetación circundante, su verdor resplandeciente, caminar hacia los márgenes de un pequeño rio que corre cercano a mi casa. Es aún apacible este habitat. Cuando me he alejado de Trujillo y digo que vivo allí, algunas personas me han preguntado: ¿Valera?
Trujillo es una capital particular. A diferencia de otras capitales, no tiene la estructura física y territorial propia de una gran ciudad. Me atrevería a decir que no es tampoco una ciudad. Podría decir, sin complejo alguno que es más bien un pueblo. Trujillo no está en el cruce con otras ciudades importantes, no tiene salida al mar, tampoco su economía es particularmente pujante o vigorosa. La capitalidad de Trujillo es de otro orden. Su reino, si se pudiera hablar de tal, pues es un reino un tanto maleado por la crisis que devasta al país, es su condición andina originaria, la autenticidad y humildad de su gente, la belleza primigenia de sus paisajes naturales, lo que resta de su arquitectura colonial. Esa condición andina originaria ha modelado la conducta honrada de generaciones y se expresa también en el imaginario y la mitología de marcados rasgos religiosos de la gente humilde. Conozco personas del pueblo en perfecta comunicación directa con su entorno natural, con árboles, pájaros, flores, que parecen ajenas a ciertas perversiones de la civilización moderna y postmoderna. Son cultos desde la raíz de sus devociones, desde una fe en la vida que les da orgullo y prestancia. Los lenguajes de sus tradiciones populares, de su música y arte ingenuo son revelación de una mística pobreza que esconde en su contracara un auténtico patrimonio espiritual.
Douglas Bohórquez es escritor y profesor titular de la Universidad de los Andes (Núcleo Trujillo) en las áreas de teoría de la literatura, semiología y literatura venezolana e hispanoamericana. Doctor en Semiología por la Universidad de Paris VII. Estudió bajo la dirección de Julia Kristeva. Ha sido profesor invitado en universidades europeas y de América latina. Entre sus principales publicaciones destacan los libros: Teoría semiológica del texto literario. Una lectura de Guillermo Meneses (1986), Escritura, memoria y utopía en Enrique Bernardo Nuñez (1990), Teresa de la Parra. Del diálogo de géneros y la melancolía (1997), Vagas especies (poesía, 1986), Fabla del oscuro (poesía, 1991), Árido Esplendor (2001) y Calle del Pez (poesía, 2005), además de varios monográficos en revistas europeas y latinoamericanas.
Contactar con el autor: djbohorquez {at} gmail.com
Ilustraciones artículo: (portada) Trujillo – Venezuela, Gabijma18 [CC BY-SA 3.0 (https://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)] ▫ (en el texto, orden descendente) Valera con zoom desde Carvajal, Chapasalas [CC BY-SA 4.0 (https://creativecommons.org/ licenses/by-sa/4.0)] ▫ Joven Francisco Pérez Perdomo, Familia Pérez Perdomo [Public domain] ▫ Grafiti en Trujillo, Rjcastillo [CC BY-SA 3.0 (https://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)] ▫ Vista de la ciudad de Trujillo, Rjcastillo [CC BY-SA 3.0 (https://creativecommons.org/ licenses/by-sa/3.0)]
Revista Almiar · n.º 106 · septiembre-octubre de 2019 · MARGEN CERO™
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