reseña de la novela de Vivian Gornick   por
Javier Úbeda Ibáñez y Jorge Cervera Rebullida

V

ivian Gornick nació en 1935 en Nueva York, en el Bronx, en una familia de judíos de ideología socialista de una posición económica no muy boyante. En su vida resultó crucial la temprana muerte de su padre. La familia quedó devastada, en particular, su madre, lo que afectó a la hija, que nunca pudo tener un concepto de pareja romántica muy estable, de lo que podrían dar fe sus dos divorcios.

Tras pasar por la universidad, escribió para The Village Voice, The New York Times y The Atlantic, entre otros. En ellos se curtió como escritora, sobre todo en el primero como narradora en primera persona de la segunda ola feminista, en la que encontró un esclarecimiento para una de sus angustias: había nacido «en un sexo que no era tomado en serio y que tampoco se tomaba en serio a sí mismo». Según alega, «el feminismo nos explicó a nosotras mismas».

Ha sido docente de programas de escritura y es autora de once libros, entre los cuales la crítica destaca Apegos feroces, Mirarse de frente y La mujer singular y la ciudad. Ya en el primero se percibe la huella del feminismo en tanto que acude a dos prototipos distintos de mujer que propone como modelo de vida y que resultarán determinantes para ella. En Mirarse de frente se centra en las desigualdades de clase y de género. La mujer singular y la ciudad retorna a Nueva York y continúa por la senda de la lucha por los derechos de las mujeres.

La génesis de la presente obra fue la relectura de Gornick, simultáneamente junto a una amiga, de Regreso a Howards End de Forster. Llena de estupor, comprobó que interpretaba la novela de manera distinta a como lo hizo en su juventud. Más tarde escribió un artículo sobre ello en The New York Times que hizo que su editora le indicara: «Esto es un libro. Ponte a escribirlo». Se lanzó entonces a releer algunos títulos que ya habían pasado por sus manos en otras épocas y alumbró un texto que, como es característico en ella, pivota entre las memorias y la crítica.

De modo que se trataba de cómo contempla uno los libros tras un segundo o tercer viaje, ¿cierto? Eso nos impulsó a llevar a cabo un ejercicio previo, con la finalidad de experimentar nosotros mismos de nuevo lo que se siente en una relectura. Volvimos a las páginas de un ejemplar sencillo, agradable, bien escrito y perfectamente construido, según nos indicaba nuestro recuerdo de lectores juveniles, porque, de haber escogido El Quijote o Los hermanos Karamázov, no tendríamos aún disponible esta reseña. Su título es Pasos sin huellas de Fernando Bermúdez de Castro, y recibió el Premio Planeta de Novela en 1958.

Confesamos que había un temor subyacente en nosotros por si no funcionara igual su magia, por si su capacidad para fascinarnos se hubiera evaporado, por si el amigo de hace tiempo se hubiera transformado en un señor arrugado, calvo, gordo y deprimente (con el debido respeto hacia los espíritus sensibles que puedan ver gerontofobia, falacrofobia, gordofobia y «depresionfobia» en nuestras palabras). Tuvimos la suerte de que eso no sucedió, pero sí entendemos que, si hubiera ocurrido, nos habría supuesto un disgusto y la puesta en entredicho de nuestro criterio.

Sin embargo, resultó maravilloso. No hallamos sorpresas ni nos sentimos tremendamente distintos ni tuvimos la sensación de que nuestro amigo tuviera arrugas, calvicie, obesidad ni fuera un paladín del desaliento: estaba como siempre lo habíamos evocado, y nos hizo sentir tan felices como lo había hecho hacía años.

Con esa beatífica impresión, nos planteamos si es necesario, entonces, llegar a la séptima década para poder ver los libros de otra manera. Todo lo subrayado y lo anotado podría haberlo hecho nuestro joven yo igual que el de ahora. De no haber seleccionado ese libro tan querido, de haberse tratado de uno del que guardáramos un recuerdo negativo, ¿habría sido distinto el resultado? ¿Nos habríamos reconciliado con él? ¿Habríamos visto algo que hubiéramos sido incapaces de apreciar en una primera lectura? En fin, un experimento, como comentamos, sin mayores pretensiones que buscar un punto de partida que nos hiciera empatizar con la autora.

Habiendo intentado ya tener una referencia directa y reciente de relectura, nos dispusimos a embarcarnos en sus páginas. Empezaremos a arrojar nuestras conclusiones por la propia cubierta… del libro. Nos sorprendió la traducción del título original, Unfinished business: notes of a chronic re-reader, a Cuentas pendientes. Reflexiones de una lectora reincidente. La elección del término reincidente no nos parece atinada, siendo reincidir, según el saber de la Real Academia, «volver a caer o incurrir en un error, falta o delito». ¿Qué error, falta o delito es una relectura? No está entre nuestras atribuciones la búsqueda de una palabra más adecuada en español, pero no negaremos que lo que percibimos como un error grueso nos causó una cierta alarma sobre cómo se habrían llevado a cabo la traducción y la edición, que suelen ser siamesas.

Una vez metidos en harina, hemos de decir que el resultado, para nosotros, no fue positivo. Francamente, ni nos gustó la selección de libros, en la que echamos a deber más referencias de otros idiomas que no sean inglés (lo cual nos resultó verdaderamente decepcionante en una persona tan supuestamente instruida) ni su prosa nos enganchó. No tuvimos ninguna gana de comenzar ninguna de las obras que propone que no hemos leído (aún, siempre aún).

Para nosotros no existe un hilo conductor entre los capítulos, excepción hecha en alguna ocasión. Se puede saltar de uno a otro de forma independiente, algo que es posible tomar también como una ventaja. Sucede que nosotros, en principio, cuando leemos un ensayo, preferimos encontrarle un sentido lineal, una adición de enseñanzas entre un capítulo y el siguiente. Aquí no se va a hallar, aunque la autora, por otra parte, y sin sonrojo, nos avisa en una nota preliminar de que se ha tomado la libertad de «fusilarse» a sí misma «precisamente porque el tema de este volumen es la relectura». En fin, sí, pero no, señora Gornick: esperábamos algo original y reciente, no refritos, pero imaginamos que a sus lectores habituales no les importa en demasía.

Bajo nuestro criterio, un punto de vista más generalista sobre la relectura, con ejemplos breves y ajustados para ilustrar sus opiniones, habría sido más acertado. No esperábamos un desmenuzamiento de los argumentos de las obras ni un «estudio crítico», porque para eso ya existe mucha literatura a la que recurrir, sino las reflexiones de una lectora ya anciana con mucho bagaje a sus espaldas que nos hubiera atestiguado mejor cómo los libros se van percibiendo de diferente forma en las distintas etapas vitales, cómo los años te regalan diferentes gafas que te permiten ver las múltiples capas de un texto que, anteriormente, se negaban a aparecer ante tus ojos, y lo que hemos encontrado es mucho resentimiento y mucha propaganda.

Gornick no logra, a nuestro juicio, dejar patente una evolución personal, un avance, sino que, ella sí, reincide una y otra vez en el victimismo y son escasas las veces en las que se quita las gafas de ver agravios. De hecho, en sus entrevistas ya nos alertó que solía aludir recurrentemente a su particular tríada de la marginalidad: ser judía, de clase trabajadora y, sobre todo, mujer (aunque bien es cierto que afirma que ya no forma parte del feminismo radical). Esto choca con nuestra percepción (y esperanza personal para nosotros mismos) de que la gente ya mayor se va haciendo más sabia y moderada, y hasta de que vaya superando trampantojos mentales. En poquísimas ocasiones se congratula de que el mundo de su juventud ya no exista como tal y de que se hayan logrado notables progresos. Es una opción válida, por supuesto, porque siempre debemos aspirar a un mundo mejor, pero nos resultó agotadora.

El listado de obras en las que se sumerge incluye los siguientes títulos: Hijos y amantes de D. H. Lawrence; La vagabunda y El obstáculo de Colette; El amante de Marguerite Duras; El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen; El mundo es una boda de Delmore Schwartz y El legado de Humboldt de Saul Bellow; Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg; Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker; Gatos ilustres de Doris Lessing; Jude el oscuro de Thomas Hardy.

Hijos y amantes de D. H. Lawrence es una novela que la autora leyó en tres ocasiones a lo largo de su vida, y en cada una se identificó con un personaje distinto. Con veinte años, con Miriam, que se casa ilusionada para luego descubrir que su marido «era un hombre sin tesón» (claro que él se queja de que la decepción la volvió «amarga y severa»). Al llegar el primer hijo, se ve que la lucha es contra la ilusión del amor sexual como liberación, como algo que «transformaría» la existencia. Lawrence explora, a decir de Gornick, «la pena, trastorno, el sadismo, la alienación y la brevedad de la pasión», algo que sirve a la autora para volver la vista atrás sobre sus matrimonios.

La vagabunda y El obstáculo de Colette sirven nuevamente como puntos de partida para hacer disquisiciones acerca del amor y la pasión. Se tratan también como obras leídas en la juventud, esas que marcan al principio de la vida, como obras de iniciación. Se aborda la cuestión de «si debe ser una mujer trabajadora e independiente o una mujer sacrificada en el altar del Amor». Afortunadamente, una vez vueltas a leer, le causaron «el mal sabor de boca de los sentimientos corregidos». No se puede obviar que también estos libros le hicieron repensar su vida amorosa y sus relaciones con el sexo opuesto.

El amante de Marguerite Duras se interesa por el descubrimiento de una jovencita por su propia capacidad para excitar a un hombre, «un talento alrededor del cual organizar una vida». Esa vida alrededor del deseo la llevó a estar sola, algo de lo que era consciente cuanto más buscaba el sexo, que la llevaba a desconectar. También entretejiendo la propia relación de la protagonista con su madre, Gornick murmura algún paralelismo entre ella y la suya. El tema de la madre como modelo es también recurrente, y se deslizan algunos pensamientos personales al respecto.

El fragor del día, El último septiembre, La muerte del corazón y La casa en París de Elizabeth Bowen son obras de una pluma «cuyo poderío sentí siendo joven, pero cuya valía no capté hasta la vejez». El fragor del día «se ocupa de lo desconocido que llevamos dentro y que sale a la superficie en épocas de desolación». En El último septiembre apenas se detiene, ya que preferirá incidir en La muerte del corazón, de la que destaca que el silencio beneficia a un matrimonio «como seres sociales, al tiempo que enmascara multitud de apetitos y decepciones con los que ninguno de los dos sabría qué hacer en caso de abordarlos abiertamente». De La casa en París sobresale «la metáfora de todo lo que en la vida difícilmente puede expresarse, y menos aún ser reconocido de forma consciente». Piensa, cómo no, en el poder del silencio y en el de la comunicación.

Delmore Schwartz, autor de El mundo es una boda, es presentado como un «niño prodigio de gran brillantez». Gornick nos remite a El legado de Humboldt de Saul Bellow, donde podemos hallarlo «tal y como podríamos haberlo conocido en carne y hueso». El mundo es una boda tiene como protagonista a un «brillante desheredado» judío para el que «pasarse la vida haciendo literatura y reflexionando sobre ella y su relevancia cultural es, más que una vocación, una responsabilidad». Se relaciona únicamente, como en una cámara de eco, con otros escritores judíos. Todos los personajes tienen en común que «ninguno por su cuenta tiene los medios para definirse a sí mismo salvo en comparación con aquellos a quienes se parecen». A partir de la condición de la fe que profesan, Gornick toma la palabra para hacer un recorrido por la marginación del pueblo judío y termina tratando también el sexismo hacia la mujer. Como puede colegirse, son temas que atraerán la atención de la autora.

En Mi oficio, Él y yo, Las relaciones humanas y Léxico familiar de Natalia Ginzburg resalta la importancia de los ensayos sobre sus otras obras, motivo por el cual se centra en Mi oficio, que le desveló las claves de lo que necesitaba hacer con su propia escritura; Él y yo, en el que «utiliza con fines literarios la vida con su segundo marido»; Las relaciones humanas, que se basa en «la brillante investigación de la narradora en su propia historia emocional». Para terminar, Léxico familiar es el título que escogió para sus memorias, en las que el duro carácter de su padre tiene un peso especial.

Un mes en el campo de J. L. Carr y Regeneración de Pat Barker son obras que pone en comunicación entre sí. Un mes en el campo recoge la aventura de un restaurador que se instala temporalmente en un pueblo para reparar un mural. Vivirá una historia de amor inconclusa por su falta de valor («Debería haber levantado un brazo para tomarla por el hombro, hacer que se volviera y besarla. Era el día apropiado. […] Y yo no hice nada ni dije nada»). En Regeneración Barker presenta a unos soldados en un hospital y se ocupa de algo tan trascendental como es el hecho de si la mente es capaz de superar las atrocidades de un conflicto armado («el meollo palpitante del libro es si […] regresará o no a la compañía de los vivos, y cómo»).

Gatos ilustres de Doris Lessing fue para ella «otro claro ejemplo de cómo tuve que convertirme en la lectora para quien estaba escrito el libro, que se había quedado esperando todo ese tiempo». En este capítulo se van enhebrando sus vivencias y las de Lessing. «Hace unos años, después de décadas viviendo sola, me vi anhelando que hubiera en casa algo vivo aparte de mí misma y, para mi gran sorpresa, decidí adoptar un gato», relata Gornick.

En Jude el oscuro de Thomas Hardy se puede apreciar que el nudo gordiano es la lucha de clases. El protagonista desea mejorar en la vida, ya que ha nacido en el campo y anhela instalarse en la ciudad. El problema será doble, ya que «el mero hecho de que tenga esas expectativas lo distancia de la gente con la que está criándose», y, cuando logra su objetivo, «se ve como una criatura sola en un universo hostil». En este aspecto, la autora volcará sus propias adversidades a lo largo de su vida.

Para finalizar este volumen, Gornick nos deja con fragmentos interesantes (aunque sean unos apuntes un tanto deslavazados), de entre los cuales queremos rescatar este: «De pronto me llamó la atención una frase que había debido de subrayar cuarenta años atrás, y a continuación un párrafo que había rodeado con dos puntos de exclamación seguidos en el margen. Primero miré la frase subrayada: me desconcertó. ¿Por qué subrayé eso? […] Los ojos se me fueron a una frase en la página siguiente, donde no había nada subrayado, y pensé: esto de aquí sí es interesante, ¿cómo es posible que no le prestara atención en su momento?».

Hay párrafos aquí y allá que sí hemos subrayado, como este, por ejemplo, pero insistimos en que no hemos encontrado consistencia en su exposición ni en su pensamiento en tanto que, como ya expusimos, no vemos una estructura general ni una suma de conclusiones. Puede ser, naturalmente, que para estudiosos de su obra arroje algunas claves interesantes, pero no para quienes buscamos, anhelantes, que los autores nos iluminen con libros sobre su relación personal y la comunicación establecida con la literatura de otros escritores.

No es un libro que recomendaríamos, aunque se lo prestaremos a cualquiera que nos lo pida, como siempre hacemos. Puede ser que, para ser ecuánimes, la relación entre este libro y nosotros necesite… una relectura.

Pero esa es otra historia y deberá ser contada en otra ocasión.

 

📚 Cuentas pendientes
Vivian Gornick (Sexto Piso, México/Madrid, 2021; ISBN 978-84-18342-14-1)

 


 

Contactar con los autores: jav.ube.iba [en] gmail {.} com

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🖼️ Ilustración: Montaje fotográfico basado en la imagen: Vivian Gornick (2018), Librairie mollat, CC BY 3.0, via Wikimedia Commons

Reseña de Cuentas pendientes

Revista Almiarn.º 137 / noviembre-diciembre de 2024MARGEN CERO™

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