relato por
Juan Cristóbal
A Claudio Velando
C
uando decidió participar esa madrugada en el asalto a un banco, para apoyar las guerrillas que se habían desatado en su país, aquel 9 de junio de 1965, no sospechaba lo que le ocurriría ocho años después.
Estudiante de los primeros años de Sociología, en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, había incursionado, por razones económicas, como redactor en un diario local, lo que no le complacía del todo, especialmente por el ambiente mediocre y arribista en que se movía.
Era nisei. De contextura gruesa y ligeramente alto, de huesos aparentemente fuertes, su mirada nos transmitía la sensación de un fuego lento, lleno de ingenuidad, inocencia y ternura. Tenía dos hermanas, con una de las cuales —la mayor— se llevaba muy bien, lo cual era notorio especialmente cuando lo llamábamos por teléfono, y después, cuando se tuvo que enfrentar a la adversidad de los días. Sus padres, totalmente adheridos en su comportamiento y conducta a la cultura japonesa: trabajadores, silenciosos y pocos dedicados al placer, eran propietarios de un pequeño restaurante —bastante deteriorado—, ubicado en una antigua urbanización a la salida de Lima, donde a la vez que trabajaban vivían con sus tres hijos. Como buen oriental, Jorge era disciplinado y enemigo de la bohemia, pero, cuando por razones de amistad tenía que hacerlo, le agradaba divertir a los demás, haciendo desaparecer moneditas y palitos de fósforos entre sus dedos, en medio de un silencio tenue e insospechado, ya que era tímido y de poco hablar, incluso con sus compañeros militantes, pero haciendo esos juegos nos deleitaba a todos, esbozando siempre una leve sonrisa.
Por esos días, a sus veintidós años, tuvo —¡cómo no recordarlo!— su primera enamorada, una joven andina de «junco y capulí», como le gustaba remarcar, recordando al poeta de Santiago de Chuco, que le hacía mirar el mundo como si la lluvia naciera detrás de los cielos.
Cuando el líder del grupo dio la orden de conseguir un carro para el asalto —eran como las tres de la madrugada de ese recordado 15 de julio— se ofreció de inmediato. Junto a él, un argentino y un joven poeta de aspecto provinciano. A las seis de la mañana regresaron con el carro, no sin antes haber explicado al chofer el porqué de su acción y las guerrillas en el país. Por supuesto, le guardaron el reloj y otros pequeños objetos de valor en uno de los bolsillos de la camisa, le pusieron un esparadrapo en la boca y le amarraron las manos y los pies con una soguilla de encomienda, abandonándolo en una chacra en las afueras de Lima, dejándole cinco soles en su monedero para su regreso, advirtiéndole de que a las once de la mañana podía recoger su vehículo en las puertas del cine Roma, que, por esos días, estaba proyectando una extraordinaria película de Jean Paul Belmondo y Jean Gabin, Un mono en invierno, la cual había desatado el entusiasmo y la delicia, especialmente de los jóvenes universitarios bohemios.
El asalto se efectuó a las 8:30 de la mañana. A las 10 ya estaba todo terminado. Tal vez en lo único en que no repararon fue, cuando antes de regresar al lugar convenido, donde les esperaba otro grupo para trasladarlos a otro lugar, una señora de unos setenta años, que iba con su canasta al mercado, pasó por el lugar mirando desaprensivamente las lunas delanteras del carro. Después diría a la policía: «Lo que más me llamó la atención fueron los ojos almendrados del chofer». Sin darse cuenta había retratado al joven escritor, que luego se haría famoso en los diarios de la época y en su círculo de amigos como «el poeta de los ojos almendrados».
La alegría fue tanta que, las tres fracciones que habían participado en el asalto, se repartieron, con vivas a Marx y a las futuras huelgas obreras y populares, el botín de la revolución.
El chofer del carro asaltado, atado y abandonado en las afueras de Lima, se pudo liberar de las ataduras como a las seis de la mañana, dirigiéndose a la comisaría más cercana, con los cinco soles que le habían dejado, donde denunció lo acaecido. El comisario no le creyó en absoluto su versión y más bien ordenó detenerlo «por razones de seguridad». Pero cuando se enteró de que el carro pertenecía a un coronel de la policía mandó investigar inmediatamente el caso y a dos subalternos ubicar urgentemente el paradero del vehículo.
En el interrogatorio el taxista trató de demostrar lo inevitable: la participación del estudiante japonés en el asalto al carro, al señalar otras características de los asaltantes. Pero al final tuvo que reconocer a los que los habían asaltado, entre los cuales se encontraba el nisei. Y es que el chofer, que al principio dijo no conocerlo, luego de algunas presiones policiales, que pretendían comprometer a su familia, lo reconoció —a pesar de la pequeña gorra verde que Jorge llevaba puesta y que trató que le cubriese el rostro— no porque eran amigos, sino porque el chofer vivía cerca de su casa y almorzaba todos los días, al comenzar el filo de la tarde, en el restaurante de sus padres, donde lo veía entrar a diario apurado y lleno de libros.
Con ese dato, la policía y el chofer se enrumbaron al restaurante de los padres. Llegaron un poco antes de las dos y pidieron, para pasar inadvertidos, una cerveza. Al rato, con gran suerte para ellos, apareció, agitado, al que buscaban. Pensaba sacar algunas ropas y libros y pasar a la clandestinidad. Pero no pudo. La policía lo capturó antes de despedirse de su familia.
El nisei fue reconocido repetidas veces por el chofer, esta vez, en las oficinas de la PIP, por lo que tuvo que aceptar su participación en el asalto al carro. Posteriormente, y sin prueba alguna, la policía lo hizo cómplice en el asalto a la agencia bancaria, lo cual no era exacto, ya que no fue parte del grupo que lo había realizado, pues por razones que nunca se supieron explicar, no pudo subir al carro asaltado. Todo era una jugada de la propia policía —castigos físicos de por medio—, para comprometerlo más y para quedar bien frente a la opinión pública y los altos mandos de su institución. De esta forma, pasó al Poder Judicial con el atestado respectivo.
Después del juicio, donde sólo reconoció lo que tenía que reconocer, Jorge estuvo siete años en cárcel. Jamás se le desapareció, ni en sueños, el rostro del chofer. Y no habría de olvidársele jamás. Sus padres, nunca lo visitaron, únicamente la hermana mayor.
Cumplida la condena, salió de prisión. Su primera enamorada, a propósito de los sucesos, lo había abandonado, pero como recibió visitas del Comité de Defensa de los Derechos Humanos, se enamoró de una joven profesora que lo había frecuentado casi de manera religiosa. Al año de salido, como en el mes de agosto, le propuso matrimonio, el cual no fue rechazado. Todo lo contrario, fijaron inmediatamente la fecha: un sábado de ese año, del mes de noviembre, a las doce del día.
El día del matrimonio, el alcalde, amigo de los padres de la novia, los esperaba paciente. En el momento de salir para la Municipalidad del distrito donde tenían su negocio los padres del novio, le dijo a su futura cónyuge: «Apúrate, estamos sobre la hora», por lo que salieron casi corriendo.
Tomaron entonces un taxi —ella indicó dónde debían ir— y se enrumbaron a la Municipalidad. Como el carro iba demasiado lento (el tránsito era insoportable pues incluso los sábados las oficinas públicas trabajaban) Jorge habló, esta vez al taxista, con la misma pausa de siempre: «¿Podría apurarse?». El taxista ni lo miró. Siguió manejando con la misma lentitud con que lo venía haciendo y que no era, ciertamente, su culpa.
Optó por no volver hablar, a pesar que su novia le insistía. Miró más bien el sol tibio y las calles sucias de Lima, y comenzó a hacer lo que más sabía hacer en esas circunstancias: trucos con algunas moneditas entre sus manos.
Cuando llegaron a la Municipalidad, se dirigió al taxista, esta vez con una voz casi displicente: «¿Cuánto le debo?», y bajó la vista como si algo se le hubiese extraviado. El taxista volteó su rostro sudoroso, lo miró y le dijo: «Nada». Jorge se sorprendió. Fijó la vista en el chofer, entonces recién se percató, como una araña que va tejiendo sus hilos, que era el mismo hombre que había asaltado, esa madrugada del 15 de julio, hace ocho años, cuando se decidió apoyar las guerrillas que se habían desatado en su país, y que por su culpa había pasado siete años en cárcel.
(Este relato se encuentra incluido en el libro inédito Una olvidada tristeza)
JUAN CRISTÓBAL, es el seudónimo de José Pardo del Arco. (Lima-Perú, 1941), Licenciado en Literatura por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Su obra ha merecido, entre otras, las siguientes distinciones: Premio Nacional de Poesía, 1971; Primer Premio Juegos Florales de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, 1973; Mención Honrosa de Poesía en el Concurso Casa de las Américas (Cuba), 1973; Segundo premio en el Concurso Poesía y Canto para El Salvador, organizado por la Radio Venceremos, 1981; Mención Honrosa en el Concurso de Cuento Organizado por la Asociación Peruano-Japonesa, con el libro Aguita’e Coco. Tercer premio en el concurso Premio Copé organizado por Petroperú el año 1997.
✉ josepardodelarco [at] gmail [.] com
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🖼️ Ilustración: Imagen por CatsWithGlasses. (En Pixabay. La orientación de la imagen se ha modificado).
Revista Almiar • n.º 137 • noviembre-diciembre de 2024 • MARGEN CERO™
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