relato por
Diego A. Sierra Amortegui
El fanático es el hincha en el manicomio. La manía de negar la evidencia
ha terminado por echar a pique a la razón y cuanta cosa se le parezca.
Eduardo Galeano
-M
ira cómo me tienes: no aguanto más las ganas de comerme tu delicioso cuerpo.
—Sabes que yo también quiero, pero ni modo; se hizo tarde.
—Ven; cinco minuticos y ya. No me dejes así.
—No. Ni cinco, ni tres, ni uno. Más bien, guarda a tu amiguito y espera en la sala. Gustavo no demora.
Dicho y hecho. Un minuto más y Gustavo me pilla con las manos en la masa. O, mejor dicho, con la masa erecta de mi falo listita para amasar el voluptuoso cuerpo de Nicole, que corre hasta la puerta en cuanto reconoce el sonido del puñado de llaves que mi colega afuera saca del bolsillo. En menos de veinte segundos el hombre selecciona la llave azul entre un arcoíris de llaves y la introduce en el agujero de la cerradura que acaba de ser bloqueada por el diminuto pasador de seguridad. Emite un golpe y seguido a ello un putazo, que alcanzo a escuchar en la habitación matrimonial. Empieza a timbrar repetitivamente. De este lado de la puerta, Nicole me hace señas mientras aguzo el paso hasta instalarme en el sofá principal. Agarro el control remoto y prendo la tele que, por fortuna, se enciende en el canal que transmite la final de la Champions.
Nicole abre la puerta y recibe a su esposo con un beso exagerado que lo sorprende. Los brazos cubiertos de tatuajes rodean su cuello, mientras la boquita de la mujer susurra unas palabras que calman la furia causada por la espera.
El narrador del partido hace una pausa para comerciales que aprovecho para bajar el volumen de la tele y pillar la frase:
—Juan Pablo llegó hace dos minutos y está esperándote.
Gustavo me mira desde la puerta y me lanza un grito efusivo. Destapamos cervezas en el acto y el incidente se olvida por completo cuando el árbitro da inicio al partido.
La final de la Champions es el campeonato europeo más importante para muchos colombianos, entre ellos mi colega. Ganar o ganar, no había otra opción para el impulsivo apostador que había invertido todas sus esperanzas, además del sueldo del mes, al Barcelona. Gustavo es mi jefe y como supervisor del almacén de muebles gana dos veces más que yo. Suerte que obviamente no comparto, puesto que mi trabajo como tapicero apenas si me alcanza para pagar el arriendo y enviar un poco de dinero para la pensión de mis dos niños. A pesar de ello, me dejé llevar por el ambiente futbolero de la empresa y terminé apostando quinientos mil pesos al Bayern Múnich. De perder la apuesta, no tendré para la cuota de este mes, ni para el transporte: lo cual implica caminar todos los días desde Venecia hasta la Primero de Mayo arriesgándome a perder más que las zapatillas o la billetera. Sin embargo, en este momento el dinero no me importa. Todavía me parece sentir la saliva caliente de Nicole avivando la flácida llama entre mis calzoncillos.
Pasados veinte minutos, la energía del partido suprime las distracciones femeninas de mi mente cuando llega el primer gol de Lewandowski. Como es de suponerse, Gustavo no sabe que voy en contra de su apuesta, así que tengo que tragarme mi felicidad. Me tomo el último trago de cerveza y, mientras pasan la repetición del gol, agarro el six pack y destapo un nuevo par de botellas. Hago un comentario escueto que anima a mi colega que está sudando. Marica, dupliqué la apuesta del sueldo del mes con Ortega, me dice. Si pierdo me quedo sin sueldo por dos meses y, de paso, sin mujer. Usted sabe que estoy en la cuerda floja con Nicole y si se llega a enterar que volví a apostar, seguro me deja. No puedo perder ni por el putas, hermano.
La confesión de mi jefe-amigo me hace sentir aliviado, a pesar de que continúo con mis expresiones de falsa solidaridad y positivismo. Suena el pitazo final del primer tiempo y el marcador se define a mi favor. Vienen los comerciales y noto que la cerveza se acabó. Gustavo se levanta, estira sus brazos e inhala con fuerza. Detiene el aire por unos segundos y luego me mira expulsando una bocanada de aire intestinal que huele a cerveza y tabaco. Su rostro está pálido y su cuerpo transpirado en exceso. Pienso ofrecerme para salir a la tienda a comprar más cervezas y cigarros, pero cancelo la idea de mi mente cuando Gustavo dice que no aguanta más, que necesita salir a fumarse un porro y de paso otras polas. Le ofrezco veinte mil pesos para las compras, pero evade mi gesto con cierta cortesía. Cuando sale del apartamento, vuelo a la puerta y deslizo el pasador. Corro a través del hall, atravieso la cocina y llego a la habitación matrimonial. La cama está tendida y la televisión permanece muda en un programa de chismes de farándula. Sigo hasta el baño y abro la puerta con cuidado.
Me quedo unos segundos mirando la silueta de Nicole que baila desnuda en la ducha al ritmo de un reguetón que suena en su celular. El vapor del agua caliente forma una nube que empaña el espejo y los vidrios. Me fijo en la redondez perfecta de sus tetas y en la extensión temeraria que forman sus caderas. Es inevitable volver a sentir la erección. Decido acercarme un poco más y abro la puerta corrediza. Me quedo estático ante la imagen de la mujer que gime de placer ante la acción del juguete que estimula su sexo. Quiero meterme a la ducha con ella y terminar el trabajo que había comenzado, pero pienso en el inminente regreso de Gustavo. Trato de acercarme y de tocarle la espalda llena de tatuajes, pero me corro antes de que sus gemidos exploten de placer.
Suena el timbre y saco la mano de mi sexo. No alcanzo a limpiarme. Corro hasta la puerta que está siendo golpeada por la impaciencia de Gustavo. Descorro el pasador y unas gotas blancas quedan colgando en la bisagra metálica. Mi corazón es un caballo desbocado. Trato de controlarme mientras mi amigo-jefe me increpa por el incidente del pasador. Le invento cualquier excusa. Lo distraigo diciéndole que ya va a empezar el segundo tiempo.
Vamos a la sala. Saco de la bolsa las cervezas y los cigarrillos. Destapo una pola y noto que mi mano sigue empapada de semen. La refriego contra la botella que le paso a Gustavo. La recibe sin dejar de mirar la pantalla del televisor. Bebe un trago largo. Detallo un imperceptible hilo blanco que se escapa de su boca y cae en el tapete de la sala. No se percata de lo sucedido. El árbitro da inicio al segundo tiempo.
Le doy unas cuantas pitadas al cigarrillo que tiembla entre mis dedos, mientras mi corazón agoniza ante el empate del Barça en el minuto cincuenta. Un potente saque de esquina de Rakitic que Suárez cabecea al ángulo, un balón imposible para Manuel Neuer. Los siguientes treinta minutos son una verdadera agonía. El Barcelona aplica una nueva estrategia ofensiva que nace de un centro que despeja Piqué. El balón le cae a Messi, de inmediato gambetea a Alaba y se arma el contragolpe. Atacan tres, defienden tres. Messi llega hasta tres cuartos de cancha y le hace el pase a Suárez, que abre hacia la izquierda con Griezmann. Antoine, en una jugada muy rápida, dribla y deja tirado a Thiago Alcántara; levanta la mirada y cruza el pase a Suárez, que abre las piernas para que el balón llegue hasta Messi, que lo intercepta, engancha y dispara.
Gustavo celebra como loco, llora de felicidad. Restan algunos minutos para que el partido termine y empiezo a sentir arrepentimiento por la apuesta. Ahora es él quien me brinda otra cerveza y me dice que vamos a ganar. Hago una falsa mueca de sonrisa. Los últimos minutos del partido me embriagan de un terrible sentimiento de culpa. Recuerdo los pequeños rostros de Carla y Felipe pidiéndome un par de zapatillas de cumpleaños, la insistente promesa de llevarlos al parque o al circo el fin de semana. Pero quizá no iba a ser posible, como ha sucedido otras veces. Con los minutos añadidos al partido mi suerte empieza a cambiar.
Aparece Nicole. Trae puesto un short que le aprieta las nalgas y una blusa blanca sobre la cual su pelo húmedo oculta parcialmente sus firmes pezones. Se acerca a la mesa de centro y saca una cerveza. Se sienta junto al marido que la envuelve en sus brazos y, en un ataque de histeria, le suelta la novedad de la apuesta. La mujer lo mira con rabia.
Minuto noventa y dos. El Bayern busca el empate a como dé lugar. Barcelona se defiende y espera. Se genera una falta en la parte izquierda a veinticinco metros del arco que custodia Ter Stegen. Cobra Leon Goretzka, realiza el centro, hay una serie de empujones en el área y Müller cae. Despeja Lenglet y el balón se va al lateral. De repente, desde el VAR le indican al árbitro que hubo una falta de Rakitic sobre Müller. La acción es dudosa. El árbitro, que aprieta el auricular mientras corre a través de la gramilla, llega hasta una pantalla en la que repasa la jugada. Los treinta segundos que tarda el árbitro en pitar el penalti parecen una eternidad. Esta vez no me puedo contener y grito con todas mis fuerzas el gol de Lewandowski, que dispara a la parte superior derecha engañando por completo a Ter Stegen.
La pareja me observa desconcertada. Gustavo me ordena callar. Trato de contenerme, pero una enorme erección me delata. El rostro de Nicole dibuja una sonrisa que cubre con su mano mientras los ojos furiosos de mi jefe me recuerdan en dónde estoy. Me excuso. Le digo que fue imposible no celebrar ese golazo. Traigo cervezas, una a cada uno, como acto de reconciliación. Le digo que la suerte está echada y de seguro en tiempo extra las cosas favorecerán al Barcelona. Sin embargo, el tiempo complementario finaliza con un contundente empate a tres, nuevos goles de Müller y Griezmann.
Gustavo está pálido, sudoroso, sus brazos tiemblan. Camina de un lado a otro entre el ceñido espacio de la sala. Es evidente que está sufriendo un ataque de ansiedad. Nicole se aleja de su esposo y ahora observa el espectáculo desde la amplia barra de la cocina. Está furiosa. Antes de los penaltis aprovecha la ocasión para lanzar su sentencia:
—Si pierdes la apuesta esto se acaba. Estoy cansada de tu adicción, de que te valga mierda ponernos en riesgo. No aguanto más. Si pierdes te vas de mi casa sin derecho a nada. Si tienes suerte, te quedas, pero esta fue tu última apuesta, si es que quieres seguir con este matrimonio.
Escucho las palabras de Nicole y me pregunto el lugar que ocupo en su vida. Gustavo baja la cabeza tratando de encontrar respuestas en el laberinto de su mente, pero su instinto apostador le indica que esta vez sí ganará. Le acerco la última cerveza que queda en la mesa y lo aliento con una nueva mentira. Le digo que, sin duda, en penaltis el Barça es superior.
Nos quedamos en silencio mientras el narrador anuncia los cobradores. Las cartas estaban abiertas: de parte del Barcelona serán Suárez, Piqué, Griezmann, Jordi Alba y Messi; mientras que por el Bayern Múnich serán Müller, Thiago, Boateng, Kimmich y Lewandowski. Cobran los primeros de cada equipo y aciertan. La serie se encuentra tres a tres y sigue Jordi Alba, que agarra el balón y lo lleva hasta el punto penal; toma impulso y lo lanza a la izquierda donde los brazos de Neuer lo atajan. Alba se lamenta y regresa hasta el centro de la cancha. Kimmich se prepara para cobrar. Se le nota seguro; agarra la pelota, toma la distancia y dispara al centro del arco, mientras Ter Stegen se lanza hacia a la derecha. Cuatro a tres a favor de Bayern.
Viene el quinto penalti para el Barça. Se prepara el capitán: Lionel Messi. Se ve nervioso, camina hasta el centro del área, se aproxima, patea, lanza un disparo hacia el costado derecho que Neuer atrapa. ¡Bayern Campeón! ¡Bayern Campeón! La celebración viene acompañada de unos cuantos putazos. Me olvido por completo de la pareja.
—Un momento, ¡gran hijueputa!
La voz de Gustavo me congela la emoción cuando veo que el juez de línea invalida la acción. Tarjeta amarilla a Neuer por adelantarse dos pasos. El penalti se repite y esta vez Messi no falla. Gustavo me observa con más furia. Siento que en cualquier momento va a golpearme, sin embargo, lo olvida temporalmente cuando llega el quinto y último cobro para el Bayer Múnich. Es el turno de Lewandowski.
El narrador dice que es el segundo mejor goleador de Europa con treinta y dos goles en la temporada. Toma impulso y lanza un potente riflazo al ángulo que Ter Stegen alcanza a detener. La confusión es indescriptible. Es imposible no contagiarse del asombro provocador que emiten los narradores, quienes no pueden creer lo que está sucediendo.
Viene el sexto jugador del Barcelona que camina hasta Neuer para saludarlo. Es un exjugador del Bayern, conocido como el Rey Arturo. Ubica el balón en el punto penal y se prepara. Toma un breve impulso, amaga, dispara al centro. El arquero se queda quieto y con la pelota. Arturo se toma la cabeza con las manos, cae desconsolado al suelo. De inmediato, se prepara Philippe Coutinho y, con él, la suerte de Gustavo a su final.
Salgo del apartamento y prendo un porro. Camino hasta el fondo de la cuadra y llego a un pequeño parque infantil de barrio. Me siento en un columpio y desde allí observo a Gustavo desaparecer en un taxi. Tomo impulso y salto de regreso a casa de Nicole. Me aproximo a la puerta y busco la llave azul entre el manojo de llaves.
Diego Armando Sierra Amortegui. Bogotá (1987). Licenciado en Humanidades y lengua Castellana de Uniminuto sede Bogotá y Magíster en Estudios culturales mención Literatura Hispanoamericana por la Universidad Andina Simón Bolívar, Ecuador. Es docente universitario, investigador, amante del rock y, sobre todo, lector.
📩 Contactar con el autor: amorteguidiego [at] hotmail.com
Ilustración: Fotografía por JordanHoliday en Pixabay [Dominio público]
Revista Almiar (Margen Cero™) • n.º 121 • marzo-abril de 2022
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