relato por
Cristina Oleby

 

M

e han convencido, me voy a comprar una sombra. La primera persona que me lo mencionó fue Carmen, la del 1.º D. Que me veía muy solo, que tenía una amiga a la que le había cambiado la vida, que ahora se llevaba mucho eso. Javier también me lo comentó, así como de pasada, un día tomando copas, me dijo que tenía niebla en los ojos y que mi sonrisa era de cartón (Javier se pone así de raro cuando bebe). Y el remate ha sido el carnicero, que mientras me daba media pechuga de pollo cortada en tiras, me ha dicho que, desde mi separación, ya no soy el mismo.

He pensado que no pierdo nada por probar, total, si guardo el ticket la puedo devolver en un plazo de quince días, tiempo más que suficiente para saber si me gusta.

Así que aquí estoy yo, en la mejor tienda de sombras de la ciudad, sin saber cuál elegir. Las hay altas, bajas, gordas, flacas, más oscuras o tirando a gris. Me cuesta mucho decidirme cuando hay tanta variedad. Cojo un par de ellas y me meto en el probador. No sé, no me veo yo con esto, y eso que el espejo está trucado para que todo favorezca, pero yo creo que estoy rarísimo. No ha sido buena idea. Mejor me vuelvo a casa y me abro una lata de mejillones en escabeche, que es el mejor remedio para la soledad.

Pero cuando salgo del probador la veo. Está arrugada dentro de una cesta, seguramente desechada por alguien que se la acaba de probar. Es muy parecida a mí: mediana estatura, barriga cervecera (ligera barriga cervecera) y pelo rizado. Es perfecta.

Le pido al dependiente llevármela puesta, cuanto antes me acostumbre a ella, mejor.

La verdad es que nos acoplamos a la perfección, el camino a casa se desarrolla sin ningún incidente. Caminamos a la par, con zancadas largas y rápidas, los pies ligeramente abiertos hacia afuera y los dos llevamos la mano izquierda en el bolsillo, una manía que tengo.

Llegamos a casa y le enseño todas las habitaciones para que se familiarice con su nuevo hogar. Parece que le gusta. Nos tomamos una lata de mejillones en escabeche, en compañía saben mejor.

 

Los días siguientes transcurren felices. Nos volvemos inseparables. Redescubrimos la ciudad como si fuéramos turistas: nos apuntamos a visitas guiadas, probamos restaurantes escondidos, alquilamos una bicicleta tándem, patinamos y por fin consigo visitar el Palacio Real por dentro.

Carmen, la del 1.º D, me guiña un ojo cada vez que coincidimos en el ascensor. Javier dice que mi mirada es como la luz del verano y que mi sonrisa parece un velero navegando en alta mar (este chico tiene unas cosas). Y el carnicero, cuando le pido un pollo entero cortado en cuartos (a mi sombra le gusta así), me dice que parezco otro.

Pero un sábado, mientras estamos patinando en el parque, algo sucede. Pasamos junto a un hombre que está dando de comer a los patos, y siento cómo mi sombra se separa ligeramente de mí. Es casi imperceptible, pero ya son muchos días juntos, y yo lo noto.

Al día siguiente nos volvemos a cruzar con el mismo hombre. Está sentado en un banco y mira a los patos con mucho interés. Ya no me cabe ninguna duda porque mi sombra se gira y se queda mirando a la suya. Es una sombra bastante alta, con piernas delgadas, el pelo muy corto y gafas. El parecido con el hombre es asombroso.

No lo voy a ocultar, siento celos. Yo pensaba que estábamos hechos el uno para el otro. Lo hacíamos todo juntos, siempre estábamos de acuerdo, ni una riña, ni un conflicto, y ahora resulta que no es suficiente para ella. No sé qué he hecho mal.

Mi primer impulso es alejarme de allí, al fin y al cabo las decisiones las tomo yo. Volvemos a casa y abro una lata de mejillones en escabeche. Mi sombra come, pero lo hace sin ganas. También camina sin ganas, mea sin ganas, y respira sin ganas. El contorno de su silueta se va difuminando. Creo que la estoy perdiendo.

Entonces tomo la decisión más difícil de mi vida.

Acudimos al parque y nos sentamos junto al hombre del banco. Aparta la mirada de los patos y me dirige una sonrisa rápida. Nuestras sombras también se miran. Yo me quedo observando el suelo, hay cáscaras de pipas, hojas secas y una hilera de hormigas transportando comida. Y dos sombras que se van acercando, lentamente, muy lentamente, hasta que sus dedos meñiques se tocan. El hombre y yo nos sobresaltamos, y nos miramos. Siento cómo la hilera de hormigas me recorre todo el cuerpo.

 

Se llama Antón. Desde ese día vivimos los cuatro juntos. Casi nunca estamos de acuerdo, pero es maravilloso.

Por el día, paseamos por la ciudad, patinamos en el parque, damos de comer a los patos y comemos mejillones a la marinera (Antón es un gran cocinero). Por la noche, dentro de la intimidad de la habitación, nuestras sombras se desvanecen al apagar la luz, y nosotros desaparecemos bajo las sábanas.

 


 

Cristina Oleby. Es escritora y editora de literatura infantil.

🕸️ https://cristinaoleby.com

🖼️ Ilustración relato: Zelfportret, Michiel Hendryckx, CC BY 3.0, via Wikimedia Commons

 

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