relato por
Alexandro López Baquero

 

E

ncontré el vino, míralo. Estaba en el baúl —dijo Rafael.

—¿Te lo beberás con ella? —le pregunté para sonrojarlo.

—¡No! ¡Qué vergüenza! ¡Tan viejo! Hasta mira el polvo de la etiqueta.

—¿Vergüenza? Viejo es que se bebe, mijo… ¿Vergüenza? ¡Dios!

—¿Cuánto duró este encierro?

—Un par de meses, Rafa.

—Cuéntame la vaina de tus muñecos, quedé intrigado.

 

«Mira, los hallé junto a cosas que sospeché perdidas detrás de la cama… y dentro de las paredes. Pero no es eso lo que importa, déjame contarte bien. No asumían que durante el confinamiento la casa en que hemos vivido por años transmutó sus arcos y hasta la forma de sus declives; configuró los laberintos que ya conocíamos.

»Fue a partir de esa segunda tarde del aislamiento, justo al caerse mi abuelo Rómel, creo que te envié un mensaje.

»En el pasillo mis padres reacomodaban su cuerpo inútil y maltrecho. Me acuerdo de su brazo amortajado, carente —digamos— de un color, como los deshechos, y del que irrumpía una mano incompleta. Reflexionamos un rato: nos era absurdo que a sabiendas de los frenos y palancas de su silla de ruedas, de ya dos años—imagínate—, desplazándose en el asiento, desplomase así tan sospechosamente ¿no?, en aquella planicie inocente y transitable, y con tanto ajetreo. Como que lo empujaron, por detrás, las ánimas. (“¡Caramba!”, dijo Rafa).

»No hubo necesidad de inspeccionar con detalle la escena para encontrar —y tantas cositas que encontramos— el posible desencadenante: un pedazo de roca brotaba a mitad del pasillo, vestida de sombras y complicidades. Por resuelto que pareció todo, algo no dejó de trasnocharme las noches siguientes: una inquietud venenosa ¿eh? ¡Cómo me tomé horas bocarriba apartándolo todo hasta llegar a su médula!; y cuántas más me hubiera tomado si mi abuelo no conversara del accidente, esa noche procaz en que, además de la piedra, vio al pasillo comprimirse: porfiaba que la roca vetusta que causó su derrumbe no había existido en ese sitio preciso de la casa… que las cosas cambiaban de ubicación. Y allí, pues, me congeló ver cómo nuestros pensamientos se encontraban en esa coincidencia ¿no? Tanto andar de niño por ese pasillo correteando con mis primos, sintiendo la distancia hacia mi cuarto como una mística transición. Y cuántas veces no llevaríamos, Rafa, por allí, baúles y enseres, sin ser presa de trucos ni valernos de regateos para transitar. Si no que íbamos tan sencillos hasta el extremo como empujados por el viento en esa profundidad vacía. ¿De dónde había salido, entonces, la puta piedra?

»Desde luego, la conciencia de mis padres tampoco se quedaba quieta; con quienes, además, en consenso, volvimos un par de veces a examinarla. Observamos rigurosamente su base unida al tabique, pero la veíamos tan sellada, cubierta de aromas campestres y un velo de cenizas profanas, que terminaba por convencernos de su antigüedad, y una posible demencia nuestra.

»Carecíamos de recuerdos donde estuviera presente la piedra, igual de fotografías a mano, que revelaran su pasado. Y ante las circunstancias, mis padres disimularon una indiferencia que pudieron prolongar casi el mes completo de la reclusión. Tomaron las explicaciones de mi abuelo como síntomas de su decrepitud progresiva e irritante ¡pobrecito!, una lucidez que a los ochenta ya se veía exhausta de resolver acertijos de su vida tan milenaria, y de la que simplemente quedaba una vergonzosa fragilidad; una especie de cristal quebrado que lo llevaba a actuar imprevisiblemente. Y ya existía un antecedente: en la avanzada diabetes que lo mataba, se vieron con la urgencia de amputarle unos dedos. Él para nada se negó, Rafa. Accedió estrictamente bajo la condición de que fueran devueltos, tú dirás qué raro, ¿para qué?, y nosotros tampoco entendimos en su momento ¿eh? Mi abuelo deseaba conservar sus dedos, por siempre, en una bolsita rústica que la perdió mucho después en los huecos de la casa.

»El confinamiento se hizo desesperante, por ahí por el 24 ¿te acuerdas? Ya informaban de unos miles de casos. Pues, decidimos limpiar la casa como nunca se había hecho. Y allí encontré todo, Rafa. Desplacé mi cama al extremo para barrer el polvo, cuando vi unos orificios extraños a la altura de los rodapiés. Y mira que no eran pequeños ¿eh?: no parecían cuevas de rata, sino alcoba de duendes, hasta un olor a zapatos y pecueca les alejaba del mundo. La humedad comenzaba desde allí un brote prolongado que los escondía. Desgarré por tramos las capas de pintura, infladas y decrépitas, hasta que los dos quicios se revelaron con plenitud. Por supuesto, un miedo me paralizó al imaginar que algo vivo estaba por allí, pero la curiosidad mata al gato siempre.

»De esos agujeros, llenos hasta el tope con capas de barro, extraje varios puñados hasta hacer un espacio en el que sumergí mi rostro, sofocado y hasta sudando… me sentía como enterrado, Rafa.

»¡Y vi los muñecos… mis muñecos, Rafael! Muchos estaban sucios y partidos, y sobre sus empaques algunos pedazos mostraban las letras de mi nombre. También en una esquina se amontonaban unos grillos que cercené a mis cuatro años. Ya en el otro agujero, estaban mis viejas historietas y unas revistas de contenido pornográfico.

»Subordinado a un terror ineficaz, porque no sabía con precisión qué carajos era, creo más bien que se trataba de un vértigo. Retrocedí sobre unos pasos indecisos, y una mirada emocionada al tener, enfrente, una muestra fosilizada de mi pasado. ¡Rafa! esos objetos no solo eran el tesoro oculto por un tiempo enorme y que pesaba mucho, sino una regresión brusca y horizontal a las etapas tristes de mi vida en que, perdidos, cómo intenté encontrarlos. Y eso me conmovía, descontrolaba mi ansiedad y hasta me ponía a temblar. Casi envenenado por una locura, manoseé mis muñecos como regalitos de nochebuena. Luego abrí las revistas para ver las gringas desnudas, y allí abajo en la pelvis me asustó un poquito la rigidez… creo que hasta me masturbé, Rafa… (Carcajada) ¡Que risa, ¿no?!

»Lo desconocido y lo olvidado… no hay mucha diferencia ¿eh? Pero sí una semejanza complicada; ambas se descubren, es lo único que te puedo decir; y hacerlo despierta una llama de fascinación que ni te imaginas; en la segunda un pelito más que en la primera. Pero dime, ¿se puede negar que el tesoro más valioso está sepultado precisamente allí?, no en tierras deshabitadas ni en arcas bíblicas —como piensa la gente— sino justo allí donde tristemente se olvidan. ¿Está bien acaso, negar ese poder avasallante al hallarlo?: una frescura, aquí, en la entraña; una sequedad en la boca, Rafa: un poder de manipular el tiempo vertiginosamente. Apuesto que ni quieres beberte el vino por temor a beberte el pasado (Risas).

»Metí todo en un tobo. Rebosaban en el borde los muñecos, aplastados en el medio quizás cayeron los grillos, y las revistas de pornografía bien al fondo como la vergüenza que, ahorita, me decías.

»Fui al cuarto de mis padres para mostrarles y adivina: mi mamá emocionada ante el espejo, encontró un vestido sobre el cual observaba el diseño de su cuerpo, la cintura, sus senos viejos. Decía “no puedo creer Dios, cuánto tiempo sin verlo”, ¿el vestido, o su cuerpo? Yo no sé, de verdad. Y qué fascinación ¿no?, se ajustaba las curvas, Rafa, incluso se detallaba con unos coqueteos. Hasta mi papá, al filo de la cama y concentrado en unos mocasines añejos y una docena de corbatas, fijó la mirada en su mujer que lucía allí tan compleja, no la veía como si fuera ella sino como si fuese una fotografía vieja. Se le acercó al pescuezo y la rodeó con sus brazos, retocó con delicia el vestido, estiró su terciopelo y no dejaba de manosear sus pelusas, su olor a cofre, todo en términos abusadores. Claro, Rafa, era el vestido de su adolescencia, muerta y olvidada tras mi nacimiento; una tela misteriosa. Era para él, esa piel sencilla que hacía tiempo no se tocaba.

»Observé de donde provenían sus hallazgos, y a semejanza de los míos, vi unos agujeros en el suelo cerca del ropero de mi madre, una especie de túneles subterráneos, excavados en secreto, Rafa. De allí brotaban trapos enjutos, y telas codiciosas, hasta perlas y otras joyas.

»Por la discapacidad de mi abuelo, apenas le mandamos a limpiar las gavetas de su velador. Fuimos a su cuarto para ayudarlo. Pasamos por el pasillo e hicimos un movimiento esquivo tras ver la piedra atravesada. Por supuesto nos miramos, Rafa: sabíamos que no nos acostumbrábamos a ese movimiento todavía. Llegamos y estaba allí mi abuelo, sosteniendo la última gaveta del tocador. Vació el contenido de documentos: facturas, cartas de condominio. “Tenía años que no te veía así”, le dijo a mi mamá cuando le vio puesto esa hermosa diferencia. Pero no sabía qué era ¿eh?, porque sus ojos orbitaban los lugares incorrectos, buscaban un nuevo color en el cabello, quizás otro lunar. Pero la diferencia estaba del cuello para abajo, y él insistía del cuello para arriba (Risas). En el velador desprovisto de las gavetas, vi con claridad el hueco subterráneo que nos revelaba las cosas. Eché el velador a un lado, Rafa, y estaba allí esa bolsita rústica con tela de saco, junto a otra cosa: parecía un cofre de cuero y hebillas. Saqué la bolsita y vi los dedos dentro, pálidos y con olor a alcohol; descompuestos, parecían ya unas piedritas. Cuando se lo entregué a mi abuelo, hubieras visto su expresión. Las arrugas flexibles como que le daban una sonrisa más pintoresca, y su mano trémula ante la emoción sostenía la bolsita como con autonomía…Una mano feliz, Rafa, apretando con euforia sus propios dedos (Risas).

»El cofre resultó ser un viejito neceser de fotografías que hacía muchos años dimos por perdido. Y vimos los álbumes, Rafa. Quedé loco con una fotografía clásica, toda en blanco y negro; donde sale el padre y los hijos sin camisa y flacuchentos. Pues estaban los hermanos de mi papá a lo ancho del pasillo, apretujados. Por detrás de ellos mi abuelo sobresalía con una galantería brillante como una armadura, estaba joven, y una altura, además, que nos había hecho olvidar en esa silla de ruedas. Sostenía un dibujo de grafitos hermoso, Rafa, un retrato que hizo de Elvis, ¿ya ves por qué amaba tanto sus dedos? Yo intentaba buscar la cara de mi papá que se perdía en la juventud de sus hermanos, porque uno cuando envejece como que se parece menos a sus familiares ¿no?, o a veces lo contrario (Risas). Y resulta que mi papá yacía allí en una esquinita sentado, adivina dónde, Rafa: en la comodidad de aquella piedra que tantos años después de esa foto, derrumbó al pobre de mi abuelo».

 

—¿Viste cómo lo habíamos olvidado todo? ¡Dios mío! ¡Y lo encontramos! Ese confinamiento nos alejó de muchas epidemias, la verdad.

—Bueno… tanta cháchara filosófica para hacerme comprender el valor de mi vino… —dijo Rafa y sonrió.

—¿Te lo beberás con ella?— le dije para intentar sonrojarlo de nuevo.

—Ya hasta beberlo me da pena.

(Risas).

 


 

Alexandro López Baquero

Alexandro López Baquero: «Amante de la lectura desde los nueve años. Fanático indiscutible de la saga literaria de Harry Potter, mediante la cual mi madre inculcó el amor a los libros desde temprano. Destaqué, muy pequeño, en habilidades artísticas: escritura y dibujo. Estudié en el colegio Teresa Carreño de Caracas, donde conocí el ajedrez, cuya influencia accidentalmente cultivó, aún más, el amor a las letras. Estudié ingeniería en la Universidad Simón Bolívar; pude allí labrarme una reputación moderada en algunos docentes; a través de escritos y los cotidianos ensayos de tarea. Dejé mis estudios inconclusos, porque emigré al Ecuador donde actualmente desempeño la carrera de periodismo en la UTPL (Universidad Politécnica Particular de Loja), de la mano con la práctica diaria de escritura».
alex27.lopezb [at] gmail [dot] com

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Ilustración: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 113 · noviembre-diciembre de 2020

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