artículo por
Héctor M. Magaña

 

No hay bestias en la tierra, ni pájaro
que vuele con sus alas, que no formen
una comunidad semejante a vosotros.
Nosotros no habíamos descuidado nada
en el libro. Todas las criaturas
serán congregadas un día.
El Corán (VI, 38)

D

entro de unos meses será primero de noviembre, y cuando ese día sea, empezará el año nuevo en el calendario celta. El período de las cosechas habrá terminado y se acercará un nuevo período, más sombrío y frío, de reflexión. Hoy en día la tradición celta no ha muerto en Europa, donde se ha transformado en la práctica de la «wicca» y el «druidismo» o en América, de forma más popular, en el Halloween. Es claro, aun hoy nos interesa más que nunca volver a una relación con la tierra, con la vida animal y con el cosmos de una forma más pagana, natural.

El paganismo se ha vuelto, en los tiempos modernos, un intento de resistencia mucho más atrayente contra el cambio climático, es una forma ecológica, más cercana a la tierra, a los misterios del cosmos (en el sentido griego de la palabra, que hace referencia al mundo que conocemos y habitamos). Hoy en día, más que nunca, el hombre se ha dado cuenta de su propia influencia y peso en el cosmos. Es más, los animales con quienes por milenios hemos convivido (perros y gatos) ya tienen, genéticamente hablando, una capacidad innata para convivir con nosotros. Las razas de perros han evolucionado y se han ramificado por nuestra influencia, así como los gatos, las aves domésticas, los roedores e incluso los mamíferos acuáticos como los delfines y las marsopas. La huella humana está casi en todos lados. Si el hombre desapareciera, los animales como los loros repetirían en el vacío nuestras palabras, similar a lo narrado en la novela La isla de Aldous Huxley.

Por ello es importante buscar una forma de convivir en el cosmos, una en el que el hombre conozca y respete los ciclos de cosechas, de los animales, las migraciones, los períodos de hibernación, de cambio, de transformación. Conocer estos procesos nos devolverá a la tierra de la cual pertenecemos y a abandonar, de una vez por todas, el antropocentrismo cientificista que nos invade.

Es innegable que las corrientes filosóficas han contribuido al antropocentrismo y al especismo. En la Edad Media no era inusual llevar a juicio a animales de granja, acusándolos de crímenes como robo de cosechas, fomentar las plagas o las enfermedades. La mayoría fueron condenados a morir en la horca. Después de Descartes, la relación hombre-animal se volvió una relación de humanos con una especie de biorobots. Hubo voces que protestaron contra ello pero que fueron silenciadas por el peso y el prestigio del cartesianismo. Pierre Gassendi fue uno de los pocos que criticaron a la filosofía cartesiana, su modelo de fuerte influencia epicúrea lo llevó a concluir que los animales poseían un alma. Hoy en día conocemos las consecuencias del cartesianismo: calentamiento, cambios erráticos en el planeta, división (Descartes) en lugar de unión (Leibniz), etc. Más tarde en la Ilustración hubo también hubo otras voces que hoy en día son pocos conocidas: Julien Offray de La Mettrie, Anne Finch vizcondesa de Conway o Paul Thiry d’Holbach. Un siglo más tarde: Schopenhauer, Comte. Siglo XX… Es aquí donde surge un vacío entre los pensadores porque el siglo XX fue un siglo particularmente violento para la humanidad en donde se necesitaba una filosofía que resaltara el valor de lo humano frente aquellos poderes que le restaban importancia y lo denigraban. Corrientes como el existencialismo exaltaron lo humano, frente a la técnica y la ciencia que era la herramienta de la guerra. Curiosamente pareciera que entre más humanístico intentaban ser en su pensamiento, más denigraban el mundo bajo sus pies. Parece que el valor que se les da o se les niega a los animales surge de nuestro ciego y mudo egocentrismo, de nuestra arrogancia.

Kant, el gran Kant, parece condenar a los animales desde un inicio por su carencia de racionalidad y por ende por su carencia moral. La carencia de moral y de racionalidad fue un gran golpe para el reconocimiento de los animales como seres sensibles. La segunda cosa que parece condenar a los animales es la falta de comunicación, de diálogo, de lenguaje. Para el existencialismo el proceso de comunicarse con otros es esencial, la comunicación plena con nuestros semejantes es el ideal que se busca. Los animales, que en apariencia fallan en esto, vuelven a condenarse. Por último, la relación con Dios y con la nada: dos conceptos que no parecen estar presentes en los animales en lo absoluto. Creados por Dios, pero sin la capacidad de adorarle, condenados a morir pero sin la capacidad de llorar por sus muertos; esas son las tragedias que alejan al animal del hombre, y por ende, lo alejan de una verdadera existencia moral y filosófica. Hay más: la incapacidad de autoanálisis, el yo en comunicación con el yo. Parece que entre el ser, Dios y la nada no hay lugar para los animales, las plantas, para el resto de los seres vivos. Finalmente, Gabriel Marcel sentencia a los animales con la cita: «Yo elegí existir».

Creo que hoy en día podemos asegurar que en primer lugar el racionalismo y la moral kantiana no son ya argumentos suficientes para negar la existencia sensible de los animales, para negar su relevancia en el mundo y su influencia en nuestra vida. Hemos aprendido a entender la inteligencia de los cuervos, la manera en cómo los delfines se apoyan de los pescadores para cazar, y con el recién documental Mi maestro el pulpo queda claro: el ser humano ha sido ciego y mudo, condenado por su «sentido común».

Lo que nos lleva al segundo punto: la comunicación. Claramente el dialogo entre animales existe, es más, hay diálogo en las plantas: las plantas se pueden incluso comunicar entre ellas para decir que son atacadas, para conocer el perímetro entre árboles en los bosques, etc. Emanuele Coccia ha centrado su trabajo en la comunicación hombre-planta. La verdadera pregunta es si semejante comunicación es posible también para el hombre. Me arriesgo apostar a que el panpsiquismo nos permita resolver esta problemática.

El panpsiquismo que nos predica que cada cosa, por muy simple que sea, tiene un grado mínimo de conciencia, nos abre las puertas a la empatía con los seres vivos que nos rodean, y la empatía es quizás la forma más simple (y vital) de comunicación.

El panpsiquismo no descarta ni niega a Dios, es más, tal vez sea su mejor aliado en los tiempos actuales. Lo que si requiere de Dios es su reformulación. Tenemos que releer a Dios a través del mundo, leer la naturaleza de Dios, por decirlo así. Esto tiene sus precedentes en autores como Berkeley, Leibniz, Plotino, Schopenhauer, Bergson y Mirandola que intentaron colocar al hombre en el cosmos pero sin negarle su pertenencia a lo divino.

A propósito de ello, me atrevo a decir que en este sentido el hombre guarda más semejanza con el liquen. El liquen no es ni planta ni hongo pero posee atributos de ambos que le permiten su supervivencia; el hombre no es ni máquina biológica ni deidad encarnada. El hombre es biológico, sí, pero también es un ser trascendente. Vladimir Yankelevitch, en su famosa obra sobre Henri Bergson, nos dice: «Un organismo sigue siendo total en sus partes más pequeñas mientras que una máquina no es total más que como resultante de sus propios elementos». Una idea que claramente suena a panpsiquismo.

Dios no es un ente frío y distante que nos ha hecho creer la tradición judeo-cristiana. El nuevo existencialismo pagano y panpsiquista necesita un Dios que esté a su altura. Uno que huela a tierra, hojas, lluvia, a la vida que yace en el cosmos. Es necesario ir al comienzo: con Tales de Mileto y ver que el mundo está lleno de dioses; con Leibniz, y ver que la mónada es el universo en potencia; con Mirandola para quien el hombre está entre Dios y el cosmos y no fuera de él; con Plotino, para quien (al igual que los brahmanes) el cosmos, el hombre, Dios inclusive, pertenecen a ese Gran Uno (o al Atman).

Me parece inconcebible que el filósofo moderno sea capaz de ignorar las herramientas que le proporciona la ciencia, que la sociedad humana sea un reino atrincherado donde todo lo terrenal, todo lo que pertenece al cosmos, esté fuera. Los problemas del hombre son solo por y para el hombre. El mundo, y lo que concierne a todo lo demás, es cuestión de la fría y áspera ciencia. Negar que el hombre pertenezca a la tierra no solo por genética y evolución, sino porque él mismo es parte del cosmos, es un ataque no solo a la metafísica, sino también al mismo hombre. Hoy en día vemos las consecuencias del racionalismo cartesiano: disección fría, mecanicismo en el cosmos y en el hombre. Necesitamos que las partes no solo queden mutiladas y separadas del todo (Descartes), sino que se unan nuevamente, tal como lo pretendía Leibniz, quien no solo pretendía unir al universo con la mónada, sino también la ciencia con las humanidades, las iglesias protestantes con las cristianas, las áreas del conocimientos más dispares como el confucionismo y la cabalística. Pensadores como Comte, para quien incluso los animales y las plantas estaban unidas a ese gran todo que es «El Gran Ser».

Un Matsuo Basho es impensable sin los templos budistas o sintoístas, sin los cerezos o sin los valles de las prefecturas japonesas como Gifu, del mismo modo que la maestría de Wang Wei es imposible sin que nos pierda en los parajes neblinosos de China, del río Yangtzé, y llegar a esa eliminación total del «yo». La presencia de los elementos naturales y su observación en autores como Izumi Kyoka, Mursaki Shikibu, Fujiwara Teika o Kawabata nos lleva a sentir, como dice nuevamente Tales de Mileto, que el mundo está repleto de dioses. Necesitamos leer de nuevo a Oriente, cuyas enseñanzas siguen vivas y que por siglos hemos sublimado. Si escuchamos el mundo viviente que nos rodea, nuestra vida cotidiana se enriquecerá. La vida cotidiana no es solo el aspecto político que nos mostró Ágnes Heller, es también pertenencia a ese cosmos. Del mismo modo que antes muchos miraron el confucianismo para redireccionar la moral humana, ahora debemos mirar el sintoísmo, el paganismo celta, el pensamiento de las culturas indígenas, en fin, el mundo en todas las partes que lo componen para comprender mejor la naturaleza, el cosmos.

Ya predijo las consecuencias de seguir como estamos el jefe Seattle en su famosa carta al presidente Benjamin Pierce: «¿Qué seria del hombre sin los animales? Si todos fueran exterminados, el hombre también moriría de una gran soledad espiritual; porque lo que le suceda a los animales también le sucederá al hombre. Todo va enlazado»..

 


 

Héctor M. Magaña (Xalapa, Veracruz, 1998). Es escritor de varios cuentos, traducciones, ensayos y reseñas. Algunos de sus textos han aparecido en medios y revistas como Los no letradosMonolito y Nocturnario, entre otros. Participó en el taller de novela impartido por Fernanda Melchor en la Universidad Veracruzana. Estudia Literatura y está a la espera de la publicación de un libro de cuentos titulado El hombre que veía a Bob Esponja y otros relatos.

Contactar con el autor: hmm271527 [en] gmail [punto] com

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🖼️ Ilustración artículo: Fotografía por Pedro M. Martínez ©

 

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