relato por
Manuel Moreno Bellosillo

 

A

menudo me siento culpable cuando escribo un cuento, tengo la sensación de que estoy perdiendo el tiempo y que podía mejor emplearlo en una tarea más práctica. Un buen puñado de horas desperdiciado en algo que nadie me ha pedido y que a nadie va a interesar, pienso. No me sucede lo mismo cuando escribo un poema y, como no escribo novelas, no sé lo que sentiría si las escribiera, imagino que acabaría padeciendo un complejo de culpa tan grande como un estadio.

Yo leo cuentos, me gusta leer cuentos, pero no conozco a casi nadie más que le guste. Y me gusta también escribirlos, cuando se me ocurre la idea para un cuento me entra una urgencia irremediable de sentarme a escribirlo y a veces, aunque no siempre, me causa una vaga sensación de complacencia cuando lo termino.

Escribir cuentos me viene de atrás, pero no es ninguna tradición familiar. Que yo sepa nadie en mi familia los escribe, aunque sí que hay buenos rapsodas que se expresan muy bien y cuentan historias maravillosamente, pero nunca han perdido el tiempo escribiéndolas. No sé por qué me tocó a mí, pero desde muy pequeño empecé a escribir cuentos. A los seis años escribí el primero, precoz arrebato literario sintomático de algún trastorno al que al final he acabado sucumbiendo. Mientras mis amigos se iban a jugar al parque, yo me quedaba en casa escribiendo en un cuaderno de anillas de tapas grises y con papel cuadriculado las historias que me hubiera gustado que me contaran y que nadie me contaba; así tuve que asumir la ingrata pero perentoria tarea de contarlas yo. Pasé tardes enteras emborronando páginas en vez de andar pateando un balón, como ahora paso las noches en vez de buscarme una novia.

Uno de los cuentos que escribí en ese cuaderno gris de anillas, uno que apenas ocuparía dos caras de las páginas de papel cuadriculado, era, más o menos, una obra maestra. No lo conservo, se perdió hace mucho tiempo cuando extravié aquel cuaderno de anillas con las tapas grises, pero todavía lo recuerdo. Se titulaba «El método del vendedor de globos» y era un cuento policíaco. El sugestivo título es quizá el primer indicio de la calidad del cuento.

La primera frase del cuento decía: «En una esquina de mi barrio había un gitano que vendía globos». La historia era ficticia, pero los personajes eran reales: en una esquina de mi barrio un gitano vendía globos, instalaba el puesto a la salida del mercado e iba hinchando globos de colores que ataba a la pesada botella de helio con forma de torpedo, hasta tener un gran racimo ingrávido y multicolor sobre su cabeza. Era gitano, no lo puedo evitar, no sabía yo en esos días de correcciones políticas, y era un gitano alto, malencarado, con un bigotito canalla y algunos dientes de oro. Vestía siempre una raída chaqueta marrón y cubría su untuosa cabeza con un sombrero de fieltro del mismo color sucio. Su aspecto me resultaba tan amenazador, tanto pavor me provocaba, que algunos sábados no me atrevía a comprar el globito colorado con el duro que me daba mi padre y, por más que lo intentaba, no reunía el valor suficiente si la calle no estaba llena de gente que me hiciera sentir a salvo y tenía que volver a casa sin mi globito, derrotado por mis temores.

Resulta que en el barrio un día desapareció un niño, en el barrio de mi cuento, no en el barrio real (aunque al fin y al cabo eran el mismo), su madre le mandó a un recado por la mañana y a la hora de comer no había vuelto a casa. Lo buscaron por todas partes, preguntaron a los vecinos y llamaron a la policía, pero no lo encontraron. Unos días más tarde desapareció otro niño y otro la semana siguiente y después otro más. Todos en el barrio andaban como sin sombra y se preguntaban dónde podían estar los niños, dónde se encontrarían los pobres niños perdidos… pero los niños no estaban perdidos, estaban muertos. El hombre que vendía globos les había aplicado el método. El método no era sangriento, no dejaba rastro y resultaba sencillo: los niños iban a la esquina a comprarle un globo, uno de esos inflados con helio que flotan en el aire y que hay que llevar atado de un cordel para que no se escape, y si el hombre que vendía globos veía que la calle estaba desierta y no había testigos, entonces ataba un cordel en la muñeca del niño con todo el racimo de globos y el niño se elevaba del suelo por el poder ascensional del helio y subía por encima de los árboles, por encima de los edificios, por encima de las nubes hasta que sólo era una mota en el cielo, se alejaba de la Tierra hasta que la Tierra era sólo una mota en el cielo y vagaba en el oscuro y frío espacio, solo y desamparado, hasta que moría de sed y de hambre y su carne se descomponía y sólo quedaba de él su pequeño esqueleto flotando sin rumbo por el espacio colgado su descarnado brazo de una docena de globos.

Nadie sospechaba del gitano que vendía globos… nadie, salvo yo. Por un proceso inductivo muy sencillo había descubierto al asesino y su metodología. El proceso inductivo partía de una verdad incuestionable: el gitano era muy malo, ergo el gitano era el asesino; una demostración elemental, irreprochable e irrebatible. El método era únicamente una consecuencia natural y atroz de su profesión, si hubiera sido carnicero, y no vendedor de globos, el método hubiera sido distinto.

Sé que no es necesario que lo diga, pero lo voy a decir: yo sólo era un niño de seis años y no sabía nada de la ley de la gravedad, ni de la atmósfera, ni del vacío del espacio… nada sabía de esos detalles que podían desbaratar la trama de mi cuento. Para mí el método era tan posible como amenazador, esa muerte era horrible porque era real. Cuando era pequeño un angustiante sueño me perseguía, al principio no tenía nada de extraordinario, soñaba con una escena cotidiana, podía estar en el parque o dando un paseo por la calle, pero en seguida presentía que algo iba a ocurrir; sutilmente una fuerza me atraía, una fuerza invisible e irresistible tiraba de mí hacía arriba, levantando mis pies del suelo. Trataba de agarrarme a algo anclado en el suelo, un árbol o un banco, pero la fuerza antigravedad tiraba de mí de forma invencible y me soltaba del ancla a mi seguro mundo y me empujaba hacía arriba y me hacía subir y subir cada vez más y yo dejaba de ver mi casa y dejaba de ver mi barrio y me llevaba muy lejos y cuando estaba a punto de perderme en el espacio me despertaba y sentía en el estómago la misma sensación que cuando bajaba por el tobogán. Ese sueño se me repetía a menudo, quizá un psicoanalista o un taumaturgo lo hubiera interpretado de alguna manera, pero para mí sólo era una pesadilla, aunque una muy angustiosa y terrible. Cuando me despertaba me daba por imaginar lo que sucedería si hubiera seguido subiendo y llegara hasta el espacio y no encontrara allí a nadie, y me quedara solo y desamparado, lejos de mis padres y de mis hermanos, sin agua, sin comida y sin camino de vuelta, y volvía a sentir tanto pánico y tanta angustia que me hacía estremecer debajo de las mantas.

El maléfico gitano, como todas las personas perversas de verdad, odiaba a los niños y su plan era exterminarnos, aniquilarnos a todos sin ningún motivo, simplemente por su naturaleza maligna. Yo —el del cuento, que era yo, pero más valeroso— no podía dejar que los niños siguieran desapareciendo e ideé un plan temerario para enfrentarme a él. Fabriqué una cerbatana casera, me llené los bolsillos de proyectiles y una tarde que amenazaba tormenta y el cielo estaba oscuro de tantas nubes y las calles desiertas pues todos se habían metido en sus casas para refugiarse de la lluvia inminente, fui a la esquina donde el gitano vendía globos y le compré un globo colorado. Él sonrió, miró a un lado y a otro de la calle, y ató un cordel con tres nudos a mi muñeca. Sentí como un montón de globos me impulsaban hacia arriba, pero antes de subir muy alto agarré al gitano del cuello de la chaqueta y lo arrastré conmigo por el aire. El gitano se debatía, pero lo tenía bien agarrado. Cuando flotábamos por encima de los edificios de siete pisos lo solté y cayó agitándose hasta el suelo. Luego fui explotando los globos uno a uno disparando los proyectiles con mi cerbatana y aterricé suavemente en un descampado cerca de mi barrio. Empezaba a llover y me apresuré para llegar a casa. Fin.

El cuento por fuerza tenía que terminar bien, los niños dejaron de desaparecer y la paz y la tranquilidad volvieron al barrio. Que encontraran el cadáver del gitano con el cráneo partido no importaba a nadie y no incumbía al cuento. Yo, por mi parte, dejé de tener esa pesadilla que me perseguía y dejé de escribir cuentos, pero sólo por una temporada.

 

FIN

 


 

 Manuel Moreno Bellosillo. Nacido en Madrid en 1973. Estudió Humanidades en la Universidad Autónoma de dicha ciudad. Tiene un puñado de poemas y cuentos dispersos en diversas publicaciones. Del género mixto negro esperpéntico y ciencia ficción ha publicado en Internet, bajo el seudónimo de Horacio Hellpop, una novela titulada El Hombre orquesta sobre un mundo preapocalíptico como el actual. De ciencia ficción ha publicado en la antología Visiones 2012 un cuento titulado La sonrisa de Mickey Mouse y en la antología Distopía de Cryptshow el titulado Moonwalkers, así como varios otros cuentos y numerosos microrrelatos.

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📩 Contactar con el autor: mmbellosillo [at] hotmail [dot] com

🖼️ Ilustración: Fotografía en Pexels-photo, ref.ª 221361 [public domain]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) • n.º 100 • septiembre-octubre de 2018 👨‍💻 PmmC

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