relato por
Rodolfo Ruiz Vázquez

 

B

urocracia, trámites bancarios y procedimientos legales asfixiaban a Zenón Jicote. Los paladines del respeto y la inclusión emprendían campañas contra el lenguaje discriminatorio, pero para Zenón no había expresiones más abyectas y ofensivas que la dichosa comisión anual del trece por ciento, la señorona cláusula para efectos del presente contrato, la refitolera en conformidad con la normativa vigente y otras vulgaridades de esa índole, que a sus oídos sonaban peor que un cuchillo al cortar un cubo de unicel.

Era crítico de arte. Sibarita y célibe, arremetía contra el sistema que lo alimentaba. El embate comenzaba con el desaliño. El pelo alborotado frisaba la delgada línea entre el desgaire del genio y la dejadez del alcohólico. Usaba pantalones holgados, camisas desfajadas y con lamparones y zapatos de un aspecto tan cómodo que, de no haber sido por las hebillas, la gente habría creído pantuflas. Por la barba de chivo, muchos de sus colegas le adjudicaban principios trotskistas, cuando en realidad el reparto igualitario de bienes le parecía absurdo; si no se rasuraba era por pereza.

Su apariencia astrosa se trasladaba al hogar. Recorrer la sala y el comedor evocaba el tortuoso extravío en algún dédalo: los libros y cuadros que había adquirido en más de tres décadas erigían altas paredes, y éstas a su vez formaban estrechos pasillos que aprisionaban al eventual visitante. Las alfombras cochambrosas, los muebles polvosos y el sarro amarillento en los escusados daban fe de que nadie había hecho el aseo en muchos lustros; varios incunables y un Gauguin lo prevenían contra la servidumbre, proclive, en su opinión, al latrocinio.

Pero los mayores triunfos jicotescos dimanaban menos de la lucha que de la evasión, cuando, durante el análisis pictórico, se emboscaba en una obra y dejaba pasar al enemigo siglo de frente, sin dignarse a atacarlo. De todos los géneros, prefería el paisaje por su capacidad de transportarlo a una realidad distinta, al espacio físico representado en el lienzo. Las grandes perspectivas le inspiraban una sensación de libertad, como si, con la velocidad con que sus ojos recorrían el cuadro, su ser fuera y viniera por las calles del pueblo o por el sembradío representado en el óleo.

* * *

El lunes, en su visita al banco, Jicote se sintió oprimido por los focos de halógeno que chirriaban sobre su cabeza. El zumbido de las fotocopiadoras y el tlac-tlac-tlac de los teclados acentuaban su malestar. Se respiraba un aire aséptico reminiscente de las papelerías, un perfume de cifras horneadas que le provocaba un aburrimiento cercano al sopor.

Mas no bien se hubo sentado frente a la ejecutiva de servicio, la murria cedió al arrobamiento. El marco descansaba sobre el escritorio. La imagen, amplificada, mostraba un brindis en un comedor común y corriente. Por entre varias cabezas, la empleada asomaba una sonrisa eufórica.

Hasta ahí, nada extraordinario. Y Zenón, en efecto, miraba allende las caras brillosas tanto de la empleada como de los contertulios, cautivado no por la anodina escena tan común al pasatiempo fotográfico, sino por el paisaje que colgaba de la pared del comedor, y que en la fotografía quedaba reducido a un rectángulo de diez por ocho centímetros: un sembradío bajo el atardecer, en un entorno claramente selvático. Las nubes rosas y amarillas estaban aplicadas, aparentemente, con empaste. Los tonos eran tan intensos que a Jicote, dejándose llevar por la imaginación, se le revelaron como nubes-origami fabricadas con retazos de cómic. Una cabaña se erigía a un costado de la parcela, y un colorín sembrado al pie de la fachada era una esponja que aplicaba rouge al muro blanco. Atravesaban el cielo, de un rojo ígneo, aves de plata que cualquiera habría supuesto cometas emplumados.

Zenón se imaginó viviendo ahí, al interior de la pintura, lejos de los intereses nominales que la empleada cacareaba con una boquita primorosamente roja. En la placa de metal sujeta a la solapa del saco se leía el nombre: Aranza. Pero él no tenía ojos más que para el cuadro, y si había vuelto a pedirle que le explicara, por tercera vez, los interesantes provechos de la chequera electrónica era porque quería seguir teniendo una excusa para estar sentado ahí, frente a la foto donde se apreciaba uno de los óleos más bellos que había visto en su vida.    

Ella seguía hablando, y Zenón alentaba la exposición no carente de digresiones asintiendo levemente con la cabeza. Pero al fin la ejecutiva se quedó sin adjetivos para ponderar las virtudes de la famosa chequera, se creó un silencio incómodo, y Zenón se vio obligado a despachar el trámite y a despedirse. Camino de casa, maduró una estratagema.

II

¿Por qué la veía así? ¿Sería por lo del kleenex? Todos sabían que Jonathan era medio freak: nunca comía con los demás, no iba a los convivios navideños y durante la jornada no se dirigía a sus compañeros si no era para tratar asuntos estrictamente laborales. Nunca sonreía. Y eso tampoco había cambiado. Seguía tan agrio como siempre. Pero ¿por qué la miraba así, con esos ojos escrutadores y por momentos turbios? No es que estuviera feo, pero tampoco era un galán, y esa mirada le recordaba las que la habían espiado desde los balcones en Puerto Príncipe, en una visita relámpago por motivos de trabajo: una mirada hambrienta e inyectada de rencor.

Jonathan era moquiento. Era una más de sus particularidades, conocida por todos en la sucursal y tema de burla. ¿Y acaso a ella la endurecía un corazón de piedra? No. Por eso cuando, discutiendo sobre la tarjeta robada de un cliente, Jonathan comenzó a aspirar con la nariz, snif, snif, cual si tuviera catarro, y cuando hurgó desesperadamente en sus bolsillos sin hallar un implemento para contener las viscosas excreciones, ella se apiadó y le dio un kleenex que se asomaba de su bolso. Y, como unas horas antes había cometido el pecadillo de una bolsa de pistaches y se había limpiado los labios, el pañuelo lucía una mancha de bilé y con toda probabilidad llevara pedacitos de comida.

Solo se dio cuenta de la metida de pata cuando Jonathan ya se había dado la vuelta bruscamente, sin agradecerle y sin sonarse. Y la pregunta era si este tipo raro, este hombre adusto y antisocial, había interpretado en el ofrecimiento de un kleenex con trozos de pistache y embarrado de bilé una afrenta. Mira, pedazo de mierda, con este pañuelo sucio te quiero comunicar la repugnancia que me inspiras. ¿Se había ofendido? ¿Planeaba desquitarse? No se sentía a gusto con él. A lo mejor podría pedir un traslado. ¿Pero por qué? Ella no había hecho nada. Si alguien debía irse, era Jonathan, con su mirada de haitiano rencoroso. A lo mejor valdría la pena aclarar las cosas. Frente a frente. Tal vez mañana…

En ese momento Aranza vio aparecer al cliente del día anterior, aquél que tanto interés había manifestado por la chequera electrónica. Y, mientras que en su visita de hacía menos de veinticuatro horas había mostrado un aspecto descuidado, sin peinar, con una camisa demasiado grande y unos pantalones surcados de arrugas, hoy vestía un traje negro inmaculado, y el pelo había sido domeñado por una discreta pero persuasiva capa de gel. No era un adonis, pero vaya si sabía sacarse provecho.

La pregunta surgió de inmediato en su mente: ¿a qué se debía metamorfosis tan radical? Y la respuesta se la dieron los chiflidos de Angie y de Lucre, las muy cabronas. Volteó a verlas con odio, y de soslayo cachó a Jonathan espiándola detrás de un gabinete. No pudo evitar sonrojarse. Era obvio: Jicote le estaba echando los perros, o estaba a punto de echárselos, o más bien deseaba reanudar la echada de perros que había comenzado la tarde anterior. ¡Claro, por eso le había hecho tantas preguntas! Y aunque se sintió ligeramente acosada por el cliente, al mismo tiempo experimentó el suculento aguijonazo de la vanidad.

—Buenas tardes, señorita.

—¿Qué lo trae por aquí, señor? —se contuvo en ostensible reserva.

Jicote declaró que finalmente se había decidido por la chequera electrónica. Un poco decepcionada, con entusiasmo fingido Aranza empleó la fórmula de rigor para estos casos, felicitándolo por su buen gusto. Sin haber notado la mueca con que el elogio fue recibido, se entregó al papeleo. El procedimiento duró quince minutos. Terminado el cual, al umbral de un silencio replicado de la tarde anterior, el crítico de arte se rascó la frente.

—Ayer no pude sino echar de ver la magnificencia de… —«De mí», pensó Aranza con una sonrisa. Jicote carraspeó y señaló la foto—: ¿Es suyo ese cuadro?

Angie y Lucre, situadas detrás de una de las tres mamparas que formaban el cubículo de la ejecutiva de servicio, soltaron una risa diabólica. Aranza volvió a ruborizarse. Si se hacía güey… Seguro era de los tímidos. Había que darle chance.

—Lo compré en Haití. ¿Le gusta?

Jicote desvió la mirada. La ejecutiva disfrutó el bochorno que, a su parecer, el cliente estaba pasando a causa suya. Lo que aún no le quedaba claro era si el tal Jicote le agradaba o no.

—Me fascina.

La intensidad de los silbidos que se escucharon a continuación trajo a la memoria de Aranza el chirriar de papagayos que la despertaba cada mañana en el hotel en Puerto Príncipe.

—A mí también —y las culeras volvieron a reírse.

—¿Tiene título?

—En la parte de atrás, el pintor puso «Atardecer de fuego».

Jicote le entregó una tarjeta de presentación.

—Soy crítico de arte y coleccionista. Disculpe mi atrevimiento… ¿Me permitiría visitar su casa para observar de cerca la obra?

Aranza volteó a ver a Angie y a Lucre. La segunda separó las manos considerablemente, en indicación de la medida que, a su juicio, Jicote debía llevar entre las piernas. Aranza se mordió el labio, miró la tarjeta y dijo que le llamaría. Jicote se despidió y salió del banco. Angie volvió a chiflar, y Lucre hizo el gesto de golpearse el mentón con el puño. Jonathan había desaparecido.

III

Pensó que un ramo de flores sería una excelente forma de demostrarle su agradecimiento. Eligió un ramo de lirios. Aún no sabía si era casada o soltera, si vivía con sus padres o con una madrastra explotadora; cualquier punto relativo a su vida privada no podía importarle menos. Él quería el cuadro y, desde que salió de casa, se puso a practicar la exhortación con la que pensaba ablandar la guardia de la ejecutiva.

Decidió ir a pie. Era sábado, y hacía un clima agradable. Sintió que lo seguían. Creía escuchar pasos a sus espaldas y, cuando miraba sobre el hombro, se le figuró ver la misma silueta en varios tramos del recorrido. Pero pronto concluyó que estas impresiones paranoicas nacían de la culpa, pues en breve ofrecería a Aranza una cantidad ridícula por un cuadro que en el futuro podría valer millones.

Llegó puntual a la dirección indicada. Tocó el timbre y esperó. Árboles con flores rosas delineaban la calle. El viento esculpía las nubes, un museo aéreo en continua transformación. Los pájaros cantaban bajo la fronda centelleante. Oscuros cipreses cabeceaban junto a una barda blanca. A través de una reja, vio a una familia comiendo en una mesa de jardín. La jacaranda era un algodón de azúcar que el viento deshilachaba sobre el mantel.

El espíritu de Jicote armonizaba con la serenidad de la colonia, y el rostro sonriente de Aranza al abrirle la puerta acentuó las buenas impresiones estéticas que se había llevado hasta el momento. Le entregó el ramo y, sin dar importancia al rubor de la ejecutiva, la siguió al interior de la casa.

Todas las bondades del exterior se transformaron en agresiones cromáticas al pasar al living. El mal gusto de los muebles, la estridencia de los tonos de paredes y alfombras y las baratijas que reposaban sobre mesas y burós lo hicieron regurgitar de asco. Y por descontado le diera el patatús si, presidiendo la mesa ovalada del comedor, que estaba contiguo al living, el cuadro del sembradío al atardecer no le transmitiera una calma celestial.

Así, en vivo, la obra exponenciaba su belleza. Medía aproximadamente dos por uno y medio metros. Jicote apreció la sutileza con que habían sido aplicadas las manchas anaranjadas del colorín, o las pinceladas rápidas, de corte cubista, con que el pintor había dado vida a las hojas de las palmeras. Merced a la luz generosa que entraba por la ventana, distinguió las capas de rojos que conformaban el cielo, y los trazos esquemáticos que representaban a las aves.

A riesgo de sufrir el síndrome de Stendhal, Jicote ocupó un sillón y dejó escapar un suspiro.

—Una obra maestra.

—Se lo compré a un pintor ambulante —explicó Aranza al tiempo que metía el ramo a un jarrón.

—¿Sabe quién es? —y, ante la negativa de ella, añadió—: ¿Estaría dispuesta a vendérmelo?

Aranza dio un paso al frente. Una insistencia de lince en los ojos que lo confrontaban no obstó para que su atención, volcada casi enteramente al cuadro, los relegase en calidad de percepción periférica. Sin ser una obra realista, en cierto modo era más real que el mundo que lo rodeaba, que este living de mal gusto, que la calle serena y las nubes en continua transformación: un paraje que lo seducía y con el que él se sentía identificado, una tierra prometida que le había tomado toda una vida encontrar.

Por la ventana abierta se colaba la brisa. Un árbol pintaba lunares dorados y bailarines sobre las cortinas undosas. En el jardín vecino, la jacaranda llovía góndolas moradas en el consomé. Una campana de iglesia repicó clara y penetrante. Una corneta tocó una fanfarria desarticulada, y una niña de las que ocupaban la mesa de jardín en la casa de enfrente se rió. Diríase que, con el tañido, con la fanfarria y con la risa, la realidad reclamaba a Zenón. Con todo, las pupilas nubosas del crítico estaban clavadas en el Atardecer de fuego, y sus oídos solo atendían a la imaginada conversación que sostenían entre sí los pájaros de plata.

Y también comenzó a oír a Aranza como a lo lejos. La voz difusa se refería a la verdadera razón de su visita, a que no era tonta, y a otras banalidades que le entraban por un oído y le salían por el otro, porque el cuadro cada vez lo absorbía más, lo hacía parte de sí mismo, lo atrapaba…

* * *

Estaba en el sembradío, rodeado de selva, nubes rosas y amarillas y pájaros de plata. Se hallaba al interior de la pintura que, desde el primer instante en que la viera, lo había cautivado. Él mismo estaba hecho de manchones de pintura. Era pintura. Primero se dedicó a explorar su nuevo mundo, deleitándose con el canto de las aves tropicales y el arpegio de una cascada que caía desde un peñón. A diferencia de lo que de ordinario le hubiera sucedido a él, un hombre sedentario y endomorfo, al corretear sin rumbo fijo no se fatigaba en absoluto, no crecían la sed ni el hambre. Era una mariposa de vapor arrastrada a capricho por el viento, despreocupada de subsistencia, de contribuciones fiscales, de la dichosa comisión anual. Eso había quedado en el olvido. Ahora tenía una cabaña de espumoso blancor, para él solo, y una hamaca en el porche para arrullarse y perderse en la contemplación de esas nubes color tebeo. Era feliz.

IV

—¡Zenón! ¡Despierta, con una chingada!

Pues no. El hombre estaba ido. ¿Le había dado un infarto? Su corazón latía a un ritmo normal. Respiraba con la placidez de un abuelito en la siesta sabatina. ¿Debía darle respiración de boca a boca? No, eso solo era con los ahogados. Además, una cosa era que ella le hubiera declarado, en su primera cita, si así podía llamársele a esto, que él también le gustaba, y otra que se le aventase a las primeras de cambio. Podía malinterpretarse. Creerás que de lo urgida que andaba… Ya las veía, a Angie y a la Lucre, diciendo que la muy puta le había puesto el hocicote encima. ¿Había caído en coma? ¿Debía aplicarle un pañuelo con brandy a la nariz…?

Un ruido la hizo voltear. Ahí, plantado frente a la ventana, Jonathan la encaraba fijamente, la silueta recortada contra la luz de la tarde. Las cortinas ondeaban a sus costados como las alas de un ángel vengador. Sobre el alféizar blanco, a un costado de la silueta humana, se alcanzaba a ver una pisada color carbón: el vecino ya le había recomendado que pusiera alambre de púas. Sintió un espasmo de terror, y fue consciente del gesto idiota en que se agruparon sus facciones.

—¿Qué…? —haces aquí, habría querido continuar, pero la frase se quedó trunca en la garganta.

Jonathan avanzó. Ella retrocedió hasta la pared de donde colgaba el cuadro, acorralada por su propia casa y por el raro de la sucursal. La pintura quedaba justo a la altura de su cabeza: podía sentir el marco contra la nuca. Jonathan apretó los dientes y:

—¿Por qué me traicionaste? —gimió. Aranza arqueó las cejas—. ¿Me hiciste volar, y ahora me cortas las alas?

Jonathan sacó algo blanco y volátil de su bolsillo, cuya blancura violentaba un estridor sangriento. El kleenex con la mancha de bilé. Y en ese instante Aranza comprendió la verdadera causa de las miradas incisivas en el banco.

—¿Esa mierdita? ¡Era para que no te tragaras los mocos!

—Una mujer no le da un pañuelo impreso con sus labios de coral a cualquiera…

Aranza lanzó una carcajada que estremeció a Jonathan.

—¡Pendejete! Has leído muchas novelas rosas.

—¡Meretriz!

—¡Bájale, cabrón! —pero apenas lo hubo dicho, se arrepintió, pues Jonathan avanzó hacia ella con paso firme e intimidante—. ¡Pinche Jicote, haz algo! —se dirigió al comatoso, pero este no hizo más que devolverle una sonrisa plácida, la sonrisa de quien sueña con un mundo feliz.

Jonathan se detuvo a un metro de ella. Tiró el pañuelo y lo aplastó sobre el parquet. Su mirada torva propendía a un macabro estrabismo. Del bolsillo interior de la gabardina, extrajo un termo metálico y lo destapó. Fue tan rápida la deducción mental de Aranza que, cuando Jonathan gritó ¡mala hembra! y le arrojó el ácido a la cara, ella ya había hecho un drible descendente a la manera de una boxeadora, para enseguida escabullirse indemne hacia su habitación. Y apenas hubo puesto el seguro, escuchó un grito de dolor que parecía venir de muy muy lejos.

 


 

Rodolfo Ruiz Vázquez (doce de abril de 1987, Ciudad de México). Narrador. Su trabajo ha aparecido en las revistas Punto de Partida, Punto en Línea, Narrativas, Nocturnario, Marabunta, Almiar, Primera Página, Kopek, Bitácora de Vuelos y Codalario..

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🖼️ Ilustración relato: Fotografía por Free Photos / Pixabay [dominio público]

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero)  n.º 124  septiembre-octubre de 2022

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