exposición de fotografías
Juan Peláez Gómez
S
iempre me han intrigado. Sí, los contactos. También un sentido misterioso, el tactar. Lo asocio a oler al otro a distancia, a gustar su emoción, a ver sus reacciones.
En este proceso de investigación del espacio que me rodea me surge una cuestión. ¿Con qué exploro y me investiga a mí lo que me rodea?
De repente, los ojos animales, telúricos, aéreos, brutales, tiernos, depredadores, ensoñados, evaluativos me traen el aroma de una posible respuesta.
Desplegaré, sin tacto, planteamientos disgregados de cualquier lógica. Tal vez al final los integre con un ‘con’. Veremos si es posible. O se quedarán en miradas enloquecidas hacia un tema tan trascendente como el contacto. Veremos o tactaremos, aún no lo sé.
Leí que si deseaba escalar un conflicto con alguien, era sencillo. Debía solo dirigir una mirada poderosa a su ojo dominante. ¡Caray! Descubrir que un toque sutil de algo invisible, surgido de mis pupilas, podía llevarme a un pugilato enfebrecido con mi interlocutor. Me alarmó. De la vista a las manos. Qué miedo.
Recordé los siesteadores reportajes de la tele. Los que empleo como «yoga ibérico». Me sirven para contactar con mi yo más profundo en el fondo de una siesta alucinógena que me sucede siempre tras la comida. Por eso he odiado siempre las citas de «negocios» en torno a una mesa. Y al terminar ¿qué?, dónde me echo la cabezadita… Porque ésta es la fuente de inspiración de alguno de mis más delirantes e iluminados descubrimientos. En ese duermevela, una tarde entreví en la pantalla cómo los lobos evitan la mirada del otro, porque saben que enfocarse en las bolas de fuego tras los párpados del macho dominante lleva a un castigo nada desdeñable.
Saben que, mirar sin tacto, conduce a un contacto que puede acabar en urgencias o en la morgue.
En este afán indagatorio me dediqué a fotografiar, con interés académico, diferentes animales. Con humanos es más complejo. Me toman por entrometido o perverso. Sobre todo si son señoras, se resisten a estas exploraciones. Y descubrí cómo, los animales, me tocaban con sus sensores. Unos, evaluaban mi distancia a ellos para salir huyendo. Otros, la misma longitud de pasos para hacerme salir en estampida. ¿Qué no? Mira la foto del gorila. Algunos, creo, sopesaban la cantidad de carne que podía obtener al depredarme. Para otros el que, sin distinguirme de otros humanos, al igual que me ocurre a mí con los integrantes de otras razas, fuese otro más que le intenta dar caza, la lata, encarcelarle o disparar con uno de esos aparatos que captan su alma para llevársela enlatada a su ordenador.
Y de ahí, en un proceso de dispersión y estado alterado de consciencia, aparece el otro humano en mi horizonte de observación. ¿Cuántos políticos me evalúan como carne para sus votaciones? ¿Cuántos otros seres de mi misma raza me intentan calar para saber si soy un posible cliente al que endosar un producto? Los hay que intentan no distinguir mi singularidad para meterme en la uniformidad de consumidor, número de la Seguridad Social, número de carnet de identidad, usuario, enfermo… todo menos algo que tiene un nombre, apellidos y es una maravilla de la supervivencia. Yo, tú que me lees, el otro que tiene un nombre y apellidos y vive junto a ti, Margarita que va a tu ventanilla, Eduardo que utiliza el servicio de salud que le ofreces, Oyun que se juega la vida en una patera…
Así, mi mente como herramienta de mi cerebro, se sigue desperdigando. ¿Qué diferencia existe entre esos ojos de animales y los de mis congéneres?
Las imágenes me permiten acercarme reverente a ellos. Les doy las gracias por su aprendizaje. Caigo en lo más profundo de su tacto invisible. De esa energía que nos une al uno con el otro. ¿Tendrán las plantas ojos? ¿Y las rocas? Ya, ya me dirá usted, pues no, está claro. Que pregunta tan chusca y carente de sustancia intelectual. En fin, es que uno no da más.
Resulta que mi manera de interactuar con el mundo, mi antena de descubrimiento es el ojo. Aprendí de Arsuaga que los perros lo hacen a través de moléculas, de tener un gran archivo de olores, lo mismo que yo las tengo de imágenes. Ellos reciben el entorno, a mí, al otro, a través del olor. Sea como fuere, volviendo a ese momento de iluminación mental que me sobreviene en mis siestas, ¿Qué es lo importante? Me llega en una pregunta de coach. El tacto, el cuidado. Sea como fuere que descubro, interactúo con el otro, la clave es el ‘Con’, que sin ‘tacto’, es destructivo, abusador, invasivo, egoísta, interesado, sobador. Si añado la minúscula y humilde preposición, llega el respeto, el descubrimiento, el enriquecerme, el crecer, el crear vínculo.
Sencillo.
Descubrí, gracias a esas miradas de los animales, añadir algo que me ha cambiado la existencia. Es poner, en cualquier relación con cualquier ser vivo o inanimado de mi entorno, un conjunto sencillo de tres letras, c, o y n. Así coherente, orgulloso y noble avanzo mucho mejor por la existencia y con los otros, sean animados o inanimados, visibles o no.
Ellos reciben el entorno, a mí, al otro.
Juan Peláez (enero de 2021)
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Juan Peláez Gómez. Nació en Madrid en el seno de una familia relacionada con el mundo de la escritura y el periodismo. Periodista, es titulado en la Escuela Diplomática de Madrid; realizó varios máster en Políticas de Cooperación con América Latina y en Periodismo y Educación.
🌐 Web del autor: https://juanpelaezescritor.wordpress.com/
👁 Otras obras del autor (en Revista Almiar):
▫ La fuerza de todos los nombres (relato)
▫ Montañas de la montaña (fotografías)
▫ Sinfonía de pájaros (fotografías)
▫ Reflejos en San Francisco (fotografías)
▫ Mujeres en Irán (fotografías)
Ilustraciones: Fotografías por Juan Peláez ©
Revista Almiar – n.º 114 / enero-febrero de 2021 – MARGEN CERO™
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