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La fuerza de todos los nombres

Juan Peláez

Allí a la lluvia la nombraban de otra manera. No se veía apenas el otro lado de la carretera. Ni siquiera el fango de la calzada. Todas ellas miraban los árboles próximos que se silueteaban sobre el fondo gris. María da Soledades, Lucia Angelica, Isabeliña do Santos Mares y Maola as Fungairiños i Ascensión, todas ellas mujeres, ninguna, pese a la apariencia de sus nombres, monja. En otro lugar se podrían haber llamado la Vane, la Mari, Lulú, Mimí, Wollena o Maogorzata. Pero ninguna la madam, patrona o jefa, porque esa sólo existe una en cada plaza y en este caso era María as Fundaciones.

Se detuvo en ese nombre. Su amigo deliraba cuando lo había escrito. Sonrió por eso y porque su mujer e hijos se habían ido. Tenía un fin de semana para él solo. Tal vez cogería su macuto y se iría monte adentro, como hacía años. O visitaría la feria del libro a la búsqueda de nuevos universos en los que deleitarse. O, miró el montón de ropa seca, plancharía. Después pondría en orden la casa, fregaría los platos, prepararía el hogar para que cuando su esposa regresara el domingo por la noche, encontrase la casa impecable y la discusión fuera pequeña.

Las nubes bajas se pegaban al cristal. Sin brillo y con suciedad dejaban chorrear el aguacero sobre la ventana.

Pensó que las tareas al menos podían esperar media hora. Volvería a las mujeres del relato de su colega que, además, se había comprometido a terminar.

Sobre la baranda, María as Fundaciones sabía que durante aquella jornada no tendrían ni una visita. La carretera empantanada bloquearía los camiones más abajo de río Caganceiros.

No le gustaba tener a las chicas paradas. Se reactivaban las rencillas y daban comienzo las peleas. Haría lo de siempre. Jugaremos a los nombres. Se alborotaron.

Isabeliña do Santos corrió entrefofando los muslotes adentro de la casa. De un salto apareció con la guía de teléfonos. ¿Quién comienza? Respondieron que yo, que yo, que yo y ella se abrumó con el cacarerío. Tú Angélica que ayer hiciste más y mejores servicios que las otras zanganonas. La chica sacó una sonrisa de su bocota gordezuela salpicadita de quizá una viruela lejana. Las demás rechinaron los dientes pero callaron las lenguas. La mano de la jefa era larga.

La señora tomó el libro. Las miró a todas. Hasta la lluvia simuló calmarse. Entonces cuando atisbó por la ventana, Madrid pareció más cerca de El Escorial. La idea de la guía de teléfonos y de las chicas no sabía a qué desenlace le dirigiría. Seguro que la mujer abriría el libro como si fuese un incunable y tras suspender su mirada en la chica, ¿qué letra deseas? Porque madam sabía que el inicio de cualquier creación empezaba por una pregunta. Por eso en sus dictaduras, los dictadores sólo desean que sus gentes pregunten cada vez menos. Así no habría nombres que tirados por un verbo hicieran un seremos ricos, construiremos una casa y no tendremos hambre. Un religioso le aseguró que primero fue el verbo. Pero ella sabía que sin un nombre que tirara de la acción servía sólo para hacer los caminos más intransitables. La ese dijo e interrumpió así pensamientos. Todas se sobresaltaron. No sabían leer y cualquier letra que hubiese dicho las habría sobrecogido. Se escondía una gran magia en saber descifrar aquellos trazos sobre las hojas. La vozaronca de la dueña se quedó quieta antes de pronunciar el nombre. Salió pegado al dedo sobre un renglón, Santiago García Robles, calle de la Esperanza, veintitrés. Vamos Lucia Angélica.

La chica miró a la selva y al fangal de la carretera que aquel día detendría el negocio. Se deleitó en el único frescor de la tarde que permitía un respiro antes de que la lluvia se parase. Luego el calor volvería. Las pieles se salarían de las aguas pegajosas de cuerpo adentro y la selva regurgitaría sus manadas de mosquitos. Con ellos llegarían los camioneros, los garimpeiros, los taladores, los milicos y puede que algún alcalde. Así que aprovechó su momento.

Santiaguiño será un hombre fuerte, con el brazo como la pata de un tigre. Todas rieron complacidas por el inicio de la descripción. Llegará con un carro blanco, con música que retumbará en toda la selva. Aparcará ahí mismito. Señaló el barrizal profundo frente al galpón. El resto de sus compañeras miró y lo vieron. Tan hombracho, tan poderoso. Con ojos caramelo bajo cejas frondosas del más frondoso árbol de caoba. Las miraría. Pero Angelica las sacó del ensueño, porque aseguró que diría, ven, señalándola con un gran ramo de flores que la apuntaría como una lanza. Con los colores de los capullos mataría al monstruo sucio de los calores, barros y lluvias. Ella iría, transamazónica adelante hacia París. Jamás más machos en su vientre. Toda ella para todo él. Porque le había creado. Era su golez o golem, no recordaba bien. El ser de esa historia que le contaba siempre el judío de Rio Baixo, tras montársela, porque a ella le gustaba oírla. Allí en Praga en la Europa de sus padres, los rabinos creaban a los seres. Les daban un nombre de cuatro letras. Sólo con pronunciarlo, una estatuilla de barro tomaba vida.

Qué sosa, la recriminó María da Soledades cuando se paró ahí. Hay que contar lo que te hará, si os casareis y la ceremonia y cuántos hijos, carros, joyas y casas.

El aguacero las trastornaba los flujos. Como cualquier mujer hechas para y por los líquidos, las aguas, lunas las revolvían las entrañas y las tornaba farrucas. La madam intervino. Cada una cuenta lo que quiere. Y aún le queda otro nombre que puede escoger. Todas miraron la guía. Ajada de tanto manoseo, guardaba aún cientos en sus páginas grises. En ellas una lluvia de tintas lejanas había dejado el regalo de puertas imaginarias a direcciones y apellidos de seres que podían ser suyos con sólo describirlos.

Y él tendría que terminar aquel relato fruto de una malaria mental de su amigo en pleno Madrid. Aquellas chicas no sabían que los golem se destruyen con sólo soplarles el nombre que llevan escrito en la frente. Tan fácil era romper la imaginación creada. Sin embargo, tuvo que reconocer que la idea le atraía, tenía posibilidades. Construir un alguien, incluso otro alguien diferente a él mismo. Como un Miguel Ángel que después de terminarla, pegase un martillazo en plena estatua y dijese, habla. Y con el habla llegara la vida. Así as Fundaciones pronunció otro nombre, Santiago Ruiz, calle de la Corriente sin número. Qué bonito, salió de todas las bocas. Rodearon a aquel hombre de belleza. Les recordaba los tangos de amores trágicos y callejas con números inexistentes.

Santiago Ruiz vino un día. Complació más a sus compañeras. Madam le dijo que podía escoger a cualquiera de vosotras excepto a mí. El día anterior había trabajado veinte servicios y la señora, que es muy buena, no deseaba agotarme. Pero él insistió, la quiero a ella. Lo dijo con una voz tan hombruna que ninguna mujer del mundo habría podido resistirse. Pagaré lo que sea. Sacó una cartera llena de cruceiros. Llenita y tiró un montón sobre la mesa. Así, moviendo la mano, como si el peso de tanta plata fuese una simple ventolera. Los billetes se esparcirían en la mesa y vendría a mí. Yo sabría que Santiago Ruiz era el hombre que esperaba. Me haría un hijo después de dejarme más satisfecha que ningún otro. Y diría, volveré a por ti y por lo que te dejo dentro y vendréis a mi hacienda, llena de criados. Tendrás tantas joyas que tus dedos se romperán del peso y todos te dirán la señora. Miró lejos, más allá de las cortinas de agua. Esperaba que Santiago Ruiz dejase su casa del portal sin número para corriente abajo dejarse llevar y cruzar la selva. Marcharía sobre el barro de la gran carretera y con unos zapatos impecables, como un milagro, se le pondría delante para sacarla de la casa. Con el permiso de doña María as Fundaciones. Y se volvió a la madam que se sintió agradecida de ver que respetaba su autoridad y sonrió.

Tanto como él. Imaginó a las chicas frente el libro. Los sueños que debían sobrevenirles con aquellos hombres que colmaban sus deseos. A él también le gustaría que fuese tan fácil. Le pareció que le gustaría llamarse Mario y no Salvador. Sonaba a emperador romano, a mármol fuerte y noble. A un ser independiente tomando decisiones para la humanidad entera. Un erudito, es más, un sabio benévolo capaz de compartir sus conocimientos. Un gran médico salvador de vidas. Un negociador de conflictos que con el suave chirimiri de sus palabras apagara guerras y rencores. Le encantaría mirar esa guía y encontrar a Mario Salvatierra. Un hombre de palabra certera. Un escritor filósofo, con viajes miles en sus ojos. Amado por sus amigos, deseado por las mujeres, idolatrado por la suya a la vez puta, dama, amiga y compañera.

Le gustaría que fuese tan fácil, con sólo mirar dentro de la guía de teléfonos. Esa que un viajero había dejado en prenda. Se refugió en el tinglado cuando las lluvias del año anterior. Su coche había metido una rueda en el barro y tuvo que esperar para que pudieran arrancarle de la rodada. Y habló con ellas. Encandiló a la madam con sus historias. Le enseñó el libro con los nombres mágicos. Le enseñó a utilizar el directorio de teléfonos. María as Fundaciones aprendió. Primero, encerrada en su cuarto del quilombo probó ella. Bajo la mosquitera consiguió olvidar las cacofonías de la selva. Abrió por una página y leyó, Angel de las Heras. Y como el hombre le había dicho, comenzó a hablar sobre él. Le dibujó hombrote, cariñoso y rico. Al momento de describirle, le pareció verle asomar por el quicio de la ventana. Bella preciosa, mañana partiremos para la playa con la que sueñas. Nunca más una hetera. Habrá bebidas frescas y aguas tan transparentes que aún en el horizonte podré ver tu cuerpo maravilloso. María as Fundaciones, dio por bien empleado el servicio gratis que la negra María da Soledades había dado a aquel hombre. La Guía de teléfonos era un gran libro que todas amaban y por el que proferían un respeto religioso. Incluso Maola os Fungairiños le había cosido un forrito de colores.

La fama se había extendido. Del otro lado de la ciudad se acercaban también las chicas hasta el galpón para encontrar sus hombres. Pagaban medio cruceiro y madam las dejaba escoger hasta tres y si eran asiduas, de vez en cuando, les regalaba uno. Incluso una se había obsesionado con un tal Raúl Rodríguez y cada vez que se acercaba sólo deseaba que la señora le mostrase esa hoja con aquel nombre y apellido. Algunos hombres de la ciudad comenzaban a tener celos de aquellas páginas. Habían amenazado en sus borracheras con quemarlo. El cura en su sermón lanzaba maldiciones sobre el texto, es magia negra. Pero a las mujeres no les importaba. Incluso a escondidas acudían a que les surgiera su ser imaginario.

La lluvia seguía. Volvía más oscura la tarde, más blandos los barros. Nadie ya se aventuraría camino arriba hasta ellas.

Por eso la madam se sintió generosa. Venga ahora a ti, María da Soledades, que gracias a tu cuerpo conseguimos la Guía.

La agraciada gritó como un monillo recién alimentado. Hoy quiero la eme porque he tenido un sueño lindo.

Como tú digas. La gran meretriz dejó pasar las páginas hasta que llegó a la letra pedida. Deslizó el dedo y leyó Mario Salvatierra. Calle vieja, también sin número. Aquello las chicas lo consideraban siempre como un buen augurio. Las calles con un doce, quince, veintiocho, eran tan definidas que ayudaban a soñar menos y menos de lo que tan poquito soñaban ellas, ya no se podía.

Vaya el nombre que yo había escogido. Ahí se detiene mi amigo y tendré que terminárselo. Miró la ropa y enumeró en su cabeza todos los quehaceres de la casa. Poco decidido tomó una pluma. Se metió en el folio. Dejó caer gotas de tinta sobre las hojas. Apartó las ramas y vio la casa de la baranda de caña. Ella hablaba. Será viajero y elegante. Saldrá de la selva con su traje blanco, sus ojos morenos y su alma noble. Me tomará de la mano y no dirá mañana. Dejará cuanto tiene y me amará. Le gustaré negra y con mis pechos aún firmes. Capaz de correr tras él en las montañas. Juguetona en los ríos que sólo nosotros conocemos. Será amante de todos mis deseos. Me querrá fuerte y tierna. Y no partirá nunca de mi lado. Ahí está. Ellas miraron ya una noche selva. Sabían de las cartas que ella tiraba. De los brebajes que María da Soledades preparaba para los enfermos y de la magia de sus ojos como lunas. A veces les hablaba de hechos extraños. La temían. Les contaba que cuando uno sabe el verdadero nombre de las cosas, ese que viene de la lengua antigua, puede controlarlas. Y ella, detrás de Mario Salvatierra, quizá había pronunciado otro nombre más creador todavía. Así vieron salir a Mario de la oscuridad con su chaqueta y pantalón relucientes. La tomó de la mano y se perdieron entre los árboles. El Mario recién nacido, con la pluma en los dedos, era incapaz de encontrar el camino de vuelta entre las hojas, así que se dejó guiar.


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Juan Peláez GómezJuan Peláez Gómez, periodista, escritor y viajero. Nació en Madrid en el seno de una familia relacionada con el mundo de la escritura y el periodismo.
Es titulado en la Escuela Diplomática de Madrid, posee un master en Políticas de Cooperación con América Latina, otro en Periodismo y Educación, es diplomado en psicografología y profesor de yoga.
Entre otras obras tiene publicados los siguientes libros: El viaje de Leo (2006), El segundo viaje de Leo (2007) y Aventuras de un español en Polonia (2008).

🌐 Web del autor:
http://juanpelaezescritor1.blogspot.com/

Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©


▫ Relato publicado en Revista Almiar, n. º 39, (abril-mayo de 2008). Reeditado en diciembre de 2019.

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