📽 El proyector de palabras

 

Un comentario acerca de la niñez en la literatura y el cine
artículo por
Javier Sánchez Lucena

 

U

n niño o una niña es un ser en plena formación. Crece con los ojos y los oídos bien abiertos; tanto, que casi cualquier contestación o gesto que hagamos pueden quedar grabados en su memoria y afectarles como lo harían una enseñanza o una pesadilla. Igual que si fueran pizarras en blanco, escribimos en los niños con los trozos de tiza que nos vamos encontrando, sin tener en cuenta que luego borrarlo será muy difícil. Esa pizarra hemos sido todos en algún momento, para luego olvidarlo y usar la tiza con el mismo descuido que se aplicó en nuestro caso.

Cada criatura fija en nosotros, los adultos, casi toda su atención. Captará muchos matices presentes en las palabras que decimos y aun en las que no llegamos a pronunciar en voz alta. No tiene, mientras aprende, la capacidad de seleccionar experiencias y defenderse de aquello que supone la materia de su aprendizaje, es decir, el propio mundo y los adultos que lo llenamos. Por eso, no podemos decir que comentan nunca auténticas maldades, sino solo que incurren en errores, a veces horribles, probablemente dictados por la conducta de quienes los educan o deseducan. La maldad es una categoría dudosa, quizá una cortina detrás de la cual se esconden muchas desigualdades. Las criaturas son espejos de las personas adultas y lo que su cristal puede reflejar se reduce, en una mayoría de ocasiones, a nuestras muecas, prejuicios y violencias.

Como la sociedad de la que provienen, la literatura y el cine han dedicado a la infancia una atención más bien superficial, no muy empática y sin demasiado análisis ni denuncia. Claro está que en algunos títulos los personajes infantiles han ocupado un papel más o menos central, e incluso protagonista. Pero, aunque muchas de esas obras son maravillosas en otros aspectos, lo cierto es que utilizan a la infancia como una simple vía, el medio para hablar de algo no relacionado con sus necesidades y problemas específicos. Se trata de una herramienta narrativa legítima y muy útil cuando se trata de mostrar una realidad determinada desde ojos no contaminados por la perspectiva adulta; sin embargo, el tema de nuestra pequeña reflexión son las historias donde la infancia es un fin en sí misma y este matiz nos obliga a centrar un poco el recorrido que pretendemos realizar.

Aunque quizá resulte demasiado recurrente, no deja de ser también significativo comenzar con una referencia a la obra de Charles Dickens. El autor de Portsmouth tuvo que padecer en sus propias carnes la dureza de una infancia no demasiado feliz, carente de una educación formal y los cuidados más básicos. A efectos prácticos, ese corto período de su vida terminó cuando fue empleado en una fábrica de betún con doce años de edad. Los turnos de diez horas, dedicados a pegar etiquetas en una infinita sucesión de latas, marcaron su posterior actividad como reportero y, por fin, autor literario. En todas sus obras encontraremos reiteradas denuncias a la dureza de las condiciones de vida de la clase obrera. Algunas de las más conocidas se centran, en concreto, en la explotación infantil, las carencias y manipulaciones de la educación o «des-educación» impartida en la infancia y la alienación generalizada que supone una vida cuyo único horizonte es la mera subsistencia a base de un durísimo trabajo físico.

Dickens también sabía ser un buen autor satírico. Encontramos, por ejemplo, que el arranque de su novela Tiempos difíciles (Hard Times, 1854) está dedicado a las doctrinas educativas basadas en un enfoque ultramaterialista que servía para justificar los abusos del industrialismo salvaje, hoy capitalismo puro y simple: «Pues bien, lo que quiero son hechos. No enseñe a estos chicos y chicas sino hechos. En la vida solo se necesitan hechos. No plante otra cosa y arranque todo lo demás». Así comienza el primer capítulo de esta novela. El resto de sus páginas estarán dedicadas a demostrar que las emociones, las ilusiones y el sentido de la dignidad, tan alejados de los hechos materiales y secos, pueden ser mucho más determinantes que los simples datos en la vida de los seres humanos.

De Inglaterra viajamos a España, y del siglo XIX retrocedemos al siglo XVI. Lázaro de Tormes es el hijo de una mujer sin recursos, viuda de un hombre condenado por robo. Siendo todavía muy pequeño, el niño es encomendado por su madre a un ciego vagabundo para que le sirva como guía y criado, a cambio de su sustento. Los caminos que esperan a ambos resultarán largos, tortuosos, crueles, y ese sustento será más bien escaso. La peor parte se la llevará siempre Lázaro: sufrirá hambre, padecerá frío y una profunda extrañeza. Las anécdotas por cuya sucesión se construye la novela parecen sugerir la idea de que su protagonista aprende a ser cínico y vengativo porque estas son las cualidades que el entorno le exige, o las que corresponden a alguien de su baja clase social y con todas las circunstancias en contra. Lo cierto es que estos supuestos defectos, que parecen hablar de un carácter que se corrompe con toda rapidez, son el resultado de una enseñanza despiadada, una sucesión de ataques de los que Lázaro, abandonado a su suerte, no tendrá otro remedio que defenderse para sobrevivir.

Otro tanto ocurrirá con sus amos sucesivos: el cura lo matará de hambre a cambio de hipócritas lecciones morales; el hidalgo, presumido y pobre como una rata, le pedirá compartir los tristes mendrugos resecos que el niño ha obtenido pidiendo la caridad. Lázaro seguirá en sus interminables carreras a un fraile de actitudes poco monásticas y ejercerá como asistente de un vendedor de falsas bulas papales. Al cabo, el niño no habrá aprendido de sus mayores sino a protegerse del hambre por cualquier medio, aunque pase por la indignidad o el delito. En su pensamiento se instalará con firmeza la idea de que la infancia no es más que una etapa indefensa y horrible de la vida, y que lo mejor es que transcurra cuanto antes.

Una supuesta enseñanza muy amarga: la niñez es algo que dura muy poco y, en todo caso, a veces conviene que acabe lo antes posible. Así es como sin duda lo perciben millones de criaturas sometidas a abusos y explotaciones de todo tipo, obligadas a combatir en guerras o a prostituirse. En estas realidades no hay lección alguna, solo opresión; incluso en el uso de esa palabra en plural, «realidades», se esconde una profunda hipocresía. Porque la realidad no es plural, sino única; habitamos un único mundo en el que se dan al mismo tiempo condiciones de existencia muy distintas, algunas de ellas precarias y grises, otras revestidas de un supuesto brillo de prosperidad que, si nos descuidamos, puede cegarnos.

En ocasiones, precariedad y brillo conviven en espacios muy cercanos, tanto que casi parece artificiosa la línea que los separa. Así ocurre en las grandes ciudades, cuyos barrios están a veces separados por desigualdades tan profundas como abismos. Muchas son las obras en las que se retrata este aspecto de la vida urbana. Encontramos un brillante ejemplo en la novela Un árbol crece en Brooklyn (A Tree Grows in Brooklyn, 1943), de la autora norteamericana Betty Smith. En ella se nos cuenta la historia de Francie Nolan, una niña imaginativa y vivaz, llena de ilusiones pero también sometida a unas duras condiciones de vida. Su voz conduce la narración con agilidad, rapidez y un agudo sentido de lo relevante. Sus descripciones son siempre astutas y pueden resultar ácidas; en ocasiones están tocadas por un austero y sabio lirismo. La imagen que da título al libro es un buen ejemplo de ello: una niña que crece en un barrio pobre es como un árbol que por puro azar germina y debe desarrollarse en el estrecho y asfixiante patio entre dos edificios. Carente de luz y casi también de agua, a pesar de todo el tronco del árbol cobrará grosor y altura; sus ramas se llenarán de hojas. Las precarias condiciones en las que vive su familia no impiden a la niña tener esperanzas, divertirse con fantasías y observar con mirada curiosa todo cuanto sucede a su alrededor. Una mirada como esta rara vez se limita a registrar detalles o evitar tropiezos: su vocación es la de recoger lo que observa como algo vivo, material activo en la memoria y que servirá para construir su personalidad. Un árbol crece en Brooklyn es un ejemplo de ese tipo de mirada, y de cómo en ella cabe todo, o casi todo: los sueños y el hambre, el amor y el rencor, la esperanza y la desesperación. El mundo está en continua ruptura, pero las niñas y los niños no lo saben y se lanzan, antes de haber tenido tiempo de plantearse objeción alguna, a mirar todo de cerca y a querer tocarlo con sus manos.

De un libro realista a otro fantástico; de las calles del Brooklyn de principios de siglo XX al tranquilo e imaginario pueblo de Green Town, en el medio oeste americano. Douglas Spaulding, el protagonista de la novela El vino del estío (Dandelion Wine, 1957) del autor norteamericano Ray Bradbury, es un niño vivaz, curioso y activo. Sus aventuras parecerían limitadas a primera vista, sobre todo teniendo en cuenta que rara vez traspasan los límites de su bonita y pequeña localidad; pero es que muchas de ellas tienen lugar en el territorio de la imaginación. Douglas entra en contacto con aquello que todavía desconoce por medio de la fantasía. Sus vecinos y vecinas son personajes de una larga e intrincada historia, llena de giros e intrigas que pueden estar ocurriendo o ser, tal vez, solo una posibilidad entre muchas. Es precisamente en el terreno fronterizo entre la invención y el entendimiento donde Bradbury sitúa el final de la niñez y el comienzo de la adolescencia, antesala de la edad adulta. Si el niño fantaseaba, el adulto en potencia se esfuerza ya por comprender el entorno. Aun así, las historias pueden —y deben, matizaría de seguro el escritor— formar parte del proceso. No importa si pertenecen a tradiciones ancestrales o surgen de la sospecha de que el vecino puede ser un antiguo pirata; si tienen por protagonista al reloj del ayuntamiento o forman parte de los juegos infantiles transmitidos de generación en generación. En la invención hay poder; las alegorías y las leyendas han formado siempre parte de la formación de los individuos y las sociedades que componen. Una historia, aunque sus términos resulten arcaicos y sus enseñanzas trasnochadas, nos conecta con el mundo ya pasado del que procede; y por simple que nos parezca su moraleja, gracias a ella podemos medir el grado de evolución o involución de nuestros principios, de nuestras prioridades como comunidad.

Douglas Spaulding es un niño afortunado y vive en la tranquilidad que le permite la protección de su familia. Solo el tiempo lo amenaza; únicamente la obligación de comprender lo acecha. Así debería ser en el caso de todos los niños y niñas; ninguno debería tener miedo de sus propios padres, ni vivir la angustia del hambre y de la sed, la quiebra sin remedio de los abusos o el embrutecimiento de una educación en la sumisión y la violencia. Ninguna criatura debería tener que existir en el interior de las jaulas que los adultos construimos para encerrarnos los unos a los otros. Sin embargo, aquí están, junto a nosotros; lo único que sabemos decirles es que se agarren con fuerza a los barrotes.

En este caso se encuentra Stella, la protagonista de la película que lleva su mismo nombre (Stella, Sylvie Verheyde, 2008). Estamos a finales de la década de los setenta y esta niña de once años vive en el piso superior de un ruidoso bar de barrio, regentado por sus padres, y donde día tras día se suceden las borracheras y los enfrentamientos entre los clientes. Su padre y su madre se quieren, pero no se respetan entre sí, igual que quieren a Stella pero no dedican ni cinco minutos a reflexionar acerca de lo que su hija puede necesitar de verdad. Ellos llevan una existencia a bandazos, y nada de raro tiene que la vida de su hija discurra de la misma forma inestable. Stella acaba de empezar en el instituto, donde su rendimiento es malo y su comportamiento huraño.

Incluso las vacaciones en un pueblo, en casa de la abuela, serán una extensión de la dejadez de sus padres, que la envían allí solo para liberarse durante unos días de la responsabilidad de cuidarla. En el pueblo Stella tiene una amiga, pero sus circunstancias son muy parecidas: vagabundean sin la limitación de unas reglas, sin el refugio de unos cuidados. Juntas recorren caminos y solares, comparten un silencio que proyecta su tristeza hacia el espectador y son víctimas de un primer acoso sexual que no será, por desgracia, el último.

La situación de Stella solo empezará a cambiar cuando conozca a una nueva amiga en el instituto. Hija de unos intelectuales argentinos  exiliados, la compañera no hará por ella, en realidad, nada extraordinario, salvo enseñarle el ejemplo de una vida por completo distinta a la suya. En su casa hay paz, y cariño; esta otra niña le presta libros, le habla de música y de sus impresiones y experiencias todavía infantiles. Gracias a este tiempo dotado de calidez, Stella comprenderá que no todas las niñas se acuestan tarde ni ven condicionado su descanso a los ruidos de borrachos y apostadores deportivos. Algunas, incluso, reciben atención, se les pregunta por sus estudios, por sus preferencias; se escuchan sus pequeñas historias. Aunque ver cambiadas sus circunstancias sea imposible, la niña adquiere con esta nueva perspectiva su primer impulso de auténtica rebeldía. No ese tipo de rebeldía inocente y sin efectos que la lleva a saltarse clases, eludir el estudio o pelearse con sus compañeras; estos abandonos suponen, más bien, una imitación de lo conocido. Su nueva actitud es la que nace de la disconformidad con el entorno, de la conciencia de que ha sufrido y sufre de manera injusta. La soledad, el desarraigo y el temor no eran inevitables, sino simple cuestión de mala suerte y el producto de la irresponsabilidad de algunos adultos. De esta noción sacará Stella las fuerzas necesarias para desear cosas distintas a las que hasta ahora se le ofrecían, y que suponían, a la fuerza, todo su horizonte.

Sin marcharnos de Francia, hacemos parada casi obligatoria en la filmografía del director François Truffaut. Si hubo un tema recurrente en su trabajo, aparte del cine dentro del cine y los cambiantes registros del amor, ese fue el de la infancia. Y no una infancia feliz, sino ignorada; víctima de la falta de responsabilidad y, sobre todo, de la falta de consciencia de los adultos acerca de las necesidades reales de las criaturas a su cargo. Dos títulos de este director tienen como protagonistas a los niños y niñas, aunque en dos sentidos muy distintos. En Los cuatrocientos golpes (Les Quatre Cents Coups, 1959) asistimos a escenas de la vida de un niño descuidado emocionalmente por unos padres egoístas, y que responde a esa situación con ocurrencias propias de su edad y de un carácter aventurero. Antoine Doinel se ve implicado en una fuga hacia delante que pretende alejarse de la falta de empatía y de la severidad de una educación pensada para reprimir, no para cuidar. Toda su vida, según Truffaut nos la muestra después en diversas películas, será ya en cierto modo una continuación de ese primer impulso de huida e independencia forzosa. Bastantes años después, en La piel dura (L’argent de poche, 1976) el relato ya no se centra en un único personaje sino en un variado grupo de niños. A partir de la historia de sus protagonistas, el argumento se vuelve caleidoscópico y nos muestra las diferentes circunstancias que conviven en el espacio reducido de una ciudad de provincias. Aquí el director se sitúa, por tanto, un poco más lejos que en su anterior título: a la distancia necesaria para retratar a una sociedad completa que se esfuerza por alcanzar logros y mantener avances pero cuyos integrantes, ya sea por incapacidad o ceguera, olvidan que lo más importante siguen siendo las personas que tienen junto a ellos. Niños y niñas son las primeras víctimas de la alienación en la que viven sumidas las personas adultas; abandonados muchas veces a la difícil suerte de tener la piel lo bastante dura como para aguantar las contradicciones de la educación, la desilusión de crecer, la de querer hacerlo a veces antes de tiempo, todo.

El abandono de la infancia existe en todos los países, en las más diversas culturas, religiones y situaciones políticas. El cine, si es buen cine, tiene que reflejar esta faceta de la realidad. Para ilustrar esta idea haremos un rápido repaso por algunos títulos que servirán para completar nuestro recorrido.

La película senegalesa La pequeña vendedora de sol (La petite vendeuse de soleil, (Djibril Diop Mambéty, 1999) nos cuenta la historia de Sili, una niña sin techo. Con escenas rápidas, que en un principio pueden incluso dar la impresión de una cierta ligereza en el tratamiento de la historia, se nos ofrece un retrato de Dakar, que es un retrato del mundo al completo: un lugar donde incluso entre las personas sin recursos hay jerarquías y opresiones. Sili no solo es una niña y vive en la calle, sino que además usa muletas para andar. Los demás niños sin techo no quieren permitirle que se dedique a vender periódicos, una actividad un poco mejor remunerada que la simple petición de limosna. Con sencillez, fijándose en pequeños detalles y con diálogos sin aparente profundidad, el director nos ofrece un retrato de la dignidad y de la lucha necesaria para alcanzarla y mantenerla; porque para la niña, convertirse en vendedora de periódicos no es solo un asunto de dinero, sino también de límites, de lo que su entorno le dicta que puede o no hacer, hasta dónde puede llegar. Al cruzar esos límites, la protagonista cobra una nueva conciencia de sí misma, toma un mínimo pero significativo control sobre sus circunstancias, por una vez se mueve y no se limita, como siempre, a ser movida.

Wadjda, la protagonista de La bicicleta verde (Wadjda, Haifaa Al-Mansour, 2012), no carece de lo más básico, como Sili, pero vive en Arabia Saudí y esto implica unas importantes limitaciones a su vida y sus perspectivas de futuro. Su educación está orientada a prepararla para un momento, el de la llegada de la pubertad, en el que deberá cubrir su cabello y pensar en su próxima unión con un hombre, el marido que será su dueño a partir de entonces. No está bien visto que una niña juegue con niños varones de su edad ni, en general, que su vida sea muy activa. El sueño de Wadjda, sin embargo, es tener una bicicleta, una preciosa bicicleta verde con la que correr de un lado a otro. De momento, la bicicleta sigue en la tienda, pero no será así por mucho tiempo si ella puede reunir el dinero necesario para comprarla. Mientras, va a verla de vez en cuando, pregunta al vendedor por su precio y condiciones de venta, fantasea con lo que hará una vez la tenga, ajena en todo momento al hecho de que ningún adulto ve como natural que ella pueda llegar a poseer un objeto normalmente reservado a los niños varones. ¿Para qué puede una niña querer algo que ni siquiera va a poder usar en público? Esta lógica de los adultos, con sus fanatismos y costumbres, va en contra del impulso natural de la infancia de explorar, establecer vínculos; le impone unos roles y juegos de poder que nada tienen que ver con su desarrollo. Más allá del cuestionamiento acerca de la validez u obligado respeto hacia determinadas creencias y obligaciones sociales, queda claro que esta película quiere transmitirnos el mensaje de que las limitaciones y los estrictos papeles que las personas adultas asumimos no tienen nada de voluntarios ni de meditados. Son el resultado de una socialización que restringe nuestro punto de vista y que decide lo que podemos o no hacer, incluso aquello que no podemos desear. El deseo de Wadjda es lógico para su edad; la prohibición de ponerlo en práctica convierte sus ganas de jugar en un símbolo modesto y perfecto de lo absurdo de todas las imposiciones por razón de género, de las opresiones y los rígidos mandatos.

Fanny y Alexander, los hermanos protagonistas de la película dirigida por Ingmar Bergman (Fanny och Alexander, 1982) pertenecen a una familia acomodada de Uppsala, Suecia. Comienza el siglo XX y esta afortunada pareja de hermanos no parece tener otras preocupaciones que las de recibir la conservadora educación propia de su clase social y disfrutar de lujos y alegría. Sus padres se dedican al teatro y en su casa reina un clima alegre y próspero. Un día, sin embargo, la desgracia los visita y fallece su padre. A este terremoto en sus vidas le sucede, poco después, un segundo igual de fuerte: su madre decide volver a casarse, y no con un hombre de intereses o carácter parecidos a los de su difunto marido, sino con un líder fundamentalista religioso. Se trata de una persona rígida y fría, sin otro deseo que el de someter y ser temido. La pareja de hermanos soportará castigos y humillaciones. Desconcertados, tendrán que ver cómo su propia madre se pliega, cegada por su enamoramiento, a los deseos más irracionales y crueles de su nuevo esposo. Aunque la historia de Bergman cobra, a partir de cierto momento, aires de cuento gótico, bajo los elementos fantásticos o simplemente fascinadores presentes en su argumento y atmósfera hay un sustrato de crítica, incluso de denuncia. Las personas adultas imponemos los virajes de nuestra cambiante vida, regidas por emociones y deseos. Los niños y las niñas, parece decirnos el director sueco, necesitan felicidad; la calma de verse bien atendidos y rodeados de buen humor, de cariño. La historia de Fanny y Alexander es la de un cruel despertar a la realidad en parte fabricada y en parte soportada por los adultos. El sueño de la ingenuidad, una vez agitado y roto, resulta muy difícil o imposible de volver a componer.

Verano 1993 (Estiu 1993, Carla Simón, 2017) nos cuenta los detalles de un recorrido involuntario y algo tortuoso: desde un piso en el centro de Barcelona, Frida se verá obligada a trasladarse al campo, a la casa de sus tíos. Cambio de domicilio, de compañía y cuidadores, cambio de rutinas y responsabilidades. Su madre ha muerto. De ella se espera que, poco a poco, se acostumbre a una vida completamente nueva. No hay prisa, o al menos no demasiada; los adultos que rodean a Frida cuidan de ella y quieren procurar su calma y su alegría. Solo hay un problema, y es que no saben cómo. La niña plantea problemas, se resiste, no se pliega a los intentos de acercamiento, bien intencionados aunque algo toscos (¿quién sabría hacerlo mejor?) de la pareja que la ha tomado a su cargo. Su nueva familia es próxima y lejana a la vez. Mediante escenas que pretenden mostrarnos cómo respiran ciertos momentos, y que dejan que cada silencio se alargue con bella naturalidad, esta película nos habla de un lento abandono. Es ya un lugar común recordar que tras cualquier puerta de nuestro mismo descansillo puede estar desarrollándose una situación de soledad extrema, carencia de los bienes más básicos, de violencia emocional o incluso física. Pero una utilidad tienen estos recordatorios: la de despertar nuestra conciencia. Antes de marcharse para siempre, la madre de Frida la había acostumbrado a una situación asfixiante, a unas circunstancias opresivas. Ahora, con su nueva familia, tendrá una oportunidad de vivir de otra manera; aunque no siempre se saben o se pueden aprovechar las oportunidades. Sin necesidad de grandes gestos ni momentos culminantes ocupados por una música de sones espectaculares, Estiu 1993 agarra nuestros hombros y los agita un poco. No, quizá, con demasiada violencia, pero sí con un efecto duradero.

Tal vez sea esta la única meta que una película o un libro pueda pretender respecto a un tema como el de la infancia: mostrar sin rodeos ni justificaciones; permitir luego que lo enseñado llegue a nuestra mente y nuestro corazón, para informarles. Solo así podremos tomar las decisiones correctas. Cualquier buena historia que tenga a los niños y niñas como protagonistas, como Estiu 1993 o Un árbol crece en Brooklyn, llama a nuestro instinto a que se ponga de su parte y luego ofrece a nuestra razón argumentos para que haga lo mismo. Quiere enseñarnos, documentando al sentimiento, a que con respecto a la infancia tomemos siempre, en la medida de lo posible, las mejores decisiones.

 


 

Javier Sánchez Lucena. En 2015 su novela Batalla y campo de batalla resultó ganadora del Premio de Novela Corta El Fungible de Alcobendas. Anteriormente ganó también un certamen de relato corto en su ciudad natal, Córdoba, y desde entonces desarrolla una actividad de publicación periódica en la revista Sin ir más lejos de la ONG cordobesa Córdoba Acoge, además de subir textos a su blog Los pormenores de mi sueño.

🎦 El proyector de palabras es una serie de artículos que se publican con periodicidad bimestral. Leer otros títulos de la serie: La cadena de montaje lleva tuercas y pastelesImaginación y memoriaTodas las entregas

💻 Blog del autor: javiersanchezlucena.blogspot.com.es/

🖼️ Ilustraciones: (portada) François Truffaut (1963), Brazilian National Archives / Public domain ▫ (En el artículo) Chaplin The Kid, Charlie Chaplin / Public domain ▫ Captura de pantalla del cortometraje Interview Sylvie Verheyde pour STELLA, en YouTube (youtube.com/watch?v=mLqQDdPRaCU).

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero™) n.º 108 enero-febrero de 2020

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