relato por
María J. Mena

 

E

s un día luminoso. Parece que la primavera ha irrumpido al fin. Tumbada en el asiento del coche veo pasar con celeridad las copas de los árboles. Nos desplazamos con rapidez a pesar del tráfico. Tenemos prisa, aunque me asusta pensar que al llegar a mi destino voy a tener que enfrentarme a una situación de la que creo conocer el desenlace. Experimento una angustiosa sensación de alejamiento, como si lo que me ocurre no me estuviese sucediendo a mí. No siento ya dolor y parece que la sangre ha dejado de manar, aunque al alzar la cabeza veo que la toalla que hay bajo mi cuerpo está empapada. Coloco una mano sobre mi vientre como si pudiese así parar lo irremediable y en ese momento otra mano se acerca a la mía. La cubre. Me aferro a ella. Ese simple gesto me alivia, pero no quiero mirar a otro lado que no sea la ventanilla. Tengo miedo de ver mi propia preocupación reflejada el rostro que viaja a mi lado.

Apenas unos minutos antes estábamos en casa. La doctora nos había confirmado que el riesgo había pasado. Al oír estas palabras, había respirado aliviada. Sin embargo, Raúl ni se había inmutado. Los dos estábamos algo agotados. Llevábamos casi cuatro meses de idas y venidas interminables a urgencias, de esperas en salas de hospital, de frustraciones, de análisis, de pruebas, ecografías y opiniones médicas nada concluyentes. Pero ese día, al fin, nos habían dicho que todo iba bien. Entonces, ¿qué había ocurrido? Lo cierto es que esa mañana me había levantado con un desapacible e indeterminado malestar. Parecía como si mis brazos y piernas estuviesen soportando un gran peso y esa sensación se había ido expandiendo a lo largo del día. No obstante, le había restado importancia, pensando que podía ser normal debido al embarazo, al peso del trabajo y a la tensión acumulada. A pesar de ese esfuerzo por alejar de mí los malos pensamientos, algo en mi interior me avisaba de que las cosas no iban bien, aunque quisiese obviarlo. En la consulta se lo había comentado a la doctora, pero ella le restó importancia recomendándome tan solo descanso y normalizando la situación. Cuando salimos, Raúl me pidió que fuésemos a ver cosas para el bebé y yo acepté, quizá porque por primera vez desde que supimos que estaba embarazada, había notado cierta ilusión en su voz. No había nada que temer, eso era lo que habían dicho. Este era nuestro tercer embarazo. Teníamos claro que no seguiríamos adelante si las cosas salían mal, pero era la primera vez que habíamos llegado tan lejos, por lo que al ver su ilusión, no quise negarme a dar esa vuelta que acaso no debimos haber dado nunca. Compré un cinturón maternal para coche, la seguridad llegados a este punto me parecía importante. Ahora pienso en lo inútil de esa compra.

 

Cuando llegamos a casa, me recosté en el sofá. Cada vez me encontraba peor. Cerré los ojos y al instante sentí como un fluido caliente comenzaba a manar con lentitud desde mi interior e iba tiñéndolo todo de rojo. Debí dar un grito al verlo porque al instante Raúl, que trasteaba en la cocina, apareció, se aproximó a mí y me cogió con brusquedad en brazos. A partir de ahí, todo se volvió confuso.

Ahora estoy tumbada en el asiento viendo pasar las copas de los árboles.

El coche se detiene al fin. Hemos llegado. Raúl sale y me coge de nuevo en brazos. Corre hacia el interior de la clínica. De inmediato, aparece por todas partes personal sanitario. Me tumban en una camilla. Unos dan órdenes que otros cumplen con celeridad. Noto pinchazos y algún tirón. Corremos por un pasillo que parece interminable. Ahora lo que veo pasar son luces y caras que se asoman a mis ojos. Raúl a mi lado me repite que todo va a ir bien y no suelta mi mano. Como una náufraga sigo aferrada a ella.

Maldigo nuestra suerte y pienso que esta escena se ha repetido ya demasiadas veces en nuestras vidas. No sé qué mal le hemos hecho Raúl y yo a la vida. También que no puedo más. Mi cuerpo expulsa siempre a nuestros bebés. No puedo ser madre. En algún momento tendré que enfrentarme a eso. Pero esta vez es todo más frustrante, habíamos llegado tan lejos. Hasta Raúl y yo, con cierta inseguridad, habíamos sacado del cajón la lista de nombres de niño y niña que preparamos la primera vez y que guardábamos junto con unos patucos regalo de mi madre y un arrullo regalo de la suya. No había nada más. Solo eso. A ese elenco añadiremos ahora el cinturón maternal y cerraremos ese cajón para siempre.

Entramos en una sala. Una doctora con cara de preocupación comienza a explorarme. No quiero saber. Solo cerrar los ojos y no estar. Maldecir al mundo por su crueldad y por haberme elegido a mí para pasar por esto. Dice que es difícil ver nada. La hemorragia es grande. De pronto, la oigo hablar en alta voz. Percibo en ella alborozo porque el embrión sigue ahí. De milagro una parte de la placenta no se ha desprendido del todo. Se levanta y sonríe, mientras gira el monitor para que pueda ver como una figura de apenas unos centímetros, mueve sus brazos y piernas con una energía inusual, aferrándose a la vida. De broma me asegura que será una niña. Sigue después hablando, pero ya no la escucho. La mano de Raúl se relaja. La angustia se ha ido y se apodera de mí un extraño y placentero sentimiento de alivio que se libera en forma de agua salada de dentro hacia fuera y quedo en ese flujo interminable vacía de miedos.

* * * *

Meses más tarde estoy repitiendo de nuevo ese recorrido en coche. Tumbada, veo pasar las copas de los mismos árboles. El vehículo se detiene cuando llega a su destino, pero esta vez bajo por mi propio pie. Raúl coge mi mano. Está preocupado, aunque no lo diga y ahora soy yo la que le mira y le dice que todo va a ir bien.

Al entrar nadie se agolpa a mi alrededor. Nos acercamos a una de las ventanillas y mientras hacemos unos absurdos e interminables trámites burocráticos un líquido caliente, esta vez incoloro, se desliza por mi entrepierna. Una de las auxiliares se acerca molesta y mirándome con fastidio limpia el suelo. Acierto a musitar un «lo siento» un poco avergonzada. En el fondo la entiendo.

Me conectan a una máquina que no para de gruñir. Parece estar tan molesta como la auxiliar de que yo haya irrumpido en su vida. Aparece una nueva auxiliar que me dice que voy a tener un parto seco y de riñones. Sentencia haciendo un gesto con la mano, que esos son los peores. La miro, pero esta vez la única frase que acierto a pensar es, que sea como sea pero que venga sana y le doy las gracias con amabilidad, preparándome para eso tan malo que acaba de contarme, que aún no sé qué es. Respiro con profundidad, como me enseñaron a hacer en los cursos.

Pero se equivoca. Descubro que mi naturaleza que expulsaba con tanta facilidad a mis hijos no nacidos es sabia y hace que el proceso se acelere. Las contracciones se suceden con una rapidez inusual y la máquina sigue chillando, haciendo ruidos molesticos, zozobrando, parece en cada alarido cada vez más inoportuna. La matrona, extrañada, me hace una exploración. Al finalizar, me mira sonriente y me avisa de que la niña viene ya. No me pondrán anestesia, todo se ha adelantado y ya no me haría efecto y me llevan con rapidez al paritorio. Le pido que avisen a Raúl, que aparece poco tiempo después con cara de miedo aún, la misma que tenía en la sala de espera.

Mientras estoy tumbada con las piernas en alto miro el techo y atiendo las órdenes que me dan. Unas veces tengo que empujar y otras no. Descansar entre contracción y contracción para no agotarme. A veces el dolor es soportable, otras no. Él se coloca a mi lado y me coge la mano de nuevo, como siempre que hemos tomado juntos cualquier curva. No sé qué hubiera hecho sin esa mano en algunos momentos. La aprieto. Los minutos se persiguen unos a otros, hasta que uno de ellos decide hacerse perdurable, entonces mi cuerpo se segmenta y, justo cuando la tercera aguja incandescente del reloj marca la hora en la que el tiempo se vuelve lluvia, la vida encuentra por sí sola su camino y mi hija, al fin, abre sus ojos al mundo.

 


 

María Jesús Mena

María Jesús Mena (Madrid). Es titulada en Trabajo Social y en Ciencias del Trabajo por la Universidad Complutense de Madrid y experta en mediación y resolución de conflictos y en cooperación internacional.

La experiencia profesional y humana acumulada en esos ámbitos nutre, al menos en parte, su obra poética y narrativa: Poemas ciegos (Olé Libros, 2019) y Relatos monocromáticos (Olé Libros, 2020), además de la antología La flor en que amaneces. Volumen I (Azalea, 2020), en la que se han incluido algunos de sus versos y del libro Letras del Mundo (Etiqueta Ediciones) en el que se ha incorporado uno de sus relatos.

Ha publicado también reseñas, entrevistas y artículos literarios en medios especializados como las revistas Moon Magazine, Pasar Página, Todo Literatura y Quimera, así como en el blog La Piedra de Sísifo.

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Leer otro relato de esta autora: El final del trayecto

Ilustración: Reedición digital de fotografía incluida en el libro Pasen al fondo (2016), de Pedro M. Martínez, realizada por el autor del mismo ©

 

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Relatos en Margen Cero

Revista Almiar (Margen Cero) n.º 116 mayo-junio de 2021

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