relato por
José Luis Cubillo

 

E

s curioso cómo la vida a veces, con sus inextricables azares, acaba por concedernos nuestros más íntimos deseos sin que hagamos nada para conseguirlos. He de reconocer que últimamente, en los peores momentos, pensaba cada vez con más frecuencia a lo largo de los muchos kilómetros que hacía mientras conducía, en agarrar con firmeza el volante y pisar el acelerador a fondo sin cambiar de dirección hasta impactar con el primer obstáculo que se me pusiera delante, o cuando trazaba una curva en un puerto de montaña pegar un brusco volantazo para saltar el pretil y precipitarme por el barranco.

Los tiempos habían cambiado. Las ventas no eran desde hacía mucho tiempo  lo que fueron en el pasado. Me habían adjudicado una pequeña zona en el norte a la que apenas se le podía sacar algún rendimiento. Era un sarpullido de pueblos pequeños y dispersos medio abandonados la mayoría y comunicados, por llamarlo de alguna manera, por una estrecha, bacheada y serpenteante carretera de montaña.

Cuando llegaba a uno de estos pueblos no conocía a nadie. Los antiguos dueños de los comercios con los que había tratado desde siempre habían traspasado el negocio o lo habían cerrado. La mayoría, directamente, habían fallecido. Quienes se hacían cargo entonces de las tiendas eran los hijos, los sobrinos o los nietos, y continuaban más por una relación afectiva que por la rentabilidad. Conseguir de ellos algún pedido, por pequeño que fuera, me costaba un esfuerzo enorme. Luego, como para desplazarme de un comercio de un pueblo a otro de otro pueblo —pues en cada núcleo había solo un establecimiento y este a veces servía también para varios pueblos de los alrededores—, necesitaba buena parte de la jornada por el estado de las carreteras e incluso en invierno solo podía llegar algún día en varias semanas, la cantidad de establecimientos que podía visitar era insignificante y por tanto mis ventas al final del mes ridículas.

A pesar de esta circunstancia no era para que en la empresa me trataran como lo hicieron. Llevaba cuarenta años trabajando para la misma firma, desde que se creó. Fui el primer vendedor y aquel comienzo sí que fue duro de verdad. En varias ocasiones estuvo a punto de quebrar. Cuando los demás vendedores abandonaban como ratas yo siempre conseguía en el último momento un buen pedido que permitía mantenerla abierta por otra temporada. Consideraba a la empresa como si fuera mía. A base de mucho trabajo y privaciones se fue consolidando y comenzó a prosperar. Llegó a convertirse en un pequeño imperio.

Qué gran tipo era «El gran jefe». Así llamábamos al fundador. Ya quisiera su hijo, el que le sustituyó en la dirección, llegarle a la altura del betún. Su padre nunca habría hecho lo que hizo él, quitarme el fijo y pagarme solo comisiones. A mí. Después de cuarenta años y a punto de jubilarme. Si su padre se hubiera levantado de la tumba le habría dado puntapiés en el culo hasta que se le pusiera morado. El niñato decía que apenas conseguía ventas. ¿Quién las habría conseguido con la zona que me asignó? A los jóvenes les daba las más productivas y por eso lograban tantos pedidos. Si yo hubiera estado en ellas habría cubierto el doble de kilómetros y habría triplicado la facturación. Todavía estaba en buena forma. Me gustaría haberles visto a ellos en mi terreno. No habrían logrado ni la mitad de pedidos que yo conseguía. Era lamentable que me hubieran relegado al norte, donde nadie quería ir, con el frío, la llovizna permanente, las nieblas densas, la nieve traicionera y el aire que cortaba como una navaja barbera. Me arrinconaron igual que a un trasto inútil del que todo el mundo se quiere deshacer.

Cuando se enteró mi mujer estuvo varios días sin poder dormir por la llantina que le entró. Era una mujer extraordinaria. Sin ella mi vida no habría tenido sentido. Todos los meses le entregaba lo que ganaba y lo administraba con prudencia. No sé cómo se podía apañar con lo poco que le daba. Teníamos que pagar las letras de varios electrodomésticos y del piso. Cuando más necesitados estábamos siempre se rompía algo, la nevera, la lavadora, o el coche. El pobre tenía casi más años que yo. Debería haberlo cambiado. Era mi instrumento de trabajo y sin él no podía ganarme la vida. Parecía que las cosas las fabricaban para que durasen solo hasta que acababas de pagar las letras.

Sin mi mujer las relaciones con mis hijos habrían sido todavía más conflictivas. Ella siempre estaba en medio, intentando amortiguar las discusiones. Mis hijos eran buenos chicos, con un potencial enorme, pero no sé qué tenían en la cabeza que no acababan de centrarse en la vida. Quería que triunfasen. Podían haber sido personas muy importantes. Valían para ello pero les faltaba encontrar su lugar en el mundo, dejarse guiar por mí. En vez de hacerme caso se empeñaban en llevarme todo el rato la contraria. El pequeño aún era muy joven y solo pensaba en divertirse y salir con las chicas. El mayor, en cambio, tenía edad para haberse situado. Pensaba que yo era el culpable de todos sus males. Su vida, decía, cambió la vez en que me encontró con aquella mujer. Uno pasaba tantos días solo, por esas carreteras perdidas, sin nadie con quien charlar, que necesitaba compañía de vez en cuando. Desde entonces se empeñó en llamarme farsante. Yo no sentía que mis hijos me admirasen, más bien me despreciaban o me tenían lástima, que casi era peor, y esto para un padre era desolador.

Mi mujer insistía cada día más en que hablara con el jefe y le pidiera que me dejara en la central. Después del tiempo que llevaba en la empresa y con todo lo que había vendido para ellos a lo largo de tantos años, me lo merecía. Yo en cambio no quería hablar con él. Siempre parecía huirme y nunca conseguía establecer una conversación. Me entendía mejor con su padre. Él sí que era un caballero de verdad. Mi mujer sufría de verme en esa situación. No decía nada pero yo me daba cuenta de su sufrimiento callado y entonces sufría a mi vez por ella. Uno se pasa la vida en una lucha permanente por conseguir un estado de seguridad en el que vivir el resto de la existencia feliz, tranquilo, disfrutando del ocio, y al final de los años se da cuenta de que el tiempo ha pasado inexorable y se sigue instalado en la precariedad más inquietante. Así es la vida.

Un día, después de la peor racha sin vender que nunca había tenido, me armé de valor y fui a hablar con el jefe. Para algo debía servir que llevara tantos años en la empresa y haber sido el primer vendedor. Mi jefe ahora, el dueño de la empresa, el hijo del fundador, más de una vez se me había meado en los pantalones cuando era un bebé y su padre lo traía al trabajo. Yo lo cogía en brazos y le decía: Esto algún día será tuyo y vendrás a darnos órdenes. Qué poco sospechaba entonces que él decidiría mi futuro. Estaba dispuesto a exigirle que me dejara en la central. Llevaba toda mi vida viajando y la zona que tenía se la podían asignar a cualquier joven recién llegado que quisiera hacer méritos para ganarse un puesto en la empresa. Yo ya había hecho los míos y me tocaba descansar. Me lo merecía. No era justo que me tuvieran destinado al norte.

Ensayé el discurso días enteros como buen vendedor. Solicité la entrevista y para mi sorpresa la conseguí. Enseguida supe por qué. Mi jefe también quería hablar conmigo. Antes de que pudiera abrir la boca me dijo que la empresa iba a abandonar la zona en la que yo trabajaba porque no era rentable y él pensaba personalmente, así me lo dijo como un consejo, que debería tomarme unas largas vacaciones. Le pedí quedarme en la central e insistió en que me tomara unas vacaciones tan prolongadas como considerara necesario. Luego podía disfrutar de la jubilación porque en la central no había sitio para mí. Le recordé cómo su padre y yo levantamos la empresa pero no sirvió de nada. Ni siquiera me escuchó. Tenía que atender a unos proveedores.

Si me indignaba que me hubiera despedido me indignaba aún más la forma. A mi mujer no le dije nada. Todas las semanas salía con mi coche a hacer mi ruta habitual. Estaba dispuesto a demostrar que aquella zona, repudiada por todos, un buen vendedor como yo, de los de antes, podía revitalizarla. En estos viajes pensaba cada vez más en el seguro. Comenzaba a ser una obsesión. Si los resultados no se correspondían con mis intenciones quedaba como último recurso. Llevaba toda la vida pagándolo y alguna vez habría que hacerlo efectivo. Sería la manera de que mi mujer y mis hijos no quedaran desprotegidos. ¿Quién iba a saber si se trataba de un accidente fortuito o provocado? En mi caso, un viajante a punto de jubilarse, que se pasaba el día por carreteras infernales, lo extraño sería que no me despeñara por cualquier precipicio. No encontraba otra salida a mi situación.

En estos pensamientos iba distraído un día cuando en menos de un parpadeo me encontré dando vueltas de campana con el coche. No sé lo que ocurrió. Me había metido en un banco de niebla espeso y misterioso como si un fantasma me atrapara y perdí el control. Durante unos segundos eternos di vueltas y vueltas machacándome el cuerpo contra la carrocería. Cuando paró el coche se quedó boca arriba y yo encajonado y retorcido entre el asiento y el volante. No sentía el cuerpo de lo que me dolía. No sé cuánto tiempo permanecí así. Recuerdo que en algún momento llegó alguien. Se agachó, miró hacia el interior, me preguntó. Luego llegaron otras personas y hablaron entre sí. Lo último que grabó mi memoria antes de perder el conocimiento por completo fue la voz de una de esas personas que decía: «Yo le conozco. Es un vendedor de por aquí. Se llama Wylly. Wylly Loman».

 


 

José Luis Cubillo

José Luis Cubillo. (Madrid, España, 1959). Diplomado en Cinematografía, especialidad de guion y dirección. Productor de cine y guionista. Entre sus numerosos trabajos citaremos el medio metraje Vuelta de página (2019) —seleccionado a competición en el Aasha International Film Festival de la India— y el largometraje Película al estilo Jafar Panahi (2013), seleccionado a competición en el VII Picknic Fil Festival 2015 (España). Su relato Caza ha sido publicado por El coloquio de los perros y Espacio Ulises. El relato aquí publicado pertenece a la colección ¿Y si no está aquí, dónde está?

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📷 Ilustración: Fotografía por Free-Photos, en Pixabay [public domain]

 

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Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 116 · mayo-junio de 2021

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