por
Anais Holgado Lage

Para Paloma, y todos los niños a los que ha ayudado

L

a sala tenía una forma anormal, casi un óvalo, lo que me recordó al despacho del presidente en la Casa Blanca, y cómo las decisiones que se tomaban en cada una de las dos habitaciones afectaban a numerosas personas, a su bienestar, a su futuro, y, no obstante, las que eran mi responsabilidad no parecían importarle a nadie más. Tampoco tenía ventanas, solo luces fluorescentes que la tornaban fría y estéril, como una sala de operaciones donde nadie se curaba del todo. Quienquiera que hubiera decidido que este era un cuarto apropiado para el propósito al que se estaba dedicando, claramente nunca había sido parte del proceso. En la pared había un reloj que iba con unos diez minutos de retraso. El tictac me recordaba al del Conejo Blanco, y con el paso de cada segundo parecía recordarnos: «llego tarde, llego tarde, llego tarde». Me pregunté si estaríamos llegando a tiempo en este caso. Había hablado con Roberto durante un minuto en el pasillo, para explicarle quién era yo, y por qué necesitaba decirme la verdad, para que pudiera ayudarle. Que todos queríamos ayudarle. Había movido la cabeza, asintiendo con convencimiento. Ahora que todos estábamos sentados alrededor de la mesa, él jugaba con la pajita del refresco que se había tomado, sin mirar hacia arriba. También había comido unas galletas Honey Graham, que nunca había probado antes, y su boca estaba decorada por migajas, al igual que la sección de la mesa justo enfrente de él.

Uno de los abogados tenía el pelo engominado, peinado hacia un lado, inmóvil, lo que le hacía parecer una figura de acción. Lucía impecable de traje y corbata, y me pregunté si siempre tendría fruncido el ceño. Su compañera, algo más joven, más amable, sonreía a Roberto. No me habían dicho si eran voluntarios o pro-bono, pero si tuviera que adivinar, a esos dos les estaban pagando. Los intérpretes, por el contrario, solíamos ser voluntarios en estas etapas tempranas del proceso. También había una trabajadora social, para asegurar que el bienestar de Roberto se tomaba en consideración. Suspiraba con frecuencia, desbloqueando su teléfono cada pocos minutos, y dirigiendo la vista al reloj en la pared, aunque eso no la llevaría a tiempo a ningún lado.

—Retrocedamos un poco —dijo la abogada, en su perfecto inglés estándar. No recordaba su nombre, era algo como Stacey o Tracy—, ¿cuándo atacaron los miembros del grupo? ¿Cuántos años tenías? —miraba al niño a los ojos, hablándole directamente, tal y como enfatizaba el curso de capacitación. Yo no era más que un conducto, una forma de transportar las palabras, una máquina que descifraba un código y se encargaba de codificar de nuevo el mismo mensaje para transmitirlo de la forma más rápida y exacta posible.

—¿Seis? —respondió Roberto, una vez le repetí la pregunta en español. Siempre me miraba al hablar. Traduje, intentando sonar más convencida que él.

—¿Eso fue cuando estaba con la hermana? —el otro abogado, con los ojos clavados en mí, probablemente se había saltado el curso de capacitación.

—Sí, eso fue cuando la violaron —respondí con sequedad, aunque sabía que no debía hablar a menos que estuviera interpretando.

—¿Puedes confirmarlo? —a pesar de la entonación, no era una pregunta. Hubiera preferido recordar el nombre de la mujer, sin embargo, era el suyo el que tenía clavado en la memoria. Mark. Le aguanté la mirada durante unos segundos, reticente a preguntar sobre esa parte de nuevo. Él probablemente deseaba que yo fuera realmente una máquina, un robot que no pudiera desafiarle, ni siquiera en silencio. Golpeó la mesa repetidamente con su bolígrafo, unas tres veces por cada tic del reloj. Le pregunté al niño en español. Él respondió.

—La primera vez que fueron a su casa llevaron a la hermana a otra habitación. Dos de ellos la agarraron contra el suelo y otro estaba encima de ella. La muchacha gritó. Tenía sangre en las piernas después —no aparté la vista de los ojos de Mark mientras le traducía las palabras de Roberto.

—¿Es ahí cuando te causaron la herida de la cicatriz? —preguntó la mujer. Roberto nos había llevado por un vaivén de memorias, incapaz de recrear una historia completa. Como un sueño que recuerdas un par de horas después de despertarte, sin poder rellenar todos los huecos. Era muy joven, no podía comprender la mitad de las cosas que le habían pasado. Simplemente hacía lo que le decía su mamá, luego su hermana, luego su vecina, luego el coyote, ahora unos extraños en un lugar que parecía una sala de interrogación. Le pregunté sobre la cicatriz, ¿había ocurrido ese día? Negó con la cabeza. ¿Entonces cuándo? Se encogió de hombros.

—Vamos a tomarnos un descanso —sugirió Mark. La trabajadora social se levantó para llevar a Roberto al baño y a la máquina dispensadora. Nancy, o como se llamara, me estaba observando:

—No podemos tener una historia inconsistente, o el juez desestimará el caso. Necesita ser lo más completa y detallada posible.

—Tiene nueve años, no recuerda todo en orden —protesté.

—Entonces necesitamos descubrir cómo ocurrió todo —insistió—, o no hay caso.

Me pregunté si estaban más preocupados por el futuro de Roberto o por su reputación si el caso no continuaba. Aunque nuestro objetivo final era el mismo, todavía me incomodaba no saber su orden de prioridades. Roberto regresó con una bolsa de galletitas saladas y una sonrisa en el rostro. Me dijo que nunca había comido tantos snacks antes, y que le encantaba probarlos todos. Mark y la mujer estaban susurrando, Roberto masticando, la trabajadora social examinándose las uñas. Miré a mi alrededor, derrotada. En una de las esquinas, o lo más parecido a una esquina en esa sala, había una pizarra blanca portátil y algunos rotuladores. Parecían más viejos que el propio edificio donde nos encontrábamos. Me levanté, ocho ojos siguiéndome, y tiré de la pizarra hacia la mesa, justo detrás de Roberto. Las ruedas aun funcionaban. Me dedicaba a la enseñanza en un instituto, por Dios, en mi vida había conseguido encontrarles la lógica a historias mucho menos coherentes que esa.

Probé un par de rotuladores hasta que di con uno que funcionaba. Era verde. Dibujé una línea horizontal y en la derecha escribí «USA». En el otro lado, «El Salvador», y el año de nacimiento de Roberto. Después tracé ocho pequeñas líneas que cortaban la larga transversalmente. En la cuarta, la madre emigró a Estados Unidos, dejando a su hija de dieciséis años a cargo del niño. En la sexta línea, miembros de una mara vinieron a reclutarle, blanco fácil, sin padres. La hermana trató de defenderle, y la atacaron. En la línea siguiente —Roberto no recordaba exactamente cuánto más tarde, le pregunté si mucho tiempo o poco tiempo, y me dijo que poco tiempo—, volvieron a por él. La hermana no estaba en casa, pero él se resistió, así que le clavaron un machete en el hombro. «A la próxima te vienes con nosotros, vivo o muerto», le dijeron.

Todo el mundo que conocía el caso hablaba de la cicatriz. El niño con la cicatriz, decían. A pesar de que la marca en el hombro era espantosa, podría beneficiarle. En su situación, era una ventaja tener una prueba tan obvia del ataque, algo que le hacía memorable, no solamente otro menor centroamericano de piel oscura que había cruzado la frontera sin acompañantes, otro número en la estadística. Para mí, siempre eran su nombre y apellido. Cada uno su propio ser, con sus gustos y sus preferencias, con sus miedos y sus personalidades diferentes. Cada chiquillo un individuo entero, completo, salvo por las partes que el trauma había dañado irremediablemente, quedara o no cicatriz. Olvidaba los nombres de los abogados, jamás los de los niños. Juan Morales. Julio Alberto de León. Patricia Alejandra Romero. Roberto Lozano.

Después del ataque, su hermana se mudó a otra ciudad, y dejó a su anciana vecina a cargo del muchacho. A la madre le llegaron noticias de las agresiones y supo que no podía esperar más, que las maras se lo llevarían tarde o temprano y el futuro de su hijo estaría sellado. Envió dinero para contratar a un coyote que ayudara a Roberto a cruzar. Primero a Guatemala, luego a México, luego a Estados Unidos. Los abogados no le preguntaron sobre el viaje, solo necesitaban pruebas de que no podían deportarle a El Salvador, que, de hacerlo, su vida correría peligro. Habían hablado con la madre, pero no estaba integrada en el proceso, no querían comprometer su estancia en el país. Si a Roberto se le concedía estatus de refugiado o admisión provisional, quizás ella podría solicitarlo también, como persona encargada de él. Los abogados no querían pensar a largo plazo. «Solo queremos una historia sólida», repetían constantemente. Roberto me dijo que su madre iba a traer a su hermana de El Salvador también. Ese caso sería más complicado, ya era una adulta, no llevaba las marcas del abuso en su piel, no importaba cuán dentro hubieran llegado. No pude evitar imaginarme un futuro prometedor, los tres juntos, comiendo snacks frente a la televisión, riendo un domingo por la noche.

Un par de horas más tarde, los abogados cerraron sus carpetas, asintiendo con aprobación.

—Tenemos lo que necesitamos —concluyó Mark. No me importaba lo que ellos necesitaban, solo quería que fuera también lo que necesitaba Roberto. En ese momento estaba comiendo con placer dulces de chocolate con mantequilla de cacahuete. Antes de dárselos, le había preguntado si era alérgico al maní. Me dijo que había comido cacahuetes toda su vida, pero nunca en forma de manteca.

Miré hacia la pizarra. Su vida, reducida a pequeñas líneas cruzando una más larga. Como la línea que cruzaba su hombro, marcada por las pequeñas cicatrices donde habían estado los puntos de sutura. Como la línea que representaría su viaje en un mapa, con intersecciones en cada frontera que había conseguido cruzar. Como la línea imaginaria en la cabeza de su madre y que finalmente fue cruzada para hacerle decir: «basta», y sacar a su hijo de la que había sido siempre su casa, arriesgando su vida, su integridad, su cuerpo, hasta acabar sentado en un espacio sin ventanas, en una sala ovalada llena de historias de otros humanos cuyos nombres serían pronto olvidados, si no se habían olvidado ya, con aquel reloj que no podía realizar su único trabajo, con máquinas dispensadoras en el pasillo como la única fuente de felicidad.

Nadie me diría qué pasó con el caso, y yo no podía descubrirlo. Los procedimientos legales con menores estaban muy protegidos. Yo solo era un conducto, se suponía que no debía desarrollar sentimientos, abogar por ellos, interferir en el proceso. ¿Cómo podía evitarlo? Quizás un día, en el futuro, nos reemplazarían con máquinas, robots que nunca llorarían, nunca retarían a los abogados, nunca opondrían resistencia a que un niño repitiera de nuevo una memoria dolorosa. Y, sin embargo, nunca dibujarían diagramas en una pizarra vieja, nunca comprenderían las partes que los muchachos no dicen, nunca los abrazarían fuertemente durante la despedida, viéndolos después caminar pasillo abajo con el corazón encogido, antes de apagar las luces fluorescentes de la maldita habitación.

 


 

Anais Holgado Lage

Anais Holgado Lage. Nació en Salamanca, España, en 1985. Emigró a los Estados Unidos hace trece años, y en la actualidad ejerce como profesora de español en la Universidad de Princeton. Recientemente una de sus historias fue publicada en la revista Letralia. La autora reside en Philadelphia con su esposo y sus dos hijas pequeñas.
🖥️ Website: https://spo.princeton.edu/people/anais-holgado-lage

Ilustración relato: Imagen mediante técnica IA (por redacción).

✨ TRES RELATOS SORPRESA (traídos aquí desde nuestra biblioteca)

El encaje, en La entrevista El encaje, por Carmen López León. En Margen Cero («Magazine», 2000)
La gordita (en La entrevista) La gordita, por Pedro M. Martínez Corada. En Margen Cero («Taller literario de El Comercial», 2003)
Si el Capitán Trueno (en La entrevista) Si el Capitán Trueno, por Martín Piedra. En Margen Cero (Biblioteca de relatos, 2004)

 

La entrevista

Revista Almiar (Margen Cero™) · n.º 139 · marzo-abril de 2025 ·👨‍💻 PmmC

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