relato por
Marcelo Arancibia Febres

 

Por ti, vi llorar la tarde
Decir adiós sin manos ni palabras
En soledad de muerte.
 Por ti, oí pasar las noches,
negras de luto y dolor.
Hoy, un soplo de aire limpió
as esferas del mundo.
Tu negra sombra de verdugo
escapó entre aullidos
De espanto, al encuentro de su propio hedor.
Ni aún el odio salió a recibirte. 

10 de diciembre de 2006. Muerte del dictador
(Manuel Cubero, poeta andaluz).

 

L

os policías que concurrieron a la vetusta mansión en la señorial avenida Gran Bretaña, en Playa Ancha, Valparaíso, tuvieron que esforzarse para romper cadenas e ingresar. Varios llamados anónimos de los vecinos del sector, les había alertado de un penetrante mal olor que salía de aquella casa, supuestamente abandonada. Con lo primero que se encontraron en el recibidor de la vivienda y sobre una mesa de estilo, fue una especie de bitácora con el relato a veces incoherente o confuso de hechos ocurridos, escrita a mano y cuyos párrafos finales eran casi ilegibles, donde la agonía y el temblor de las letras parecían guiados por una mente desquiciada, senil. Junto a la bitácora había un libro de tapas negras: Mein Kampf.

Los policías, apartándose de la rutina habitual de inspeccionar primero que nada todo el sitio del suceso, en busca de habitantes o cadáveres y pese al evidente olor a muerte que allí había, se quedaron clavados leyendo aquel cuaderno escrito a mano.

Y la bitácora comenzaba con una frase que se repetía como un mantra, en cada inicio de párrafo, a través de todo el texto, dando la impresión de que el autor, cada vez que salía de un estado de ensoñación o locura comenzaba a escribir: «…de a poco, como de lejos llegó la vida a mi mente». Había estado hasta las dos de la madrugada con mi amigo y ex camarada Luis, en su casa. Habíamos disfrutado una cena acompañados de un par de botellas de vino, rematando con unos cuantos whiskies. Habíamos hablado de la vida, mejor dicho de mi vida, de los difíciles momentos por los que atravesaba. ¿Era vida la que estaba llevando? ¿O era la muerte que se había convertido en mi aliento? ¿Por qué este acoso? ¿Por qué a mí? Regresé a casa, inquieto. En el camino seguí dándole vueltas al tema. Al llegar y abrir el portón para guardar el coche, me recibió como siempre mi perro Togo, tan viejo y decrépito como una hoja otoñal: Orejas gachas, andar desvaído, culo caído como el de las hienas y sus patas traseras que se le enredan a cada tranco. Es una lástima andando. Nada queda de ese altanero pastor alemán, hijo de campeones, orejas tiesas, gran alzada, dueño de su territorio, como yo, terror de perros, gatos y mal vestidos, que pasaban por la calle. ¡Dios mío, cómo nos deteriora la vejez!

Subí a mi habitación luego de inspeccionar toda la casa, puertas y ventanas bien cerradas, no fuera cosa que esta noche vinieran… Y en medio de voces de dolor, llantos quejumbrosos, disparos a mansalva y rugido de motores sobre el mar, que se agitaban en penumbras, me acosté con los recuerdos de mi familia y de un pasado de gloria perdido en el tiempo, que no sé por cuál vericueto de mi vida se me escapó. Y así, en la soledad de mi cuarto me dormí abrazado a mi compañera soledad.

… de a poco, como de lejos llegó la vida a mi mente. Entreabrí los ojos, venía de la más negra oscuridad, de una letanía profunda, en ese tránsito sueño-vigilia, que es más sueño que nada y entonces la tenue claridad del amanecer chocó con mis recuerdos. ¡Malditos recuerdos! ¿Por qué no se van de una vez? Pero, es lo único que me queda. Luego, un algo difuso, no mis recuerdos, se interpuso entre mis ojos y esa tenue claridad del amanecer. Era la silueta de una mujer acostada a mi lado, de espaldas. Presentí que no dormía, que estaba muerta. Abrí y cerré los ojos, una y otra vez. La miré de reojo, seguía allí. De pronto me pareció que era la virgen María, por los rasgos de su cara. Comencé a transpirar helado. Un miedo brutal trepó por mis piernas que se acalambraron, encogió mi estómago y aplastó mi pecho,  como  si  un  elefante  se  hubiese  puesto sobre mí —como aquel elefante del circo, Dumbo se llamaba el elefante, que retornaba al pueblo cada verano, siempre más viejo e inútil y nosotros, los cabros del barrio, yo a la cabeza, insistíamos en pincharle el culo con un clavo amarrado a un largo palo, hasta que lográbamos hacerlo berrear y escapábamos de la ira y del látigo del señor Bermúdez, dueño del circo, dando grandes risotadas—. Pero esta vez el miedo era solamente una sensación de algo que no era… ¿O sí? Creo que estaba soñando, sin embargo abría los ojos y allí estaba, la mujer, pálida y serena, como un paréntesis entre mis recuerdos y la aún difusa claridad del amanecer. ¿Acaso esos malditos hijos de puta, entraron a mi casa y dejaron esa mujer en mi cama? Cerraba los ojos para no verla y mi terror aumentaba. Intenté ordenar mis ideas en voz alta. A ver, estoy solo en mi casa y no es posible que haya una mujer a mi lado, en mi cama y además muerta. Es nada más que un mal sueño, una pesadilla. Abría los ojos y allí estaba, la mujer, serena y pálida. Volvía a cerrar mis ojos y se presentaba en mi mente. ¡Sí, era ella! Recordé su rostro y luego seguí hacia abajo, pasé sobre su pecho cubierto por una hermosa blusa blanca de seda, con muchas cintitas celestes y encajes en el tono, de largas y anchas mangas. Al llegar a sus manos entrelazadas sobre su regazo, me detuve y recordé. Sí, recordé a esa mujer que fue una parte importante de mi vida, en cuyo anular llevaba toda la ilusión de una recién casada, María se llamaba. Pero eso fue hace muchos años. ¿Veinte, treinta o más? Yo era apenas un pendejo de veintitrés años. Ésta, la que estaba en mi cama era otra mujer, la virgen María, creo. No, no estaba soñando. El chorro de luz en la ventana me golpeaba con mayor claridad; la presentía, aún con los ojos cerrados. ¿Era entonces un cuerpo sin vida que estaba a mi lado? Pero, ¿cómo explicar eso? Había llegado a mi casa a eso de las dos de la madrugada. Me había tomado unos tragos con un antiguo camarada, ¿Luis?, ¿Pancho?, sí creo que era Luis. Y en mi casa no había nadie. Mis hijos. ¿Dónde están mis hijos? Recordé que anoche, como todas las noches, al llegar a casa, abrí la puerta de cada uno de los dormitorios, para cerciorarme de que las ventanas estuviesen cerradas y las persianas abajo. No fuera cosa que uno de esos malditos se colara por una de ellas y me atacara en mis sueños. Sé que están al acecho, cada día, a cada momento, sé que quieren eliminarme y no escuchan mis razones, se niegan. Intento hablar con alguno de ellos, con su comandante, pero, cuál es su comandante si todos están de negro y con pasamontañas. Les digo: Yo sólo cumplía órdenes, estábamos en una guerra; trato de acercarme para que me escuchen mejor pero desaparecen como sombras en la noche…, pero mis hijos, ¿dónde están? ¡Ah, ahora recuerdo! Carlitos, el mayor, abandonó en primer año la escuela militar y dicen, dicen que se fue a Cuba. Un amigo me contó que se había cambiado el apellido, no por avergonzarse de mí, nada de eso, sólo quería sentirse cubano de verdad allá en la zafra, al servicio de Fidel. Fue la época en que empezó el asedio y mi cúpula de vidrio comienza a fisurarse. Ya no tenía los privilegios de antes, de los tiempos buenos en que imperaba la ley y el orden, donde no se movía una sola hoja en el país sin nuestra autorización. Y Carlitos se fue de nuestra vida. El primero en dejarnos con el corazón roto, a mi mujer la Marujita, y a mí. Ni siquiera se despidió. Encontramos una nota sobre su velador:

Mamá te quiero, perdóname. Viejo, ojalá tengas tiempo de arrepentirte y pedir perdón.

 Carlos.

Y yo aún me pregunto: ¿Arrepentirme, de qué? Pedir perdón, ¿a quién? Aquello fue una guerra. Ellos se habían apoderado del país, lo habían destruido social y económicamente; se tomaban las industrias, los colegios, las universidades; marchaban a diario por las calles del país, llenas de melenudos, barbudos, sucios y hediondos cantando canciones de protesta, enarbolando banderas rojas y negras…, y el país paralizado. Y la gente de bien, ¿qué? Aquello fue una guerra y la ganamos con honor. Y hubo que fusilar a unos cuantos, echar del país a otros más, encarcelar a todos los sublevados para que nunca más se atrevieran a levantar la voz. Y el país se ordenó. Se acabaron cantos, protestas, melenudos, barbudos, sucios y hediondos; se quemó y destruyó todo aquello que oliera a revolución y que había envenenado al país: banderas, consignas, libros, cantos, seudo arte… se acabaron las colas y el desabastecimiento, se acabaron las huelgas y las protestas y todo el mundo derechito a sus trabajos, a sus escuelas, a sus universidades y acostarse tempranito. Y fundamos las bases de un nuevo estado, en lo económico y lo social y el país se puso a trabajar…. Entonces, ¿arrepentirme, de qué? ¿Pedir perdón, a quién? A mi hijo le lavaron el cerebro los malditos que me persiguen, eso es. ¿Y dónde está Pedrito? Mi regalón, el del medio, el que pasaba abrazado a mis piernas de pequeño. Era muy tímido y creo que esa misma timidez lo llevó a volverse tan violento ya de grande, y se peleaba con todo el mundo. Hijo, no hagas caso de las tonteras que te dicen tus compañeros de la universidad, le decía yo. Pero él volvía cada día a casa, pintada en su cara la amargura y tristeza como de algo que intuía, pero se negaba a aceptar. Y un día, cualquier día, no lo recuerdo, no lo quiero recordar, Pedrito se fue de casa. Con mi mujer, lo buscamos entre sus pocos amigos que nada nos dijeron, recorrimos hospitales, carabineros, la morgue. Pusimos aviso en los diarios, en la tele; pegamos volantes con su fotografía por toda la ciudad y Pedrito no apareció. Se lo había tragado la tierra.

Un año después, hicimos un viaje al norte con lo que me quedaba de familia; lo encontramos de casualidad en las afueras de un mall. Su aspecto era lamentable: vestía ropas viejas y sucias, con una tupida barba, un cabello largo con varias trenzas apelmazadas, de ésas que les llaman dread, creo. Estaba flaco como un fideo mi Pedrito, y lo peor, ¡Dios mío!, estaba sentado en el suelo tocando una guitarra, acompañado de una chica tan pobre y maloliente como él. ¡Sí, sí! Recuerdo que cantaba esos temas de protesta, de esos temas de izquierda de los años setenta. No pude aguantarme las lágrimas al ver unas pocas monedas en un gorro, delante de ellos. Intentamos dialogar con él. Pedrito, hijo, somos tus padres, le decíamos; parecía no reconocernos. Su aliento apestaba a marihuana y sólo pidió que lo dejáramos «en paz con su vergüenza». Se alejó de nosotros y de nuestras vidas para siempre, creo, de la mano de su pareja, con su guitarra y su gorro con unas miserables monedas. Lo último que le escuché gritar a mi Pedrito fue «¡Me cagaste la vida, viejo!», y hasta ahora me pregunto: ¿Cómo le cagué la vida?

 

… de a poco, como de lejos llegó la vida a mi mente. Y me atreví a entreabrir mis ojos y mirar de nuevo a ésa que estaba dormida o muerta, a mi lado. Y allí, de espaldas, quietita, paliducha estaba la pobre, ¿la virgen María? Tal vez tuviese mucho frío, por lo helado del mar digo yo, el mar Pacífico es muy helado, o tal vez el tiempo de sentir frío ya había pasado por su vida, como también pasaron los tiempos gloriosos de la mía. De nuevo detuve la mirada en esa argolla de su dedo anular en una manita tan delgada y paliducha y al seguir mirando su cuerpecito hacia abajo, me percaté que solo vestía esa blusita blanca de seda, con sus cintitas celestes y encajes en el tono. ¡Qué vergüenza! La virgencita estaba desnuda de las caderas hasta los pies. Con cierto pudor y ojos entrecerrados para que ella no se diera cuenta que la observaba, me fijé que su vientre estaba agrandado y en medio, como una naranja abierta sobresalía su ombligo agrietado. Luego venía un manchón de vello púbico ensortijado, negro como la noche y cosa rara, de entre los vellos y los muslos de la virgencita, sobresalía un vello diferente; era un solo pelo grueso, tieso y largo de color gris que se adelgazaba en la punta; parecía ser el término de algo que estaba dentro de ella. Sobre sus piernas bien cerradas, como queriendo mantener en secreto una insoportable vergüenza, había sangre coagulada.

Entonces ésta no podía ser la virgen María, no. El sólo pensarlo venía a ser un sacrilegio indecente, indigno de nuestra formación castrense. Esto era una pesadilla, un mal sueño. Pero allí estaba ella, estirada junto a mí. Intenté levantarme, no me pude mover y al volver sobre su anular, recordé. ¡Sí!, ésta era la otra María, la de treinta años atrás, ahora recuerdo bien. Pero, ¿cómo iba a estar ella ahí si yo vi cuando su cuerpo se hundió en el Pacífico? No, nada de lo que estaba sucediendo podía ser real. Repasé la llegada a casa anoche: cerré puertas y ventanas, enderecé el gran cuadro en el salón, que siempre se ladeaba, desde donde Mi General me sonreía con sus ojos azules de mirada bondadosa. Acomodé los retratos de mi familia sobre la chimenea y los besé uno a uno. El penúltimo que tomé fue el de mi hijita María. Y como cada vez que cogía su foto, un sollozo ronco, brutal se me escapó. Miré su hermosa carita quinceañera y recordé, sí, recordé lo amante que era de su hogar y de su parroquia a la que asistía todos los días. Pertenecía también a un grupo juvenil de la iglesia. ¡Y la brutalidad que cometieron con ella! Ella se fue de nuestra vida no por voluntad propia, no. Lo que pasó fue que un grupo de cinco animales, no puedo decir jóvenes, la asaltó cuando regresaba de una reunión en la parroquia y la violaron. Sí, la violaron. No le robaron nada; sólo la violaron una y otra vez y este crimen atroz contra una virgencita de quince años, quedó sin castigo, como quedan sin castigo tantos crímenes en este país. ¡Cómo puede haber tanta maldad en los seres humanos, mi Dios!

Cuando salió de la clínica, mi hija ya no era nuestra dulce lolita. Se había vuelto huraña, no hablaba con nadie y se encerraba en su pieza días enteros. Un mes después debió hacerse un aborto y eso la liquidó. La noche antes de colgarse con una cuerda en su pieza, me dijo que ellos, mientras la violaban le gritaban «Dile al hijoeputa de tu papito que ésta es una mano devuelta, faltan más todavía». Y ésa noche mi pequeña María, con ojitos llorosos y una angustia de muerte en su carita me preguntó: «Papito, ¿qué es una mano devuelta, qué de malo hiciste?». Y yo me preguntaba, ¿qué de malo hice, si sólo hice lo que había que hacer? Y nos quedamos  solos,  mi  mujer  y  yo.  Con  nuestro dolor,  con  nuestras  miserias,  con  nuestros fantasmas —propios y ajenos— que nos rondaban.

… de a poco, como de lejos llegó la vida a mi mente. Y la mujer ésa, la del anular, o la virgen María, no lo sé, ya tenía mis dudas de quién era, seguía allí; en la cama o en mi mente, tampoco lo sé. La miré de reojo y, cosa extraña, de pronto sus rasgos me parecieron muy conocidos, muy cercanos…, y me estremecí: ¡claro era María, mi mujer! Mi amada Marujita, la que una lluviosa tarde invernal partió de mi lado, de la forma más violenta que puede abandonar su hogar una mujer. No, no se quitó la vida; tampoco se fue con otro hombre. Simplemente salió por la puerta principal, calladita, boca cerrada, dientes apretados sin una queja contra mí o contra la vida. Ella se fue vestida con una hermosa camisa de fuerza de seda blanca, con muchas cintitas celestes y encajes en el tono, de largas y anchas mangas, atada a una blanca camilla llevada por hombres sin rostro y sin nombre, vestidos también de blanco. Noté, sí, que en su anular lucía un anillo como el de la otra María, la de treinta años atrás, la que se negó a hablar incluso cuando la enfrenté y, al reconocernos, olvidando rencores, le ofrecí ayuda si hablaba (no había cambiado, estaba aun más hermosa, con una belleza madura de rasgos firmes y decididos). No habló, pese al empeño de cinco voluntarios durante toda la noche, siempre se negó a hablar. Y conste que los voluntarios eran reconocidos sementales en la unidad, pero ella cerró los ojos, apretó los dientes y calladita le puso un sello a su boca de la que no salió una palabra, un quejido; tampoco de su abultado vientre. Cuando a primera hora de la mañana bajé al confesionario (así le llamábamos), a exigir resultados, seguía en la misma actitud y hasta me causó cierta ternura, no sé si su desnudez, la sangre seca en sus piernas, o ver calladas lágrimas deslizarse por su cara, donde destacaban sus grandes ojos, que traían una tristeza que venía desde más allá de las tardes pueblerinas de nuestra común infancia.

Y cuando mi Marujita desapareció detrás de las puertas de la ambulancia y ésta arrancó, me quedé solo, aunque no tanto. Casi diría que recuperé a toda mi familia. Y comencé a vivir de los recuerdos: Entre mis destinaciones, debí viajar a Rancagua. Había que trasladar prisioneros entre esa ciudad y Santiago. Eran mineros sublevados, traidores a la patria. Los llevábamos en el tren que corría entre ambas ciudades y lo hacíamos de noche para no alarmar a la población. En nuestra unidad, le llamábamos El tren fantasma, igual que el tren fantasma, que causaba tanto miedo y que se instalaba en los juegos del estero de Viña y al que, de niño, recuerdo que me subía nervioso, cagado de susto, gritando como loco en el trayecto dentro de un túnel, donde aparecían calaveras, fantasmas, telarañas gigantes, hombres con cuchillos y llenos de sangre y que al salir del tren, me hacía tener pesadillas en la noche. Pero este tren fantasma, no trasladaba niños. Trasladaba hombres que, durante el viaje, también se cagaban de miedo… Luego fui ascendido y destinado a Valparaíso. Me ubiqué, con mi familia, en una casa grande, hermosa, que había sido abandonada por sus propietarios, reconocidos agitadores, que huyeron del país, forrados en plata. Allí todo fue más tranquilo, aunque lleno de operativos.

Por las mañanas, como todos los días, me preparaba para partir a mi unidad y antes, dejaba despiertos a mis hijos; besaba tiernamente a mi pequeñita María y le llevaba el desayuno a mi amada Marujita. Al salir me cuadraba, daba un enérgico taconazo y un saludo frente al cuadro que se ladeaba, de Mi General, quien me sonreía con esos ojos azules de mirada bondadosa. Y partía a mis deberes. En uno de esos operativos fue que me reencontré por segunda vez con Roberto, un amigo del barrio y compañero de colegio, al que casi no reconocí por su tupida barba y una larga melena que le llegaba a los hombros, pero era Roberto sin duda, el que a los dieciséis años ya era dirigente nacional de los estudiantes secundarios y que hacía grandes discursos, el cabrón, llamando a la lucha por los derechos de sus pares, de la clase trabajadora, de la mujer y de todo lo que oliera a izquierda. ¿Y qué había de nuestros derechos? Y allí estaba Pancho, ¿o era Roberto?, tirado en el piso el comemierda, como un perro, echado a mis pies. Y recordé aquella ocasión cuando en el patio del colegio, frente a todos los compañeros nos enfrentamos por primera vez, en una pelea por el liderazgo del curso y el comemierda me dejó tirado en el suelo, revolcado, sucio y humillado. Y cuando llegué a casa y debí contarle a mi padre, él, enfundado en su impecable uniforme de coronel, me dejó encerrado durante cinco días en mi pieza, a pan y agua en castigo por la humillación que le había ocasionado a nuestro apellido. Cuando terminamos los estudios secundarios, Luis, ¿o Pancho?, no, creo que era Roberto, ingresó a la universidad a estudiar derecho, yo me fui a la Academia Militar y allí comenzó nuestro alejamiento que luego se convirtió en enemistad para terminar en odio parido.

Cherchez la femme, dicen los franchutes cuando quieren encontrar el motivo de un conflicto entre personas. Buscar a la mujer. Y fue precisamente una mujer quien nos separó. Recuerdo como si fuera hoy cuando se la presenté a Luis, ¿o a Pancho? No, fue a Roberto, el «Rojo» le decían. Íbamos por calle Condell, hacia el Café Riquet, a tomar onces. Yo, en mi flamante uniforme de cadete militar; ella envuelta en su belleza insolente, juvenil, despreocupada. Y nos encontramos a bocajarro con Roberto, quien portaba libros en sus brazos y una mirada de líder en sus ojos: «Ella es María, mi novia», le dije con un tono de voz donde «mi novia» acentuaba la pertenencia. «Él es Roberto, un amigo de cuando chicos», terminé con voz plana la presentación. Cuando sus miradas se cruzaron y sus deseos prolongaron el apretón de manos, comprendí que tenía otro motivo más, aparte del político, para alejarme del «Rojo». Así fue que a finales de ese año ¿seria el setenta y dos?, las calles se llenaban de marchas y banderas rojas; y la frase «El que no salta es momio» era un desafío para la gente decente, la de derecha, y ellos los comunistas se tomaban de las manos y cantaban sus canciones de protesta. Y fue para el día de mi graduación, cuando a los poderosos compases de marchas militares, nos entregaban la espada que nos convertía en oficiales de línea, ella, María, mi ex novia, o la Marujita ¿o era la virgencita?, ella, junto al «Rojo», pegaban carteles de propaganda política en los muros exteriores de mi unidad. Con mi espada en alto, aquel día juré vengar la afrenta que ambos me habían hecho.

… de a poco, como de lejos llegó la vida a mi mente. Seis años después de la afrenta, ¿sería el setenta y ocho?, en un operativo en uno de los cerros de Valparaíso, cayó el «Rojo». Fue, como dije, nuestro segundo reencuentro. Y allí estaba como un perro, a mis pies. Su gesto, sin embargo, seguía siendo altanero, el de un líder, y recordé cuando teníamos unos nueve años, nos disputábamos la jefatura del grupo en el barrio y también a esa chica de largas trenzas y sonriente mirada añil, hija de don Belisario, el boticario de la esquina, donde todos los chicos íbamos a comprar dulces de menta, con el único afán de verla, intentando conseguir una sonrisa cómplice de sus grandes ojos. Ya no recuerdo cómo se llamaba, sólo sé que se recibió de médico obstetra. Recuerdo sí, que él, el «Rojo», tampoco habló. Cerró su boca, escondió sus dolores durante dos semanas y aun después de pasar por El submarino y La parrilla, no habló. Decidimos entonces enviarlo a un Postgrado, a Tres Álamos, allí se perdió su rastro, allí desapareció de mi vida.

… de a poco, como de lejos llegó la vida a mi mente. Mi pobrecita Maruja seguía a mi lado, acostada, etérea, semidesnuda y calladita, sin moverse. Intenté salir de ese estado de ensoñación para tapar sus desnudeces, arrancar de su entrepierna ese pelo grueso, tieso y largo, de color gris que se adelgazaba en la punta, y que parecía venir de algo que estaba dentro de ella y sacudirme el horror que me rodeaba, pero la Marujita y yo estábamos ahora en otra parte, ¿o era María, mi ex novia? La luna llena, recuerdo, plateaba las aguas del Pacífico. Era una buena noche para volar bajo, con un mar en calma que facilitaba esta misión especial que yo había solicitado, para lavar la afrenta del día de mi graduación. Y ella, la Marujita, ¿o era la virgen María?, seguía calladita, sin hablar. Nunca habló, ni siquiera cuando aseguré los plomos a su cuerpo, dentro de la bolsa que la contenía. Tal vez el tiempo de hablar ya había quedado en el pasado…, la última vez que habló fue hace ya veinte o más años, no recuerdo bien, cuando me dijo que se iba a pegar carteles con el «Rojo», y yo me quedé abismado y pálido frente a mis compañeros, y una vez más ése comemierda me revolcó, ahora con uniforme y todo, en la vergüenza de ser abandonado por mi novia. Pero hoy ella estaba a mi lado, en mi cama, con sus ojitos cerrados, muy pálida y vestida tan sólo con esa blusita de seda blanca tan hermosa, con sus cintitas celestes y encajes en el tono. ¿Dormía, o estaba muerta? Quizás sólo estaba desaparecida y pronto la tendría a mi lado junto a mis hijos Carlitos el cubano, Pedrito el vagabundo y mi pequeñita María. Y todo volvería a ser como en aquellos tiempos hermosos, en que había orden, respeto por nosotros los militares y veneración por mi virgencita María…».

 

* * * *

 

Ambos detectives, al terminar de leer la bitácora, arrugaron sus rostros, dejándola en el mismo lugar, mientras con pañuelos en sus narices soportaban el nauseabundo olor que venía de algún lugar de la casa. Ingresaron a un dormitorio donde yacía un cuerpo sin vida, de espaldas sobre la cama matrimonial, en esa pieza oscura y hedionda. Era el cadáver ya putrefacto de un hombre viejo, con uniforme de coronel. Y comenzaron la búsqueda de las primeras evidencias de lo que había ocurrido allí. ¿Asesinato, suicidio, robo, venganza? Al descorrer las cortinas del ventanal, la violenta luz del sol espantó la oscuridad junto a algunos pájaros que escaparon rápido del lugar, quedando al descubierto al lado del cadáver y bien estirada, una blusa de seda blanca con cintas celestes y encajes en el tono. Esa blusa debió contener alguna vez, en su interior, el cuerpo de María. ¿Cuál de ellas?, una mujer muy querida del Coronel, ya que parecía acompañarlo en su viaje sin retorno.

Todo en aquella casa del barrio alto olía a suciedad, a abandono, a guarida de buitres. Era evidente que la vida, la opulencia y el poder se habían marchado a toda prisa, espantados de aquel sitio donde ya nada tenían que hacer. Donde antes hubo un exuberante jardín, con cuidados prados y flores multicolores, piletas iluminadas y esculturas en mármol, era ahora un basural donde habitaban perros, gatos y ratas. Las ventanas con sus vidrios rotos, habían sido aseguradas por el interior con tablas clavadas en cruz, igual que todas las puertas. Hubo que derribar la principal para ingresar al interior; los muebles cubiertos de polvo y telarañas señalaban el abandono en que vivió su único morador. A los pies de la cama, sobre un mueble de estilo, el Coronel había reunido a toda su familia en fotos; sus tres hijos y su mujer, la Marujita. En la pared, enfrentando la cama estaba el retrato al óleo del General, o lo que quedaba de él. El cuadro torcido por el paso del tiempo, polvoriento y cagado de pájaros que allí anidaban, se sostenía apenas con un clavo por una esquina; el bastidor roto en su parte inferior, la tela desgarrada, la pintura corrida. El uniforme del General se veía sucio y sin galones. Su rostro se había desfigurado por las manchas, por todas las manchas que acumuló en su estadía. Sus cuencas vacías —habían desaparecido sus bondadosos ojos azules— parecían observar aún el cadáver del Coronel.

Lo último que encontró uno de los detectives en un rincón, conteniendo el asco, fue un perro pastor alemán, cuyo cuerpo donde asomaban ya los huesos, hervía de gusanos. Su esquelética cabeza dibujaba en su boca abierta una risa silenciosa y macabra, burlona y dantesca. Aquella imagen le hizo pensar al policía que esta historia anónima, oscura, vergonzante para el espíritu humano, era sin duda, un botón de muestra de lo que ocurrió en varios países, al sur del mundo, donde en uno de ellos, aún flota en la memoria colectiva el recuerdo de esa maldita frase para el bronce: «En éste país, no se mueve una hoja sin que yo lo sepa».

 

Concón, otoño de 2009

relato Marcelo Arancibia Febres

Marcelo Arancibia Febres es Técnico en construcción. Cuenta con algunas publicaciones en su país y un trabajo incluido en una Antología de Cuentos, por editorial Pez de Plata, en España.

📩 Contactar con el autor: marancibiaf345 [at] yahoo.com

👁‍🗨 Lee otro relato de este autor (en Almiar): Armonías del silencio.

🖼️ Ilustración del relato: Interpretación digital de la fotografía A. Pinochet Stamp cropped, By Pinochet-estampilla.jpg: Desconocido (A. Pinochet Stamp.jpg) [Public domain], via Wikimedia Commons.

biblioteca relato Marcelo Arancibia Febres

TRES RELATOS SORPRESA (seleccionados de nuestra biblioteca)

relato Carta para Alicia Carta para Alicia, por Augusto Rubio Acosta. En Margen Cero (Relatos 2; 2002)
relato Perdonen que no me levante Perdonen que no me levante, por Fernando L. Pérez Poza. En Margen Cero (primeros relatos publicados; 2001)
relato Medianoche en el Caravan Medianoche en el Caravan, por Iván Humanes Bespín. En Margen Cero (Cuentos 3; 2002)

 

Revista Almiarn.º 94 / septiembre-octubre de 2017MARGEN CERO™

 

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