Perdonen que no me levante
Fernando L. Pérez Poza
Perdonen que no me levante. Les digo así, como reza en el epitafio que preside la tumba de Groucho Marx, porque yo soy un muerto. Sí. Sí. Lo que ustedes oyen. ¿Qué pasa? ¿No me creen? Acérquense. No tengan miedo. No hay por qué temer a lo que no pertenece a este mundo. Si les hace falta toquen mi piel. ¿Lo notan? Es hueca y pálida como una nube y tan fría como la nieve. ¿Lo perciben? Pero no se preocupen por mí, estoy tan bien que no quiero ni que dios me resucite. ¿Volver a padecer lo que he sufrido? ¡Ni hablar! Además, ustedes no tienen ni puñetera idea de lo que es esto. El verdadero alcance de la muerte sólo podemos sentirlo quienes estamos aquí, del otro lado del reloj, como almas en pena esperando que se termine de una vez para siempre la eternidad, en medio de esta calma, de este asombro, de esta silenciosa y absurda detención del tiempo. Hay quien dice que la muerte es una salvajada, sobre todo cuando es inesperada, como si uno no la esperara y se pasara la vida mirando hacia otra parte, sin echar una mirada al frente, al futuro, al destino. Pero yo, ahora puedo decirles que se equivocan, que no hay tal salvajada. La muerte es simplemente una raya que se traza al final de la vida, una manera distinta de perder de vista el horizonte o simplemente una forma de dormir sin sueños. Hay también quien piensa que es un largo viaje, y está en lo cierto, pero en un autobús lleno de gusanos que en cuanto te subes te agujerean los huesos. Quienes dicen que morir es cruzar el misterioso umbral de lo desconocido y entrar en la zona más oscura del universo, tienen toda la razón. Aquí no hay luz. Vamos, por haber no hay ni una mísera bombilla. Esto es como la quiebra de una compañía eléctrica en medio de una soledad infinita de vértigo y silencio. Llevan toda la razón los que aseguran que se llega aquí a través de un túnel, pero de luminoso, nada. Cuando te llega la hora o te la hacen llegar, te deshaces de todos los bienes materiales, te tumbas en la cama o en el suelo y ¡zás!, ya no te levantas más. La muerte es lo vacío, lo negro, lo desnudo, una sombra vaga en un cristal oscuro que te atrapa entre sus suaves alas y te da un abrazo que dura toda la eternidad. La muerte es un naufragio en el que se echa la vida por la borda y se fondea el barco en lo más profundo del océano. Pero ¿saben lo que más coraje me da? Pues, verlos a ustedes vivos. Sí. A ustedes que son los que me han matado, los que me han asesinado, aunque solamente hayan participado en el crimen por omisión de sus deberes humanitarios. Sí. Sí. Yo soy el muerto aquél que los generales arrojaron vivo al mar desde un avión sin ninguna compasión, un desaparecido más de los tantos que hubo en la famosa caravana de la muerte, en Chile, en Argentina, o en las cárceles franquistas... El muerto aquél afgano o de cualquier nacionalidad que no pudo llegar a adolescente porque se murió de asco, de hambre y de miseria tirado en cualquier punto remoto del planeta, mientras ustedes se ponían ciegos de caviar y de langosta. El muerto aquél al que los terroristas se llevaron por delante con sus bombas o el mismo al que un gobernador medio loco, con delirios de grandeza, sentó en la silla eléctrica, revelando así la calidad de sus buenos y tiernos sentimientos ciudadanos.
Sí. Sepan ustedes que me da coraje
verlos ahí, en la cama esperando tranquilamente, como esperó Franco el manto
de la Virgen del Pilar y la bendición apostólica. Y si en alguna parte sucede
que existe dios, pues yo aquí nunca lo he visto, le pido con todas las fuerzas
que me quedan en el alma, que cuando a ustedes los políticos, los generales,
los terroristas, los sinvergüenzas, les termine por llegar la hora, se los
lleve derechito al cielo de una vez para siempre. ¡No vaya a ser que vengan
ustedes aquí, a este dulce oasis de la nada en el que yo me encuentro, a tratar
de joderme otra vez eternamente! |
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ILUSTRACIÓN:
Fotografía por
Pedro Martínez ©
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