relato por
Amador Redondo
L
idia se apresuró a contestar al móvil nada más oírlo sonar. Se paró en seco, y no se dio cuenta de cuánto estorbaba allí parada, en medio de una de las calles más comerciales de la ciudad. No fue hasta varios minutos después que se apartó, a la entrada de una bocacalle cercana.
—¿En serio, cariño? Oh, no digas eso, claro que estoy deseando verte otra vez, y otra vez, y otra… —y rompió a reír—. Sí…, que sí. Venga, no me lo preguntes más —y escuchó—, …oye, sabes que no quiero que ella sufra, ¿entiendes? Sé que cuando una pareja ha dejado de tener en común eso que…, bueno, ya sabes. En fin, pues eso, que no quiero que lo hagas más duro para ella de lo necesario. Ya sé que siempre me has comentado que lo vuestro acabó hace tiempo, y que sois conscientes de ello. Si fuera tú, lo haría pensando en mí misma. Vamos, que me pondría en su lugar, ¿qué querría yo que me dijeran, si van a divorciarse de mí? Puede que te parezca una tontería, lo sé, pero inténtalo, ¿vale? Hazlo por mí —y alguien le contestó al otro lado de la línea—, bueno, pues nos vemos luego entonces. Sí, en mi casa. Un beso, otro, otro para ti. Adiós, adiós…, que siiiií. Hasta luego, venga.
Y colgó, y alguien le tocó el hombro, y se dio la vuelta; era la mejor amiga que había tenido nunca, Mercedes. No la veía hacía años, pero eso no importaba; hay cosas que no cambian, y la conexión que se había creado entre las dos, aún no había muerto.
Mercedes dejó a un lado el carrito que traía, y abrazó cariñosamente a Lidia.
—¡Qué sorpresa, Lidia! ¡Qué tal, cómo estás! —dijo Mercedes.
—Bien, ¿y tú? ¡Cuánto tiempo, madre mía!
—¿Desde cuándo hace que no nos vemos?
—No sé —contestó Lidia.
—¿Por lo menos…, seis años?
—Algo así, ¿no?
—Sí, algo así.
Y se miraron de arriba abajo, y Lidia miró el carrito, y sonrió cordialmente a Mercedes. Y esta le devolvió la sonrisa, complaciente y orgullosa.
—¡Anda, que…! ¿Cuánto tiempo tiene? —dijo Lidia.
—Veinte meses.
—Pues ya está grande, ¿no?
—Sí que lo está. Ha salido a su padre —dijo Mercedes, inclinándose a comprobar que el niño estaba bien arropado. Lo acurrucó y lo besó.
—No lo saques al pobre, que está durmiendo.
—No, deja, no lo iba a hacer. Se acaba de dormir hace poquito.
Lidia la felicitó por la maternidad y confesó su envidia al respecto. Ella no buscaba, dijo, pero si viene, la haría muy feliz.
—¿Y cómo te ha ido todo? Cuéntame. ¿Estás con alguien? —dijo Mercedes, mientras apretaba una de las manos de Lidia cariñosamente.
—Pues no me puedo quejar. Acabé, como supondrás, la carrera, y estuve haciendo pasantía en un bufete. El director era amigo de mi padre, y me dejó estar un tiempo allí. No ganaba mucho, pero ya sabes como son estas cosas; al menos te sirve para aprender. Algo es algo —y volvió a sonreír al niño, que dormía plácidamente, sin notar el bullicio de la calle—. Luego me fui y entré en una consultoría. Tengo un buen trabajo y me pagan bien. No estoy fija, pero me gusta mucho lo que hago, ¿y tú?
—Pues ya ves… —y sonrió, a la vez que miraba al crío—, este ha sido mi pasado, y será mi futuro. Acabé como tú y no encontré trabajo.
—¿No?
—No.
—¿Nada de nada?
—Nada, Lidia. Bueno, tú sabes, alguna que otra chapucilla con mi hermano, en la tienda. La verdad es que el tiempo que estuve me permitió coger algo de paro. Así que estuve… —y pensó en voz alta—, por lo menos casi dos años.
—¿Cobrando el paro?
—No, en la tienda, y luego, pues eso, lo que me quedó de paro y poco más. Me puse con unas oposiciones, pero no tuve paciencia para ponerme. Y, luego…, lo conocí a él.
Y volvieron a cogerse las manos, felices e íntimas.
—Sí, lo conocí a través de un amigo de mi hermano.
—¿Y os casasteis?
—No, en seguida no. La verdad es que estuvimos muchos meses de noviazgo. Luego, nos dijimos que sí, y al poco nació este.
Volvieron a sonreír y se dieron dos besos.
—¡Ser madre, aunque no lo hubiese esperado tan pronto, es un regalo! De verdad te lo digo, Lidia —y bajó el tono de voz—; ahora tenemos unos problemillas, pero estamos hablando mucho de ello.
—Lo siento, cariño.
—No, no pasa nada. Intento pensar que son cosas del matrimonio. Un niño une mucho, pero también pueden aparecer problemas que antes no había, ¿sabes?
—Lo sé, lo sé. Bueno, lo supongo. Yo aún no soy madre, ya me gustaría. Pero, vamos, estoy en ello.
—¡Tú también estás con alguien!
Y Lidia se derritió en la sonrisa más cándida que nadie vio jamás, soltó sus manos de Mercedes y las unió como una niña que acabase de abrir el regalo más grande de Navidad. Luego le devolvió una de ellas a Mercedes y la volvió a apretar fuerte.
—Sí, sí que soy feliz. Mucho. Es un hombre estupendo y me quiere con locura. Llevamos ya cerca de dos años.
—¿Y no habéis pensado en casaros?
—Claro que sí, pero es que no es fácil. Bueno, es que hay un problema. Él está…
—¿Casado? —terminó la frase Mercedes.
—Pues sí.
—Vaya. Bueno, ¿cómo se te ocurre? Es que esas cosas… —y se corrigió, condescendiente—, bueno, no me eches cuenta. La verdad es que el amor es así. Viene cuándo menos te lo esperas y si las cosas están así, lo mejor es intentar sobrellevarlas, y arreglarlas pronto, en la medida de lo posible. Al final, siempre alguien sale mal de todo eso, ya sabes.
—Sí, lo hemos hablado. Y sé que esto lleva su tiempo, pero, Mercedes, ya son dos años…, no sabes cuánto estoy deseando que todo acabe entre ellos —y el móvil de Lidia volvió a sonar—. Espera, voy a cogerlo…, es él. «Sí, sí, que sí, ¿otra vez?» —y sonrió a Mercedes—. «Entonces vas a hablar con ella hoy» —y la sonrisa se convirtió en una explosión contenida de felicidad—. «Sí, vale, ¿entonces no vienes a casa, no?». Bueno, pues llámame cuando acabes, y me cuentas. Que sí, venga, sí, ¿la llamas ahora mismo? Oh, cariño, ¡cuánto te quiero! Sí, mejor no dejarlo pasar más. Sí, cuanto antes…, sí. Venga, un beso —y volvió con Mercedes—. Era él, que dice que va a hablar con la mujer, y que luego…
—Espera, cielo —la interrumpió Mercedes—, que me parece que siento el vibrador del móvil —y cogió el teléfono—. Sí, cariño, dime… —y sonrió a Lidia—. Que quieres que hablemos hoy… —y la sonrisa se contuvo—. Sí, bueno, pero… No entiendo qué dices con eso de que las cosas no van —y Lidia se identificó con su amiga, con una expresión compungida—, pero, eso de que conociste a alguien, no sé…, Antonio, oye, Antonio… —y al oír el nombre, Lidia se alejó más de Mercedes.
La amiga colgó, y ninguna dijo nada.
Mercedes, metió el móvil en el bolso. Luego volvió a arropar al niño.
Ambas levantaron la mirada y el ruido y el bullicio desapareció. Ambas debían marcharse y se disculparon al unísono por la prisa que tenían.
Al llegar al final de la calle, las dos miraron atrás y torcieron la esquina, avergonzadas a su modo, de tener cosas que hacer.
Amador Redondo Menudo. Ha escrito, cree, desde siempre, ya fueran pensamientos, ideas, recuerdos o historias. Desde hace años, participa en todo tipo de talleres literarios, clubes de lectura, etc. Es miembro de un club literario, formado por antiguos alumnos de un taller de narrativa que hubo en la biblioteca pública de su ciudad, Sevilla.
Y sobre todo, y especialmente, se ha acostumbrado a incluir en el día a día el ejercicio de escribir, en una continua práctica de trabajo que, espera, le haga expresar, cada vez mejor, las ideas e historias que rondan su imaginación.
@ Contactar con el autor: amador.redondo [at] gmail [dot] com
Ilustración relato: Fotografía por Pedro M. Martínez ©
Revista Almiar – n.º 58 | mayo-junio de 2011 – MARGEN CERO™
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